24/11/2024
EL POLVO DE LA CULPA
Por Pablo Nicoli Segura.
La ciudad, reseca y polvorienta, parecía cubrirlo todo con su manto gris. La familia Gutiérrez había decidido abrir su puerta y su corazón a Mateo, un joven que hasta entonces vivía entre las calles y los olvidos. Lo habían encontrado una tarde de lluvia, acurrucado bajo un puente, con la mirada perdida y el estómago vacío. Lo llevaron a casa, le ofrecieron un techo y un plato de comida, y poco a poco se acostumbraron a su presencia.
Mateo, agradecido más allá de las palabras, demostró su gratitud con actos. Desde el primer amanecer, antes de que nadie despertara, tomaba un balde, un trapo y una escoba y empezaba a limpiar. El polvo parecía eterno en aquella ciudad, arrastrado por el viento como un visitante indeseado. Sin que nadie notara su trabajo, Mateo mantenía la casa limpia.
Pero, había una complicación: los tres cachorros que la familia había adoptado recientemente, sumado al gato de siempre, eran juguetones, adorables... y también desastrosos. Sus huellas embarradas, pelos y rastros de travesuras aparecían en cada rincón de la casa. Mateo se dedicaba a borrar esos rastros, día tras día, con una paciencia infinita. Pero su esfuerzo no era evidente; los miembros de la familia asumían que la limpieza simplemente sucedía, como por arte de magia.
Sin embargo, en su rutina diaria de limpieza, Mateo a menudo se quedaba sin tiempo para atender su propio cuarto. Su espacio era pequeño y modesto, pero cada vez más desordenado. Los días se sucedían rápidamente, y la familia empezó a fijarse en el contraste: mientras la casa lucía impecable, la habitación de Mateo se veía descuidada.
Un día, tras una discusión entre ellos, la madre de la familia expresó lo que todos pensaban en silencio. “Es un buen chico, pero parece que no valora lo que tiene. Mira cómo tiene su cuarto. Nosotros lo ayudamos, y no se esfuerza por mantener su propio espacio.”
Las quejas se acumularon hasta que un día decidieron hablar con él. Mateo, sin comprender del todo, intentó explicar, pero las palabras cayeron en oídos sordos. La familia asumió que no era excusa suficiente. Con pesar, le pidieron que se fuera.
Mateo no protestó. Empacó sus pocas pertenencias y dejó la casa con la misma humildad con la que había llegado, agradeciéndoles por lo que le habían dado.
Pasaron las semanas, y la casa comenzó a transformarse. El polvo volvía a acumularse, las huellas de los perros quedaban más visibles, y los rincones que solían brillar ahora lucían apagados. Fue entonces cuando la madre notó algo: nadie limpiaba. Las tareas que daban por sentado habían desaparecido con Mateo.
“Él era quien hacía todo esto…” murmuró con pesar.
Un día, la madre reunió a la familia. “Cometimos un error. Mateo nos dio más de lo que supimos ver. Tenemos que buscarlo.”
Lo buscaron en calles, plazas y albergues, pero no lo encontraron. Algunos decían que había partido a otra ciudad con su puente. Pero Mateo parecía haberse desvanecido como el polvo que solía barrer cada mañana.
La familia, con el tiempo, aprendió que los actos más valiosos son a menudo los que pasan desapercibidos. Sin Mateo, la casa volvió a llenarse de polvo, pero también de un vacío más difícil de limpiar: el de la culpa y el arrepentimiento.