09/09/2024
EL PRIMER MANDAMIENTO.
Aunque Jesús dijo que los dos mandamientos son semejantes, también señaló que uno es el primero y el otro es el segundo. El primero tiene prioridad lógica (primero, protos, en griego, denota rango). Nuestro primer deber es para con Dios, y recién cuando amamos a Dios estaremos en condiciones de amar a nuestros semejantes, es decir, amar en el verdadero sentido de la palabra. Según el primer mandamiento, nuestro primer deber cristiano es amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente. Estas palabras vienen del Antiguo Testamento, de Deuteronomio 6:5, que es parte de la Shema, el credo fundamental del judaismo; es el texto que todo niño judío aprende de memoria. Significa que Dios debe ocupar el primer lugar en nuestra vida, que debemos amarle con un amor que “domine nuestras emociones, que dirija nuestros pensamientos, y que sea la dinámica de todas nuestras acciones;” significa que todo lo que hacemos, incluyendo el comer, el beber, y cualquier otra cosa, debe ser hecho teniendo a Dios en mente, “para la gloria de Dios” (1 Cor. 10:31). Este mandamiento, además, impone sobre nosotros una enorme responsabilidad. Cuando dice, por ejemplo, que debemos amar a Dios con “toda la mente,” esto nos habla de la necesidad de desarrollar nuestra mente, de cultivarla. Notemos:Dios requiere el adiestramiento de la facultades mentales... El Señor nos manda que lo amemos con todo el corazón, y con toda el alma, y con toda la fuerza, y con toda la mente. Esto nos impone la obligación de desarrollar el intelecto hasta su máxima capacidad, para que podamos conocer a nuestro Creador con todo el entendimiento (PVGM, p. 268).
El SEGUNDO MANDAMIENTO.
El espacio no nos permite más que algunas reflexiones sobre el segundo mandamiento, la segunda tabla.
No importa cuánto una persona pretenda amar a Dios, si no ama a su prójimo demuestra que su amor a Dios no es genuino. La Escritura nos recuerda que “si alguno dice: Yo amo a Dios y aborrece a su hermano, es mentiroso” (1 Juan 4:20), porque “el amor hacia el hombre es la manifestación terrenal del amor hacia Dios” (DTG, p. 596). No es posible amar a Dios genuinamente sin amar al prójimo al mismo tiempo.Una de las características esenciales del amor genuino es que es imparcial; no elige a quien amar; el valor del objeto no es la causa del amor. Es semejante al amor de Dios, quien “hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (Mateo 5:45). Y esto es lo más difícil, humanamente imposible. Es fácil para el hombre natural amar y tratar bien a sus favoritos, a aquellos que le caen bien, o que pertenecen a su familia; pero amar a todos, incluyendo a los que tienen otra religión, diferente cultura, otro color, no siempre es fácil. Y la cruda realidad es que “el amor que prodiga sus bondades sólo a unos pocos, no es amor, es egoísmo” (PVGM, p. 288), no es el amor del cual nos habla la segunda tabla.
El amor verdadero, del que habla la Biblia, es un principio mas que un sentimiento; es un principio que no elige a quien amar, no es excluyeme, porque en un sentido no hay nadie que no sea nuestro prójimo.
Amar a los enemigos
Si bien es cierto que nosotros no tenemos el privilegio de “elegir” a nuestro prójimo, porque la definición de este término fue dada para siempre por Jesús hace mucho tiempo, es con frecuencia muy fácil generalizar, hacerlo tan amplio que pierde el sentido de su importancia inmediata.
Si quisiéramos particularizar un poco, podríamos señalar dos tipos de prójimos en relación a los cuales de veras se pone de manifiesto lo genuino del amor. En primer lugar, usando el lenguaje del Señor Jesús, se encuentran nuestros enemigos, aquellos que por alguna razón no nos quieren, que no simpatizan con nosotros y procuran de alguna manera dañamos. “Amad a vuestros enemigos” (Mateo 5:44), es el imperativo divino. No es un consejo; no dijo Jesús: “sería preferible,” “qué hermoso fuera,” o “en lo posible” amad a vuestros enemigos. Es sencillamente una orden. Un seguidor de Cristo debe amar a todos, aun a sus enemigos.Naturalmente tal cosa es imposible para el corazón natural, para el corazón que no ha sido regenerado por la gracia de Dios. Para el corazón natural, lo “natural” es vengarse, devolver mal por mal, desquitarse, tomar represalias, pagar cop la misma moneda. Pero entre vosotros “no será así” (Mateo 20:26), enseñó Jesús a sus seguidores. Y él dejó el ejemplo de su vida como la más sublime enseñanza de lo que quiso decir. Aun para sus más acervos enemigos, para su propio discípulo que lo traicionó y lo vendió por el precio de un esclavo, tuvo sólo palabras de amor y de perdón. Y aún resuenan, profundas, conmovedoras, las palabras que dirigió a aquellos que lo estaban clavando en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).Amar a los más necesitadosOtro tipo de prójimo que debemos amar, y que también pone a prueba la naturaleza, lo genuino de nuestro cristianismo, son aquellos que están en desventajas, los menos favorecidos, aquellos que necesitan más y que tienen menos. Hay personas que son menos favorecidas culturalmente, otras físicamente, psicológicamente, financieramente, emocionalmente. Hay quienes que en algún momento de sus vidas han sido abusados, casi destruidos; llevan profundas heridas en sus almas. En otras palabras, son más necesitados, la vida les es más difícil.En el mundo lo que prevalece en general es la ley de la selva; sobrevive el más apto, el más fuerte, y con frecuencia lo hace pisoteando y eliminando a los más débiles. Nosotros, como seguidores del Maestro estamos llamados a mostrar especial preocupación por los más débiles, los que no tienen quien los defienda, o los ayude. Las palabras de Jesús son muy clarasDijo también al que le había convidado: Cuando hagas comida o cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos; no sea que ellos a su vez te vuelvan a convidar, y seas recompensado. Mas cuando hagas banquete, llama a los pobres, los t mancos, los cojos y los ciegos; y serás bienaventurado; porque ellos no te pueden recompensar, pero te será recompensado en la resurrección de los justos (Lucas 14:12-14).Las palabras de Jesús no son excluyentes; no quiso decir que nunca debiera invitarse a parientes o a amigos ricos; sino más bien no sólo a ellos, con total despreocupación por aquellos que más necesitan.En el Antiguo Testamento abundan las instrucciones en cuanto a la preocupación que los israelitas debían tener por los pobres, por las viudas, por los huérfanos y por los extranjeros. Los que poseían tierras tenían instrucciones de dejar algunas gavillas en el campo en tiempos de la cosecha “para el extranjero, para el huérfano y para la viuda; para que te bendiga Jehová tu Dios en toda obra de tus manos” (Deut. 24:19). El llamado a cuidar, a hacer justicia a los menos favorecidos, es constante; escuchemos a Isaías: “dejad de hacer lo malo; aprended a hacer el bien; buscad el juicio, restituid al agraviado, haced justicia al huérfano, amparad a la viuda” (Isa. 1:16,17).Santiago resume la preocupación del Nuevo Testamento a este respecto cuando escribe: “La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha de este mundo” (Sant. 1:27). Más importante que el conocimiento de muchas cosas y la capacidad de argumentar, es una vida de servicio al prójimo movida por la presencia del amor de Dios en el alma. Se nos dice que “aquellos a quienes Cristo elogia en el juicio, pueden haber sabido poca teología, pero albergaron sus principios. Por la influencia del Espíritu divino, fueron una bendición para los demás” (DTG, p. 593).El Señor Jesús, después de haber demostrado en su propia vida y ministerio la presencia de este principio, la presencia deí gran mandamiento, nos desafía a nosotros con las siguientes palabras:Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también vosotros os améis unos a otros. En estos conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amoríos unos por los otros (Juan 13:34,35).Hay quienes han tenido dificultad en entender cómo Jesús pudo decir que estaba dando un mandamiento nuevo, cuando en realidad estaba citando del Antiguo Testamento. Ya en el Pentateuco encontramos las palabras “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Deut. 19:18). Lo que es nuevo, sin embargo, totalmente nuevo, algo nunca visto antes entre los hombres, lo indican las palabras “como yo os he amado.” El amor genuino, imparcial, con especial preocupación por los débiles, los necesitados, por los menos favorecidos, hizo su aparición en la tierra en la persona del Señor Jesús. Es posible ser totalmente ortodoxos en la teología, tener la verdad, defenderla, argumentar con toda lógica, pero a menos que el amor de Jesús sea el móvil de las acciones, de nada servirá, como lo subraya tan claramente el apóstol Pablo en1 Corintios 13, el famoso capítulo del amor.
Pero, ¿cómo puede ser posible, nos preguntamos, amar así, cuando tal cosa es totalmente contraria a los impulsos de nuestra propia naturaleza? Evidentemente, no es asunto de preocupamos, de esforzamos, de tratar de amar así. La capacidad de amar de esta manera es un don de Dios, es el poder de Dios transformando nuestra naturaleza. El secreto se encuentra en recibir su amor, en recibir ese don celestial, porque “si recibimos su amor nos hará igualmente tiernos y bondadosos, no sólo con quienes nos agradan, sino también con los más defectuosos, errantes y pecaminosos” (DMJC, p. 65).tCuando el amor llena el corazón, fluye hacia los demás, no por los favores recibidos de ellos, sino porque el amor es el principio de la acción. El amor cambia el carácter, domina los impulsos, vence la enemistad y ennoblece los afectos (DMJC, p. 35).Hace algún tiempo le oíamos decir a alguien: “A mí no me preocupan los diez mandamientos, yo guardo los dos,” intimando que tratar de guardar los diez es legalismo, que el cristiano se rige por los dos. Y uno se pregunta, ¿qué es más fácil, guardar los diez, o guardar los dos? Y al decir guardar los dos decimos guardarlos así como Jesús los guardó, como lo ejemplificó en su propia vida. Significa amar a Dios sobre todas las cosas, ponerlo siempre en primer lugar, no tener ningún tipo de ídolos; y amar al prójimo, incluyendo a nuestros enemigos y los menos favorecidos, como a nosotros mismos. Sólo un corazón transformado por la gracia de Dios puede aspirar a amar, por lo menos en parte, como Jesús amó.Juana de Ibarbourou, una poetisa uruguaya, supo ilustrar en forma hermosa cómo actúa el cristiano cuando está movido por el amor de Dios, en relación a los menos favorecidos. El título de su poesía es La higuera.
Porque es áspera y fea porque todas sus ramas son grises,yo le tengo piedad a la higuera.En mi quinta hay cien árboles bellos: ciruelos redondos, limoneros rectos, y naranjos de brotes lustrosos.En las primaveras, todos ellos se cubren de flores en tomo a la higuera, y la pobre parece tan triste, con sus gajos torcidos que nunca ^de apretados capullos se visten.Por eso, cada vez que yo paso a su lado, digo, procurando hacer dulce y alegre mi acento: es la higuerael más bello de los árboles todos del huerto.Si ella escucha, si comprende el idioma en que hablo, ¡Qué dulzura tan honda hará nido en su alma sensible de árbol!Y tal vez, a la noche,cuando el viento abanique su copa,embriagada de gozo le cuente:¡Hoy a mí me dijeron hermosa!