05/06/2024
Ellos estuvieron allí.
Ni yo mismo, que sin querer fui testigo, lo quiero creer.
Dicen que todo comenzó el día 4 de noviembre de 1963, cuando el inigualable Luis Alberto del Paraná cantó, con Los Paraguayos, cuatro canciones y el público los ovacionó durante media hora en la Royal Variety Perfomance, en el Prince of Wales Theatre de Londres, Inglaterra. Aquel día en el que actuaron compartiendo escenario con los más grandes entre los grandes músicos de todo el mundo en una función de beneficencia y ante la presencia de la reina madre Elizabeth y de la princesa Margarita, que iban acompañadas por lord Snowdon.
Fue entonces, al parecer, cuando se conocieron, según tengo entendido.
Aunque hay un antecedente más lejano, del cual suele hablar Alberto de Luque, el Archiduque, sobre la curiosidad que despertaba en ellos nuestro país, y sobre todo nuestra música.
Después, Reinaldo Meza les enseñó a entonar en castellano Bésame mucho, de la mexicana Consuelito Vásquez, y el mismo Luis Alberto hizo lo propio con Recuerdos de Ypacaraí, de Demetrio Ortiz, con letra de Zulema de Mirkin.
Cuentan que lagrimeaban cuando se ponían a ensayar las famosas estrofas:
«Una noche tibia nos conocimos
junto al lago azul de Ypacaraí
Tu cantabas triste por el camino
viejas melodías en guaraní...»
Y que prometieron conocer alguna vez la ciudad y el lugar que inspiraron tan hermosa melodía.
Yo estaba cursando el primer curso en el colegio de Ña Carlota, o sea, el colegio Doctor Ignacio A. Pane, cuando los alumnos del tercero organizaron un cóctel bailable con elección de reina, para lo cual nos representaba Bella Margarita Richer. La fiesta se realizó una tarde de invierno. Estaba bastante concurrida. Como tampoco había otra cosa que hacer... Mucho baile de moda, el twist, por ejemplo, o cancioncillas de la onda de Leo Dan o Palito Ortega, artistas argentinos de mucha difusión por las radios capitalinas de esos años.
Pero si bien no me creo el detective tacuaraleño Juancito Beretta, que lo descubre todo, con paciencia, tarde o temprano, enseguida sospeché en aquella ocasión que algo extraño se estaba tramando por la presencia de gente que no era conocida en el pueblo.
Hablaban en idioma extranjero, en inglés, aparentemente; no estaba seguro, pues no se podía escuchar bien debido a que la orquesta, el Grupo 15, estaba tocando a todo volumen, de un modo ensordecedor. Vi que traían unos enormes equipos, que nosotros al menos no habíamos visto nunca antes por estos lares.
«Bueno, seguramente son descendientes de alemanes que han venido de Altos o de San Bernardino», pensé, «y estarán colaborando porque muchas compañeras son de aquellas ciudades cercanas». Eran rubios, grandotes y con caras coloradas. Algunos con aire de custodios.
Pero las idas y venidas de don Chiquito Schwarz, que estaba como loco, me dejaron en estado de alerta: «algo se estaba cocinando». Observé a Humberto Rubín y su socio comercial, Teófilo Escobar, todos como atacados por un nerviosismo galopante, a medida que se sucedían los minutos.
En fin. Seguimos todos con lo nuestro. Las chicas y los muchachos, al menos los que pudieron conseguir parejas, dale que dale con el ritmo de los hit de moda, y algunos solitarios, como yo, con un poco de cerveza en la mano, tratando de dilucidar lo que estaba pasando, que no era nada normal.
No, no era nada normal. Hasta vi al paí Bolaños, que no solía frecuentar este tipo de reuniones, a menos que fueran pro- iglesia.
Y la llegada intempestiva de nuestros célebres técnicos de sonidos locales Buby Goetz y don Berdejo, como si se tratara de un refuerzo de cierta cuestión, hizo que sospechara más que algo aparentemente se estaba gestando delante de nuestras narices y pretendiendo que no nos diéramos cuenta.
A eso de las cinco, cuando el sol de la tarde caía sobre el bullanguero domingo fresquito de Tacuaral, se prendieron, como de costumbre, las luces del alumbrado eléctrico de la usina. No recuerdo cuál de los históricos animadores fue el que tomó el micrófono y pidió un momento de atención a los concurrentes, porque «les iba presentar una sorpresa de la que no se iban a olvidar jamás en su vida».
Todos quedaron anonadados por tan brusca interrupción; incluso algunos protestaron y abuchearon, pero se callaron cuando entraron de repente cuatro muchachos jóvenes, con instrumentos en las manos, guitarras y bajo. Sin mediar palabra, los enchufaron a los bafles, que rechiflaron un poco, pero al poco rato al parecer todo estaba en orden, equilibrado, como para tocar la música. Estaban trajeados impecablemente, y algo nos hizo recordar la cara de cada uno de ellos, sobre todo el peinado, pelo largo con flequillo. Uno de ellos, narigón, bromista y sonriente, se sentó detrás de la batería.
Enseguida sonó Help. Después, sin parar casi, Twist and shout, y Can’t buy me love, y Please, please me, y Yellow submarine, y Ticket to ride, y Lady Madonna, y Don’t let me down, y I saw her standing there, y A litle help from my Friends, y Yesterday, y Obladi, Oblada, y Birthday para terminar, ante nuestros ojos estupefactos, que no querían aceptar lo que estábamos viendo y escuchando, como final con los himnos de Cerro Porteño y Olimpia, y una versión absolutamente histórica de Recuerdos de Ypacaraí que nos hizo llorar a mares.
–Son ellos –dijo uno de nuestro curso.
–No, son simples imitadores –respondió otro.
Lo cierto es que como llegaron se fueron, con absoluto misterio y discreción, como fantasmas. Se escabulleron hasta siempre. Dicen que compraron, pagando en libras esterlinas, chipas argolla, naranjas y butifarras en la parada obligatoria, frente al bar Martínez. En medio de la cancha del 24 de Mayo estaban esperándolos en marcha las hélices trepidantes de un helicóptero que los llevó directo al aeropuerto. Nadie dijo jamás ni una sola palabra de lo acontecido por temor al ridículo y a pasar por loco y fantasioso.
Nadie. Hasta ayer, que me encontré, en el centro, con un primo de Trinidad que trabaja en Migraciones. Me llevó sigilosamente a un bar a tomar un café y, como quien no quiere la cosa, sacó lentamente de un portafolio unos papeles amarillentos de los años sesenta clasificados como de «Extrema confidencialidad».
Entonces me mostró, ahí escrito, y con firma, que los ciudadanos ingleses John Lennon, Paul Mc Cartney, George Harrinson y Ringo Starr entraron aquel día a Paraguay.
Y cumplieron su promesa de conocer la ciudad del lago y tocar la canción que le da nombre. Misteriosa Tacuaral.
Relato de Juan Pastoriza Centurión.
Cortesía de EL CAFETERO