02/01/2025
Última navidad (historia de horror)
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El hombre se levantó pesadamente de su camastro. El brillo tenue de las brasas en la chimenea revelaba que el fuego se había apagado hace poco, sin embargo, la habitación estaba tan helada que era como si nunca se hubiera encendido la leña. Junto a su lecho, sobre una tosca mesa de madera, había un calendario que tenía señalado precisamente ese día. Ya era ese día del año. Un suspiro ahogado surgió entonces de los labios del hombre, que mecánicamente empezó a vestirse y a ponerse sus maltrechas botas. Su mente, embotada aún, se negaba a aceptar por completo la realidad de un nuevo día. A menudo se cuestionaba la utilidad de seguir con su búsqueda, pero un sentido del deber tan arraigado como el frío al invierno, le obligaba a continuar. “Probablemente será igual que todos los años anteriores” se dijo, mientras cerraba su mugriento abrigo. Pero aún con el pesimismo anidado en su corazón, salió a la noche fría y gris. Nunca había sido particularmente adepto a la luz solar, pero después de tantos años de oscuridad perpetua, echó de menos los rayos del sol cosquilleando su curtida piel. Bajó la mirada a sus manos antes de colocarse los guantes. Sus uñas parecían las garras de alguna vieja hechicera, sus dedos estaban cubiertos de cicatrices, obtenidas durante los días en años pasados que, como ahora, salía a buscar. La ventisca barría la tierra reseca, donde ya no crecía ninguna brizna de hierba. De cualquier modo, nadie necesitaba la hierba; sus animales habían mu**to desde hacía tiempo, al igual que tantas otras cosas en el mundo. Suspiró nuevamente, tomó su s**o y emprendió el camino.
El hombre bajó lentamente de su vehículo. Sobre su cabeza, el cielo colgaba pesado, cubierto de nubes grises que ocultaban las estrellas. La noche se sentía bastante más fría que en otras ocasiones, pero era difícil asegurarlo cuando hacía años que el sol no se atrevía a penetrar la oscuridad que envolvía al mundo. Pensó que el frío no provenía tanto del clima, sino de la soledad y el silencio. El viento arrastraba ráfagas de nieve gris, cuyos copos sucios se pegaban al cabello blanco y descuidado del hombre. Levantó la vista, buscando entre la oscuridad del firmamento las fuerzas para seguir con su búsqueda. Se obligó a seguir. Frente a él, una casa se erigía desde la nieve mugrienta y amontonada. Las ventanas se repartían en los muros, unas clausuradas con tablones, otras desnudas que se revelaban como cuencas oculares vacías, y que le miraban amenazadoramente. El hombre caminó hacia allá, sus pasos levantando ecos al crujir sobre el suelo congelado y reseco. El viento cambió de dirección; soplaba ahora desde la casa, como si quisiera impedirle llegar a ella. Su rojo abrigo ondeaba detrás de él, dejando que el frío le mordiera las costillas, que resaltaban nítidamente en su tórax. Hacía días que no probaba bocado, y su estómago famélico esperaba que en la casa hubiera algunas provisiones. Abrió la puerta de la vieja casa, revelando así la oscuridad interior con un chirrido estridente que se perdió entre los murmullos del viento. El hombre blandió su bastón y entornó los ojos para penetrar las sombras, temeroso de que alguna de aquellas cosas estuviera oculta ahí. Pero todo estaba mortalmente quieto, nada se movió. Miró a su alrededor, buscando algo útil. Entonces las vio. Varias manchas oscuras en el suelo y las paredes susurraban la historia de lo que había pasado en esa vieja casa. Una historia que el hombre ya había escuchado muchas veces. En su mente escuchó los alaridos de dolor y miedo, ahogados por los guturales rugidos de los no vivos. Un escalofrío recorrió el cuerpo del hombre. Aquello debió ser una carnicería cruel, rápida y aterradora. El hombre siguió explorando. Halló un montón de basura, en el que usó su bastón para hurgar. Resultó ser una pila de restos humanos amontonados en el centro de la estancia. Un nuevo estremecimiento de horror lo paralizó. Un esqueleto incompleto, en el que apreciaban los restos de un vestido rosa, coronaba aquel macabro túmulo. Algo cayó de la pila y rodó hasta perderse en las sombras, llenando la casa de ecos macabros. Durante un segundo el hombre se quedó inmóvil, temeroso de lo que pudiera suceder a continuación. Nada pasó. Sin embargo, a sus oídos llegó un sonido que le provocó nauseas. Un bastón tembloroso removió buscando el origen del ruido, hasta que apartó una de las osamentas y el hombre saltó por reflejo hacía atrás. Cayó pesadamente de espaldas, envuelto en un terror al que no terminaba de acostumbrarse, aún después de tantos años. Bajo los escombros se agitaba aún una de aquellas cosas. O parte de ella. Sus ojos vacíos le miraban con un ansia sobrenatural, mientras sus dientes rotos por el incesante chocar, trataban de alcanzarle. ¿Cuánto tiempo hacía que esa cosa estaba prisionera ahí? ¿Es que acaso no morían si no se alimentaban? El hombre se levantó trabajosamente. Su físico, otrora fuerte y seguro, se había vuelto anquilosado y torpe con el lento discurrir de los años. Tomó su bastón y descargó un golpe seco entre los ojos hambrientos. El movimiento de la mandíbula cesó repentinamente. Así, sin más. Como una vela que se apaga de un soplido. ¡Que terrible existencia vivir así! Una parodia de la vida, un cuerpo reanimado únicamente por un hambre insaciable, cegadora y eterna. El hombre derramó una lágrima silenciosa, y miró alrededor, contando de manera jocosa los cuerpos que conformaban la pila. Cinco. ¿Cuántas veces se había repetido esta historia en todas las casas del pueblo? ¿Cuántas en cada ciudad, en cada barrio y en cada continente y país? Su mente, anteriormente prodigiosa, capaz de recordar nombres de tantos, ya no conseguía recordar cuanto había pasado desde que la primera de aquellas cosas sucumbió a la ansía de sangre y carne de los vivos. Nunca se supo de donde surgió, si fue un arma creada en algún laboratorio, el ataque de algún grupo terrorista que se salió de control, o simplemente la naturaleza intentando restaurar el equilibrio perdido. Aquello se expandió rápida y sangrientamente por todo el mundo. La humanidad trató de resistir, se libró una guerra contra los no mu***os. Pero su intento fue vano, era como intentar frenar la llegada del invierno. Así, la muerte lo cubrió todo. Miles morían cada hora, sólo para regresar de la muerte y sumarse a las filas de los no mu***os. Al final, en su desesperación, la humanidad decidió utilizar el recurso final. Miles de cabezas nucleares explotaron en cada ciudad importante en cada país, sumergiendo al planeta en una oscuridad de la que ya nunca saldría. Cuando el polvo y las cenizas se asentaron, los pocos sobrevivientes observaron con horror que no había funcionado. Estaban condenados a vivir en este mundo, con el aire envenenado y cuyos cielos incendiados mostraban el fracaso del hombre. Muchos de los no mu***os seguían en pie, y tenían hambre. Cazaron a los vivos en un frenesí de mordidas y carne desgarrada hasta que el mundo quedó sumido en el silencio. Un silencio que solo era roto por el incesante aullido del viento, pues la mayoría de los animales también sucumbió ante el holocausto nuclear. De todos los posibles fines del mundo, este fue el más aterrador.
El hombre extrajo de su s**o una tosca muñeca de trapos sucios, que él había elaborado con sus propias manos. La dejó junto a la osamenta vestida de rosa, con un gesto que parecía solemne, pero también estaba cargado de una profunda tristeza. Decidió salir de la casa, ahí no había más que muerte y soledad. Fuera, el mundo silencioso no tenía mucho más que ofrecer que eso: muerte y soledad. El hombre ya estaba cansado, no tanto del cuerpo, si no del espíritu. Antes, él había sido un símbolo de la esperanza y de la alegría, pero en este mundo mu**to, se sentía como si fuera un fantasma, un espectro de una época que ya no existía; su supervivencia era una maldición. Avanzó penosamente sobre la nieve, sintiendo como las fuerzas le iban abandonando. Se sentía terriblemente cansado. Tal vez era hora de dejar la búsqueda. No quedaba nadie en el mundo que pudiera echar en falta su presencia. Dio un par de pasos más, soltando su s**o y su bastón. Se dejó caer sobre la nieve, su sucio abrigo rojo ahora destacaba como una mancha de sangre en el suelo congelado. Su largo cabello blanco y su barba ondeaban mecidos por el viento helado. Y en ese lecho de nieve, el hombre por fin sintió que podía descansar. El mundo estaba mu**to y la navidad ya no existía. Los no mu***os no necesitaban a Santa Claus. Cerró los ojos y durmió.
El abrigo rojo ondeaba como una hoguera en la nieve. Un par de ojos sin vida se fijaron en el hombre tendido sobre la blancura. La criatura comenzó a salivar y luego empezó a caminar hacia su nueva víctima.
Historia original de Adrian Plancarte , escrita para Desde el Vacío.