12/17/2025
Mi nombre es Lucas Ramírez, tengo 20 años y estudio Economía en una universidad de Santiago de Chile.
Mi vida era bastante normal: clases, turnos de medio tiempo en una cafetería y partidos de básquet con mis amigos los fines de semana.
Hasta que la conocí: la señora Clara Villalobos.
Tenía 60 años, había sido la dueña de una reconocida cadena de restaurantes llamada Villalobos Gourmet Group y ahora estaba retirada.
Era elegante, reservada… e inalcanzable.
Nos conocimos en una gala benéfica organizada por el club universitario.
Llevaba un vestido gris plateado, su cabello recogido con precisión, su porte era majestuoso, pero sus ojos reflejaban una tristeza profunda.
—¿Cree usted en el karma, joven? —me preguntó esa noche.
Jamás imaginé que esa simple pregunta cambiaría el rumbo de mi vida.
A pesar de los cuarenta años que nos separaban, nos hicimos cercanos con rapidez.
Clara hablaba de soledad, de un marido que había perdido joven, de una casa enorme donde solo quedaba el eco del silencio.
Me cautivó su sabiduría y esa fragilidad escondida tras su fortaleza.
Tres meses después, en el patio de su antiguo restaurante, bajo la lluvia, me arrodillé y le dije:
—No me importa la edad, solo sé que quiero estar contigo.—
Una boda que escandalizó a todos
Mis padres pensaron que había perdido la razón.
Mi madre lloró, mi padre gritó:
—¡Está loca! ¡Podría ser tu madre!—
Mis amigos decían que lo hacía por dinero, pero yo sabía la verdad: la amaba.
Nos casamos en su mansión de Valparaíso, en una ceremonia pequeña.
Esa noche, mientras la lluvia golpeaba los ventanales, ella salió del baño con un camisón de seda marfil.
En sus manos llevaba tres carpetas —escrituras de propiedades— y las llaves de un Porsche nuevo.
Se sentó frente a mí y, con voz tranquila, me dijo:
—Lucas, no me casé contigo solo para tener compañía. Necesitaba encontrar un heredero.—
Me quedé helado.
—¿Qué estás diciendo?—
Su mirada no tembló:
—Mi fortuna, valuada en millones, terminará en manos de parientes codiciosos si no hago algo. Quiero que todo sea tuyo, pero con una condición.—
El silencio se hizo denso.
—¿Qué condición?— susurré.
Ella respiró profundo antes de responder, y esas palabras marcaron el inicio de todo.
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