08/05/2024
Parábola del destino: un retrato-recuerdo de David Jiménez Panesso (1945-2024)
Por: Carlos Aguasaco
El sábado pasado, a las cuatro de la tarde, Luz Giraldo me comunicó que David Jiménez Panesso había fallecido en Bogotá. Durante mis estudios de pregrado en la Universidad Nacional de Colombia, Luz Mary Giraldo fue mi mentora, directora de tesis de pregrado y la persona que me recomendó para mi primer trabajo profesional; David Jiménez Panesso fue mi profesor de teoría literaria y el lector anónimo de mis primeros poemas. Con Luz Mary, intercambiamos comentarios y anécdotas con David. Confieso que en ese momento no pude recordar una ocasión en la que lo hubiese visto feliz. Hoy, lunes 5 de agosto de 2024, en duermevela al levantarme he recordado las dos ocasiones en que lo vi sonreír. Como no puedo asistir a su velorio, he decidido escribir para dar mi testimonio.
Antes de que nuestros caminos se hicieran divergentes, mientras finalizaba mi primer año de literatura, Carlos Velasquez Torres llegó un día a la cafetería de Sociología con un gorra de Santa Fe y un balón de fútbol. Tomó una butaca y se sentó con nuestro grupo. En medio del humo de los ci*******os —se fumaba mucho en esa época— le pregunté si iba a entrar a clase de Teoría con David vistiendo esa gorra y con el balón en la mano. La gorra me la quito, pero el balón se sienta a mi lado —dijo con una confianza que me pareció temeraria, pero así es él—. En ese momento levanté la mirada y vi que David esperaba con sus libros en frente del aula 207. Llegó David dije y me levanté sin pensar en terminar mi café o apagar mi ci******lo. No podemos llegar tarde a clase o nos deja por fuera —agregué con mis libros ya en la mano—. Todos salimos corriendo y el lugar quedó medio vacío. Entramos al salón, David consultó su reloj de pulsera y entró en silencio. Como siempre, fue una clase brillante, un despliegue de conocimiento y una seguridad intelectual que persuadían a cualquiera que estuviera presente. Aprendíamos Sociología Literaria que no podía confundirse con la sociocrítica que luego estudiaría de la mano de Helene Pouliquen. David ya tenía un mechón blanco y unos 48 o 49 años, mantenía un libro bajo el brazo izquierdo, caminaba de un lado al otro del salón y se detenía para pensar en voz alta o responder alguna pregunta con la mano derecha casi en escuadra de noventa grados. Yo trataba de captar cada detalle, cada gesto verbal y no verbal para aprender todo lo posible. Si la pregunta era muy interesante, David dejaba el libro en el escritorio y se llevaba las dos manos al cinturón por la abertura de su chaqueta de paño, guardaba silencio —a veces hasta un minuto que parecía eterno—, la mirada perdida en un punto alto y distante, la mente en algún lugar de la memoria repasaba páginas leídas en otras lenguas y al fin respondía: Pound [Ezra Pound obviamente] lo dice mejor y seguía la cita que no recuerdo —que escojo no recordar porque cada persona que lo conoció tiene su propia cita—.
Era jueves, como los días en que Cesar Vallejo se dedicaba a prosar versos. Juernes dirían los beodos de la carrera de literatura que después de clases dedicaban la tarde a tomar cerveza. Al medio día, después de la clase, salimos al césped enfrente del edificio y algunos comenzaron a patear el balón. Un rato después se había formado un grupo de unas doce personas entre los que pateaban el balón y los que los observaban desde el pequeño cenicero de tres bancas esculpidas en el césped al costado del campo. No recuerdo de quién fue la idea, pero se armó un “picadito” y alumnos de todos los semestres armaron dos equipos y nos dispusimos a jugar. Mi mochila sirvió para hacer uno de los arcos y eso me obligó a estar en ese equipo. Cuando ya casi estábamos listos para jugar, pasó David por un sendero al costado. No sé si fue en broma, pero alguien le tiro el balón y él, sin soltar los libros, cuando sintió que lo iba a golpear, reaccionó de forma sorprendente, levantó el talón izquierdo, giró sobre ese pie y con el derecho detuvo la pelota con la parte interna de la rodilla, la dejó elevarse en el aire y la golpeó al caer sin dejarla tocar el piso. ¿Por qué no juega con nosotros profesor? —Dijo alguna voz, que no fue la mía, que quizá fue la de Renson Said —que asistía a sus clases— o la de Juan Carlos Hernández Palencia, o la de Constanza, o la de Camilo Triana Cáceres, o Pacho, o la de Ramírez, o la de Esteban Hincapié, no sé. Una voz valiente que no fue la mía. De hecho, ese “profesor” lo impone mi memoria porque soy muy formal. No sé qué fue lo que lo persuadió, pienso —y en eso la memoria es generosa y corrige recuerdos— que John Galán Casanova estaba de visita y eso lo animó. De la misma manera en que Selnich Vivas Hurtado era el alumno más brillante de la época, John tenía un estatus de leyenda urbana por un premio nacional de poesía joven —que era importante— pero más por ser un alumno favorecido por David. También estaba por ahí Patricia Trujillo, respetada y admirada por todos. Todos ellos ya sabían algo, yo solo quería ser y me costaba seguirles el discurso. Todavía ni siquiera sabía pronunciar “mademoiselle” y eso provocaba risas y burlas entre los que no me perdonaban atreverme a decir que quería ser poeta.
David entró a la cancha improvisada, una compañera —creo que fue Martha Maya— le sostuvo su chaqueta y otra tomó sus libros. Los jugadores se multiplicaron y se formaron dos equipos enormes. Tuvimos que distanciar y ampliar los arcos para hacer posible el juego. La noticia voló en una época anterior a las redes sociales en las que cada minuto de llamada por celular costaba lo equivalente a un dólar y mi familia —por esos días— vivía con 5 dólares al día. Había en la cancha personas varias regiones del país, Alberto Bayer Ramirez venía del llano, había costeños, había paisas, gente del valle, e incluso del Amazonas. Jóvenes de todos los sectores económicos de la sociedad, desde exalumnos de Liceo Francés, el Refous hasta el INEM de Kennedy. Entre el público estaban Catalina Rey-Sánchez, Olga Naranjo, Lucila, Jineth Ardila Ariza, Daniela Velásquez, Sandra Garzón, Fabián Augusto Gómez Bohórquez y muchas más personas que se me confunden en este carrusel de la memoria.
El juego fue intenso con goles de parte y parte. Con orgullo debo decir que algunas compañeras que entraron al juego lo hacían mejor que yo —obvio, no me enorgullezco de mi mediocridad como deportista sino de ese grupo que desde el siglo pasado ya había dejado atrás muchas de las taras de la sociedad que imponía normas de “genero”. En mi caso, por lo menos Constanza y Regina María Gutiérrez B jugaban mucho mejor que yo y lo demostraron ese día. Mi equipo ganaba 4 a 3 y después de un gol de empate me pidieron que ayudara en la defensa. Alguien anunció que el quinto gol definía qué equipo ganaba. David jugaba en el equipo contrario y había sorprendido por algunos toques de juego corto estilo Valderrama que impresionaban porque venían de alguien que jugaba con mocasines y camisa de cuello y manga larga. Después del empate de su equipo me puse en el centro a unos diez metros de David. Carlos Velásquez que tapaba en nuestro equipo con su gorra de Santa Fe sacó fuerte al fondo. Hubo un amague de gol, nuestro equipo atacaba sin piedad y Oliver Elder, arquero en el equipo de David se lucía una y otra vez. Carlos Soler y Pacho eran sus defensas y en ocasiones lograban tirar la pelota el centro donde David la tocaba a un costado para que atacara alguien más. Yo me cruzaba con la cabeza o el hombro y le impedía el pase levantado. Mi misión era tocar la pelota y enviarla lo más lejos posible. Los demás se encargarían del resto. Renson Said jugaba con sus gafas puestas y en un par de ocasiones hizo temblar a la tribuna pues obligaba a Óliver a lanzarse en busca de la pelota después de uno de sus golpes de cabeza. Creo que fue él o el paisa el que gritó, el equipo que pierda gasta una cerveza. Esa declaración transformó la intensidad del juego, Velásquez sacó y le pasó la bola a Ramírez, él avanzó unos cinco pasos, se regresó y me la tocó, no supe qué hacer y se la devolví al arquero que la pasó al Llanero que jugaba sin zapatos por el otro costado, el llanero se la pasó al Paisa que se entretuvo con ella y se fue al costado izquierdo, se giró como un lápiz dibujando un punto y la cambió de costado para Camilo Triana que la bajó con el pecho para sorpresa de todos, Carlos Soler trató de desarmar el ataque pero Camilo vio un espacio y se la pasó a Ramírez que la centró para que Esteban la golpeara, Óliver apuñeteó el balón y volvió a ganarla Ramírez que la abrió para que el Llanero rematara de frente al arco y el golpe fue seco, con el borde izquierdo, el balón hizo una parábola hacia la derecha y nuestro equipo comenzó a celebrar el gol que parecía inminente. No sé bien qué sucedió. No hubo gol y en la memoria, la siguiente imagen me muestra a Óliver con la pelota en las manos listo para ponerla en juego. Es posible que mienta si digo que vi jugar a Bellaluz Gutierrez, pero ella estaba ahí y recuerdo su larga cabellera en el campo, también estaba su amiga Adelaida. En todo caso, todas las mujeres dentro y fuera de la cancha jugaban en el equipo de David. Después de un saque enredado Pacho o Soler o Iván, o el mismo John Galán le pasaron la pelota a David que se la tocó a Constanza, ella dejó en el camino al Llanero y se la devolvió a David dos metros más adelante, él la tocó a Regina que esquivó a Ramírez y la centró elevada en ese momento apareció Bellaluz o Pacho o John Galán Casanova que la bajó a los pies de David que por primera vez decidió atacar solo, avanzó en mi dirección y alcancé a escuchar a Velásquez gritar —Túmbelo Aguasaco, no se deje pasar— pero ya era tarde, David tocó la pelota en corto, amagó por la izquierda, yo estiré la pierna para detenerlo y él tocó la pelota hacia el centro y me hizo un túnel, me caí del esfuerzo y pude ver en cámara lenta cómo se había auto habilitado y avanzó con un brinco sobre mi pierna izquierda, tomó la bola y quedó de frente al arco de Carlos Velásquez. No me fijé más en sus pies, desde el suelo vi el perfil un hombre que antes de cumplir los cincuenta años había viajado por el mundo, había escrito libros, había inspirado a muchos de sus alumnos, había roto corazones sin darse cuenta, había conocido una forma de la soledad que luego reflejaría en su poema “Calipso”, pero en ese momento era otro, algo le iluminaba el rostro y lo vi sonreír de forma diáfana y sincera, suspendida en un silencio largo y tranquilo, con el sol en la cara, con las arrugas invertidas y el bigote desordenado, con una gota de sudor que le bajaba por la sien y sus gafas de oro.
Lo demás es historia, yo pagué dos cervezas con una corcholata que mi mamá me había traído del restaurante en que trabajaba. Era la época de la guerra de las cervezas y la Cerveza Leona daba muchos premios, mi madre recogía las que le sobraban y me las pasaba para que pudiera salir con mis amigos. Recuerdo a David tomando una Club Colombia, sentado en una butaca en la calle con todo el grupo. Habló de su tiempo en Nueva York y de su relación con la música Salsa a la que había sido expuesto porque su apartamento no tenía aire acondicionado y tenía que mantener las ventanas abiertas, vivía cerca de un parque donde se tocaba música al aire libre. Muy respetuoso, terminó su cerveza y se fue.
La segunda ocasión en la que lo vi sonreír sucedió años después. Yo caminaba por la Carrera Séptima hacia el Planetario Distrital para ver una exhibición en la que había una obra de Eduard Moreno Sanchez y otra de Jairo Eutimio Parra Espitia. Tenía una cita con William Orlando Beltrán Carrillo para ver y discutir la exposición en la que él no participaba. Caminaba de sur a norte y vi a David parado en el andén con una chaqueta de paño oscura. Pensé en saludarlo, pero noté que estaba acompañado. Estaba con una mujer que luego reconocí como una de las compañeras de semestres anteriores. Para esa época ya no era su alumna. Estaban tomados de la mano y parecía que esperaban un taxi. Ella lo miró con una ilusión que me obligó a guardar distancia y él la miró a los ojos y sonrió con una alegría que parecía sanar muchas heridas. Tomé distancia y respeté su intimidad, como trato de respetarla hoy al no revelar su nombre. Llegué a mi encuentro con William que me saludó con un ci******lo en la boca y me dijo: Hermano acabo de cruzarme con su profesor David Jiménez… Yo encendí un ci******lo y me senté en las escalinatas del planetario a conversar con William sobre lo que significaba “el destino”.
Carlos Aguasaco
Nueva York, Agosto 5 de 2024
The Americas Poetry Festival of New York
Artepoética Press Inc.