28/06/2024
Inti Raymi
¿Qué tan diferente es ahora?
Se bailaba de casa en casa, disfrazados con lo que había, que por cierto no era tan colorido como ahora, ya medio “chispos” por una que otra copa. Los diablumas tenían cachos pero no cuernos, tenían bigotes de cabuya y no había camisas bordadas, pero si una que otra blusa de esas que les prestaban los partidarios a sus patronas, no faltaba alguien disfrazado de mono o de negro, el baile se hacía visitando a los vecinos y parientes, zapateando hasta que tiemble el entablado de la sala o sacando polvo del suelo en el patio de casa; las puertas siempre abiertas para que los grupos de amigos entren a bailar, a tomar chicha, a tomar “puntas”, a comer un cariucho preparado por las mujeres; se invitaba a bailar a los dueños de casa mientras se cantaba la copla de “esta casa buena casa…” y haciendo un alto en el baile, el artista del grupo que nunca faltaba, entonaba un par de canciones de esas que se cantaban esos días, en agradecimiento por el trato dado a los visitantes . Se entraba cantando un saludo y se despedía agradeciendo de la misma manera, luego a la casa siguiente, saltando de vereda en vereda y saltándonos a veces de los vecinos que no compartían la costumbre. Y es que la fiesta del San Pedro no era algo tan de los “mishos” del pueblo, pues muchos de estos por poco se creían descendientes directos de los reyes de Castilla y veían con desprecio la celebración del pueblo indígena, una realidad que dio un giro total en nuestros días, en los que muchos descendientes de esa gente, reclama por que se conserve lo dizque autóctono. La fiesta era algo de la gente del campo, de quienes cuando se les escuchaba subir en tropel por la plazoleta del barrio infundían temor, todo mundo cerraba las puertas para evitar que los diablumas lleguen a llevarse algo y de paso a azotar a uno que otro huambra boquiabierto que no pudo correr a tiempo; pasaban los de Tupigachi en un grupo de más de 200 personas cantando y con ese paso en trotecito ya olvidado, subiendo a ganar plaza en el lugar del actual Colegio Tabacundo, era estremecedor ese zapatear de tanta gente recia, forjada en el campo y que asentaba sus pasos en el empedrado de nuestras calles, mientras sus zamarros levantaban una gran polvareda. Los diablumas al frente, atrás los de rondín, flauta, tunda, churos y guitarras, los demás bailarines después, armados de garrotes, aciales, cabestros y todo lo que pueda servir para enfrentar a sus contrincantes. Las mujeres llevando la comida y la chicha al final, ellas no bailaban. Se escuchaba de las peleas en la plaza, pero nuestras madres nunca nos dejaban ir a ver, se sabía de muchos heridos y por ahí algún mu**to, según referían los abuelos. Se saciaba año tras año la sed de venganza por las afrentas del año pasado, la sed de la garganta y la sed del baile y regresaban a sus casas en desbandada, borrachos, con sus mujeres e hijos cuidándoles. Esa era la realidad de esos días, una fiesta nacida en las haciendas, que hacía que los jornaleros regresen al pueblo a tomarse la plaza como queriendo retomar lo que los mestizos se llevaron de su tierra en tiempos ya olvidados, reclamando el “diezmo” que por siglos les fue usurpado y esa sed de venganza que ahogaban en alcohol año tras año.
Todo esto, un 29 de junio allá más o menos a inicios de los años ochenta, años en los que el arte popular llegó a fomentar la fiesta con sus creaciones, con el trabajo de los artesanos locales hasta ganar espacio con esa fuerza incontrolable que año tras año enriquece una de las manifestaciones culturales más grandes de nuestro país.
(Diferentes versiones contadas desde territorio)