
09/15/2024
EL COMANDANTE
Siempre he querido preguntarle al comandante Cienfuegos cuáles son esas cuentas pendientes que dejó en la tierra y quiénes sus deudores. Sobre todo, si es verdad eso de que su avión se cayó al mar y solo quedó de él un sombrero flotando sobre el agua. Hace un tiempo leí un libro que alguien trajo a escondidas desde Miami, cuyo autor aseguraba que a Camilo lo había matado el hermanito del comandante en jefe, indignado porque se negaba a reconocer la traición de Huber Matos, uno de los mejores comandantes de esta bendita revolución, devenida robolución.
Según los hechos, la discusión se calentó tanto que el del sombrerón calificó de ma***ón al segundón y este, en un arrebato de furia le vació el cargador de su pi***la en pleno pecho. Claro que esos pensamientos me los guardo cuando estoy en el carro, donde soy como un libro abierto para el fantasma militar. Creo que su wifi espectral pierde fuerza cuando estoy lejos del Almendrón.
Lo único que he podido saber es que lo mataron en tierra y lo desaparecieron en el mar, pero no sé si fue una confesión o un requiebro de su mente aireando los recuerdos. Ya somos yunta y nos hemos aceptado el uno al otro. Con sus silencios o largas parrafadas mentalistas. Incluso, una vez me tiró un cabo cuando estuvieron a punto de asaltarme.
Aquella madrugada había recogido a dos tipos en la parada de Tropicana e íbamos al Vedado. Me ofrecieron 10 dólares por la carrera. Dos jóvenes bien vestidos, uno blanco, el otro mulato, y no desconfié de ellos. Poco antes de cruzar el puente de hierro sobre el Almendares, el que estaba sentado a mi lado sacó una navaja y me apuntó al esternón. El mulato, desde el asiento trasero, me agarró por el pelo. Miré por el retrovisor y vi a Camilo preparado para darle una patada en la cabeza al que me sujetaba. Lo único que se me ocurrió fue meter un frenazo y parar en seco. El Impala se clavó en el asfalto y el mulato salió disparado por la ventanilla abierta, mientras el blanquito se fue contra la pizarra y quedó medio aturdido. Con el porrazo soltó el arma, abrió la puerta delantera y se mandó a correr por una calle lateral. El otro estaba despatarrado en medio de la avenida. A su lado, en cuatro patas, estaba también el comandante Cienfuegos. Su yo etéreo salió volando como fantasma sin freno.
Nos miramos. Él desde el asfalto, yo dentro del Almendrón.
—¡Estás comiendo mi**da chico! Ya lo tenía controlado —grita—. Bájate y ayúdame a buscar el dichoso sombrero.
—Eso te pasa por no usar cinturón de seguridad.
—Deja la bobería y busca el Stinger, que sin él no soy nadie.
Su figura como se iba desdibujando. ¿Será el sombrero el que lo tiene amarrado a este plano existencial? ¿O que fuera del Almendrón es solo un ánima en pena? Me dan ganas de montarme en el carro y largarme para desprenderme de su presencia, pero no puedo hacerlo. Por alguna razón, algo nos une. No es afecto, sino necesidad mutua, creo entender.
El mulato volador intentó levantarse del piso. La calle estaba oscura y solitaria. Ni un alma a la vista, viva o mu**ta. Solo Camilo, el despatarrado y yo. El comandante se coló en el carro filtrándose por una ventanilla. Encontré el sombrero a unos metros de la defensa trasera. Le di un sombrerazo al mulato, que volvió a caer al suelo. Increíble la fuerza que tienen los sombreros fantasmales. El tipo gimió de dolor. Su pierna derecha formaba un arco extraño. Lo tomé por las axilas y arrastré hasta el bordillo de la acera.
—Habría que llevar a este a un hospital mi comandante.
—¡Que se joda! Arranca y vámonos que tengo sueño.
Miré al frente y dos cuadras más allá, vi al blanquito parado en la esquina. Que se haga cargo de su socio, pensé. Salimos quemando gomas. Camilo se metió contra el cristal trasero.
—¡Ten más cuidado, cojones!
He tenido otros encontronazos con tipos que se quieren hacer los cabrones, pero los he resuelto. Una por las buenas, y otras por las malas, muy pocas, pero gracias a este Chevy pocas noches me voy en blanco. Siempre s**o para la gasolina del día siguiente y algo para invitar a una amiga a cerveza y pollo frito en la gasolinera de Vía Blanca. Al otro día la misma rutina de sobrevivir hoy para llegar a mañana. Mientras, hago que me creo el cuento e hilvano cuartillas de consignas, metas y logros nunca vistos, un día tras otro, sin preocuparme del mañana. ¿Para qué? Si hoy fue igual que ayer y mañana será igual que hoy. El tiempo en esta isla no tiene pasado, presente y mucho menos futuro. Es tan relativo como la teoría de Einstein. Para unos, pasa volando como un águila sobre el mar. Para otros, se arrastra cuál gusano sobre papel de lija. En este país el tiempo es merfolla y tabaco.
—Cifras y Humo. En eso hemos quedado —dice el comandante.
Las cosas que uno piensa mientras maneja. Pepe Hache dice que a veces los pensamientos son cocteles molotov, por eso hay que manejarlos con cuidado. No te vayan a incendiar el magín y termines como el pobre Lalo El Rifle. Si tengo un chance, compro una botella de Havana Club en lo de Ariel y paso por casa de Pepe Hache para hablar un poco de mi**da.
Es la mejor forma de apagar el incendio que provocan estos molotov mentales.
(Del libro EL ALMENDRÓN AZUL, en Amazon.com)