26/08/2023
RECOMENDADO PARA ESTE FIN DE SEMANA.
N, de Nancy
Adquiéralo en Tienda Literato. Metrocentro. Módulo C-34
Hispamer Central. Costado Este de la UCA, Managua,
anamá Ediciones, Residencial el Dorado casa 187
Y anamá Librería. En el Aeropuerto Internacional de Managua Augusto C. Sandino, planta baja, contiguo al BAC.
Compartimos un breve fragmento del segundo capítulo.
Capítulo 2
Iba deambulando por los senderos del Oriental, esquivando charcos de lodo y haces de luz, que se filtraban por el techo deslumbrándola.
Así, con los ojos heridos, avanzaba por los pasadizos, ajena a las sensaciones de aquel mundo delirante. Un v***r agrio, suspendido en el ambiente, molestaba a las mujeres que gritaban por doquier:
–A ver muñeca, ¿qué vas a querer amor?, ¿pintura de labios?, a
cinco las toallas, corazón...
Y luego, impacientes, se abanicaban.
Era un mes intenso, de vientos calientes y lluvias que, de súbito, arreciaban. Nancy avanzaba como a tientas, indiferente a los carretoneros que le gritaban que se apartara. Le parecía tan distante lo que ocurría alrededor, que no se percataba de los asaltos, ni de los escándalos que se armaban. A los curiosos, les encantaba acercarse a las víctimas: una mujer llorosa o un hombre enfurecido por el atropello que acababan de sufrir, como si ese tipo de escenas nunca los aburriera.
Nancy se alejó del tumulto, apretándose las sienes. Detestaba aquel ambiente, pero también era su hogar, la muchedumbre en la que se perdía para huir, para escapar de su olor entre las basuras fermentadas. “Ya no quiero seguir en esto”, se decía, pero no lograba entrever una salida, un rayo en la oscuridad que le brindara esperanza.
Por las mañanas, le tomaba un tiempo despertar. Aguardaba un rato en la cama atenta al compás de esos latidos que, por momentos, se desbocaban. Después, se incorporaba con dificultad, arrastrando un cuerpo que ya no le parecía suyo, como si fuese una extraña y pesada carga.
No entendía que a Doris le importara tanto su oficio, como para sostener tercamente que era una fuente digna de ganancias.
Ella, en cambio, consideraba terrible que cuerpos desconocidos invadieran el suyo, que tuviese que aceptarlo como algo natural y además ponerle un precio a su desgracia.
–Se pide más sin el brasier, le insistía su amiga, afanada como siempre en adiestrarla.
Ella se palpaba los pechos, que asomaban apenas sobre sus costillas, y recordaba las ubres que colgaban rojizas de las carnicerías por las mañanas.
Luego, examinaba los huesos de sus rodillas y esa piel tan seca bajo sus faldas.
–Me da asco que me toquen, le confesaba a su amiga, pero aquella negaba con la cabeza al increparla:
–Si te pagan lo que pedís, ¿qué te importa lo que agarran?
–No es por eso.
–¿Y entonces por qué?
–Por el olor.
–¿Qué olor?
El olor de mi papa cuando se acercaba.
Molestos por su apatía los clientes aburrían a Doris con sus quejas.
–“Esa chavala no responde, le decían, se queda tilinte como un cadáver”.
–“Tengan paciencia, les respondía ella, con el tiempo todas cambian”.
Pero luego, al verla tan abatida, se ponía nerviosa y le ordenaba:
–¡Puesta sobre el macho, tenés que jinetearlo!
–No puedo.
–¡Dios te lo dio en medio para tu remedio!
Ella la miraba de reojo y apartaba el rostro, avergonzada.
A la mañana siguiente, Nancy faltó a la peluquería y Doris ocupó el descanso del mediodía para ir a averiguar qué le pasaba. Le rogó a una clienta que la esperara bajo la secadora y corrió por los callejones del mercado hasta el cuartucho que alquilaban. Allí la encontró acostada en su camastro, con el cuerpo en posición fetal y la cabeza embozada. Le apartó la sábana del rostro y al sentirla tan caliente, fue a conseguir hielo entre los vecinos para refrescarla.
–Te bajaré la calentura, le dijo al volver, colocándole un paño frío sobre la cara.
Después de cambiárselo varias veces, regresó a su trabajo, pero al anochecer, la encontró tiritando nuevamente bajo las sábanas.
Entonces reanudó su ceremonia de compresas con toda paciencia, enjuagándolas una y otra vez, al tiempo que susurraba:
–La Margarita “Pellejo” y la “Negra Cabuya”, salieron de pobres con esta labor.
Cuando la fiebre empezó a bajar, la peluquera se animó.
–Bueno, corazón, dijo entonces, ¿Cómo es que la gente nos llama?
Nancy la miraba sin entender.
–Ahora verás, anunció su amiga, sacando del bolso un diccionario, y buscando rápidamente entre sus páginas.
–Aquí está como nos dicen: Putas, mujerzuelas, zorras, playos, mujeres públicas, mundanas, pecadoras, galantes, perdidas, de infantería, de mala nota, del oficio, de la noche, del talón, de la esquina, de la calle, de la vida, de la mala vida, del mal vivir, de la vida airada, de la vida alegre, callejeras, golfas, huilas, taconeras, cuzcas, descocadas...
Hizo un alto para tomar aire y continuó:
–Aventureras, arrabaleras, ficheras, peladas, cabareteras, masajistas, viciosas, gatas, pecadoras, coimas, perdidas, ninfas, pupilas, damiselas, rameras, meretrices, hetairas, perras, viejas locas,
pirujas y por último, cortesanas, ¿qué te parece?
Nancy la escuchaba confundida.
–¿Para qué nos inventaron tantos nombres?, suspiró, ¿no ves que hacemos falta muchacha?
A la mañana siguiente, Nancy partió al salón con la blusa tubo que su amiga le prestaba. Se la había acomodado a manera de falda, pero su cuerpo no tenía curvas que sugerir, sino unas caderas estrechas y un vientre que, en vez de sobresalir, se le ahuecaba. “A los hombres les encantan estas botas”, le había insistido Doris al regalarle el par que llevaba puestas y que al poco andar la torturaban.
Se detuvo un momento y forcejeó, tratando de quitárselas.
–¿Qué andás buscando, amorcito?, le preguntó una vendedora, pero un rugido del cielo la enmudeció. La tormenta se extendió rápidamente por los pasillos, empapando los puestos de ropa usada.
Torrentes de basura se deslizaban por las cunetas, impidiéndole a la gente avanzar. ¡Lotería!, ¡Lotería!, gritaba en su puesto la Bertilda, con voz que sonaba bajo la lluvia como la ronca cadencia de un croar. Después, el temporal amainó, las mujeres estrujaron las prendas y secaron de prisa sus cabellos. El mercado se sacudía entero y el comercio regresaba velozmente a la normalidad. Desorientada, Nancy descubrió que unos niños se burlaban de ella y en un gesto nervioso se echó a llorar.
Doris la vio entrar en el salón descalza y con el maquillaje desparramado por las lágrimas. Detrás de ella venía la Bertilda, caminando rápidamente y con expresión desconcertada. Sin inmutarse, la mujer dio unos toques al peinado de la clienta que atendía, fue a palpar el cabello de otra y se acercó al baño, donde Nancy sollozaba.
–Controlá tus emociones, le dijo, tendiéndole unos pañuelos de papel y un pote de crema para la cara.
Nancy abrió el frasco y comenzó a limpiarse, mientras Doris se aproximaba a la anciana:
–¿Qué le pasó a ésta?, le consultó al oído.
–Quién sabe…
Ambas atisbaron a la niña y decidieron fingir que la ignoraban.
Todos en el mercado conocían a la Bertilda, vestida siempre de harapos, a pesar de los rumores de una plata bien guardada. A diario, visitaba los tramos ofreciendo loterías, con un viejo sombrero de paja sobre su cabellera enmarañada. Nadie se explicaba el vigor de aquella anciana, que recorría los pasillos a paso firme, con los aires desafiantes de una dama. Era proverbial su discurso entre los comerciantes del mercado y su ánimo adolescente para irse de parranda. Los galleros le envidiaban su suerte para las apuestas y, aunque algunos la acusaban de estafadora, la mayoría de ellos la respetaba. Los gallos de la Bertilda despaturraban al enemigo misteriosamentey, al momento del sangriento desenlace, cuando un ¡ahhhhh! estremecido recorría el auditorio, los hombres la veían arrodillarse, bajar la cabeza y juntar muy devota las palmas. Se preguntaban, a menudo, qué santos la protegerían, pero la anciana invocaba en silencio a otros dioses, en imaginarios rituales de sacrificio y magia.
Por las tardes, a la hora en que el tránsito decaía, la Bertilda merodeaba por los bares del mercado, donde el día y la noche se fundían en un ambiente de niebla alcoholizada. Allí, pasaba las horas sin beber, dedicada tan sólo a fisgonear a los clientes que se emborrachaban. No alcanzaban los hombres a darse cuenta de su proximidad, cuando ya la tenían enfrente, ofreciéndoles el billete completo, por si los negocios fracasaban. Algunos se resistían a sus ofertas, pero la mayoría terminaba accediendo, derrotados como siempre por su l***a.
Las vivanderas apreciaban a la Bertilda y le encubrían con agrado sus variadas artimañas.
–“Es una bruja, protestaban ellos”.
–“Qué va a ser, ripostaban ellas, ustedes le compran porque les da la gana”.
Conocida también como partera de generaciones, la Bertilda acostumbraba a sacar de apuro a mujeres de toda edad, que enfrentaban las mismas circunstancias desesperadas. Desde que tenían memoria, las comerciantes escuchaban historias de aquella comadrona que atendía los partos más difíciles, cuando la criatura se presentaba de nalgas o el sufrimiento las agobiaba. Incluso las condenadas por septicemia preferían acudir a morirse a su lado, porque a diferencia del descuido que sufrían en los hospitales, la anciana las recibía amorosamente, las amodorraba a punta de brebajes y las despedía con canciones de cuna hasta que las pobres expiraban.
Pionera del comercio capitalino, la Bertilda deambulaba desde hacía tanto tiempo en el Oriental, que a nadie se le ocurría que algún día les faltara. Sus gritos formaban parte de la rutina, al igual que sus ropas de espantapájaros y sus ruidosas carcajadas.
Nadie tenía la menor idea de su edad, porque, si alguna de sus colegas se atrevía a interrogarla, la mujer les lanzaba de inmediato su amenaza:
–¡Si seguis jodiendo, voy a penarte cuando me vaya!
Era una experta en contagiar a las comerciantes su ánimo positivo, a excepción de esas colegas que llegaban al trabajo con moretones en los brazos o señales de golpizas en la cara. No alcanzaban las mujeres a entrar en su puesto, cuando ya tenían a la Bertilda encima, escudriñándoles el maquillaje y confrontando sus mentiras con los brazos en jarra:
–¡Si te gusta comer mi**da, será porque sos chancha!
Nada le molestaba más que las tonteras que se inventaban esas mujeres para proteger a sus maltratadores, por lo cual no vacilaba en perseguir a la susodicha por los pasillos, gesticulando con aire burlón, a la vez que la imitaba:
–“Fijate Bertildita, que me golpeé con una rama”.
Luego pasaba semanas sin hablarle a su colega, como parte de la conspiración, para que el grupo de vecinas le retirara la palabra.
Le parecía inadmisible someterse dócilmente a la violencia, por lo cual persuadía a sus colegas para que todas, a un mismo tiempo, la ignoraran. Ese sistema le resultaba de lo más efectivo, pues ninguna de las mercaderas, por terca que fuese, aceptaba fácilmente una ley del hielo generalizada. Para ellas, el chisme constituía uno de los mayores atractivos del mercado y una fuente importante de noticias, cuando las otras fallaban. Por medio del abundante cotorreo, se enteraban cada día de los romances e infidelidades, de las quiebras comerciales o las muertes inesperadas.
Con medidas de esa índole, la Bertilda llegó a formar la “Hermandad de Mujeres contra el Agravio”, una especie de cofradía integrada por matronas de singular carácter que ella misma seleccionaba con ojo crítico, para después de un tiempo, acercarse a reclutarlas.
Corpulentas y risueñas, las fundadoras de la hermandad compartían la misión de persuadir a las colegas que se resistían a abandonar a sus maridos, a pesar de la grosería con que aquellos las trataban.
Más allá de las reservas que algunas tenían de exponer en público sus problemas, un número creciente de mujeres acudía regularmente a las sesiones de la hermandad, porque allí escuchaban historias tan similares a las suyas, que las hacía sentirse menos solas en su desgracia.
–“Yo ya cargué esa cruz y ahora te toca a vos aguantarla”, contaban las mujeres que sus madres les recomendaban.
Cuando la Bertilda escuchaba esos argumentos, se levantaba hecha una furia y con el índice en ristre les ripostaba:
–¡Si a ellas no les importa que las maten, que no vengan después a lamentarlas!
Aquellas reuniones, terminaron por volverse populares entre las vivanderas, no sólo por los testimonios que allí se compartían, sino por el consuelo que entre todas se brindaban. La misma Bertilda había contado su historia en cierta ocasión, con lágrimas mal escondidas por la humedad de sus cataratas. De pie frente a sus compañeras, había decidido revelarles, a manera de ejemplo, que aún no había cumplido los quince, cuando el hombre de sus sueños la desgraciara.
Las mujeres escucharon asombradas, cuando la anciana relató que había crecido alejada sus padres y bajo el cuidado de unas tías tan obsesivas, que siempre la vestían de blanco para mantenerla recatada. “Sólo les interesaba mi virtud”, confesó, razón por la cual había llegado a la adolescencia sin saber cómo las jóvenes perdían su pureza o los medios por los cuales se embarazaban. Pero, aquel candor desapareció de golpe, la tarde en que un albañil se le acercó de camino hacia la iglesia y la invitó a cenar con él, en un local cercano de carne asada. A pesar de lo nerviosa que se sentía, había aceptado y luego de comer juntos, permitió que la llevara a un parque capitalino y comenzara a besuquearla.
A partir de entonces, empezaron a verse los sábados, al salir de la iglesia, y ya no había misa que apartara a ese hombre de su mente ni rezo alguno que le quitara las ansias. Así comenzó el primer y único romance de su vida, que tuvo un triste y rápido final, la tarde en que lo descubrió en el mismo parque de sus citas, besando apasionadamente a una de sus amigas más cercanas.
La Bertilda confesó que primero se quiso morir, pero que, después de unos días, decidió que las cosas no iban a quedarse así y dando rienda suelta a su indignación, le pidió a un primo suyo que fueran a pasearse de la mano, al mismo lugar donde aquellos se encontraban. Al verla junto al muchacho, el albañil se había puesto pálido y ella descubrió, por primera vez, el tormentoso placer de la venganza. Luego, se encerró durante varias semanas en su casa, tratando de ahuyentar la amargura a punta de rezos y plegarias. Y después de unos días de pesadilla, justo cuando había decidido retomar su vida y acudir a la misa vespertina, el albañil irrumpió de sorpresa en su trayecto, la arrastró hasta un predio cercano y puso fin, en un santiamén, a todos sus sueños y esperanzas.
Con la voz quebrada por el recuerdo, la Bertilda admitió que le había tomado más de un año recuperarse de la agresión y que en las horas de mayor zozobra, decidió vestir de negro para siempre, en señal de la honra mancillada. Desde entonces, se aferró a la idea del desquite, imaginando acciones de todo tipo, en las que pudiera vengarse sin represalias. Una tarde, unos conocidos le llegaron a informar sobre el paradero de aquel hombre y no dudó en acudir, esa misma noche, al bar donde le habían dicho que se encontraba. Tal como imaginó, lo encontró bebiendo con sus amigos y tratando de calmar su corazón, se le acercó con aplomo, le coqueteó abiertamente y después de compartir unos tragos con él, lo invitó a acompañarla a la cuartería donde se hospedaba. El hombre vaciló un instante, pero luego, azuzado por los amigos se levantó, en medio de las risas y los aplausos entusiastas. Una vez en la habitación, la Bertilda continuó coqueteando, lo besó apasionadamente y, cuando el hombre comenzaba a desvestirla, tomó un bate de beisbol escondido por allí y le asestó un golpe tan contundente, que lo vio caer al instante con la mandíbula fracturada.
Las mujeres lanzaron una exclamación, pero ella les aclaró de inmediato que no lo había matado en aquella ocasión, sino que el tipo se había mu**to varios años después, cuando un cuñado se desquitara a balazos con él, por un viejo pleito de faldas.
–Calmate, susurró la Bertilda acercándose a Nancy, no dejés que esos cipotes te hagan sentir ninguneada.
La niña asintió levemente y se alejó.
–A ver si te hace caso, intervino Doris, incómoda por el derroche de emociones que ella siempre controlaba.
Nancy se colocó, entonces, el delantal y fue a lavar el pelo de una marchanta, que hacía rato la esperaba. A lo largo de la mañana, se fijaba en su amiga a cada momento, para ver si todavía continuaba enojada. Para su alivio, aquella atendía a las clientas tranquilamente, peinando a una tras otra con su acostumbrada eficacia. De repente, se volvía hacia ella y le daba orientaciones, actuando como si nada pasara. Y una vez que despachó a la última comerciante, se puso a ordenar los tocadores, lamentándose en voz alta:
–¡Ay Dios!, sudar es normal y necesario, pero, ¿por qué será que estas mujeres no se bañan?
Luego, se puso a rociar desodorante ambiental por todo el salón, hasta caer rendida en una vieja butaca.
–¡Quisiera teñirme el pelo así!, suspiró de pronto, contemplando a la actriz pelirroja del afiche que colgaba en la entrada.
A Nancy le sorprendía la curiosidad de su amiga por la apariencia de los famosos, las noticias de sus romances y los detalles de sus dramas. Se pasaba horas indagando en las revistas los pormenores de sus vidas, para luego aparecerse en el mercado con insólitos atuendos, como un vestido de satén, que le encantaba ponerse con unas medias de malla.
–La moda es para la mujer como las plumas para el ave, explicaba a las clientas que la escuchaban abrumadas.
Nancy sospechaba que el talante de su amiga, le había ayudado a sobrellevar numerosas situaciones desafortunadas. Sin embargo, a pesar de las dificultades que había enfrentado, nada en ella lo delataba. En vez de amargura, su rostro tenía bien dibujadas las líneas de la risa y ni siquiera el estrabismo de un ojo parecía acomplejarla.
Las clientas se asombraban de su temple a toda prueba, como la ocasión en que dos policías llegaron a reportarle la noticia del as*****to de su hermana. Para asombro de las presentes, ella los había hecho pasar con toda amabilidad, pidiéndoles con una sonrisa que se sentaran a esperarla. Después, la vieron terminar el peinado de su clienta y marcharse con los agentes, serenamente, para ocuparse de la investigación y los asuntos de la funeraria.
–Se nota que está sufriendo, comentaban sus clientas durante la vela, por la torpeza con que Doris servía los bocadillos y el copioso sudor que la bañaba.
Después de un rato, Nancy la vio levantarse de la butaca y olfatear nuevamente a su alrededor.
–Todavía se siente el “sahino”, ¿verdad?
Ella asintió en silencio, pues sabía que el tema de la limpieza, realmente, la obsesionaba. Aquel local amanecía impoluto, sin restos del cabello cortado el día anterior y con las pinturas de uñas perfectamente ordenadas. Incluso, cuando el calor empapaba el rostro de sus clientas, Doris mantenía ante ellas una imagen impecable, con las mejillas cubiertas de polvo y la boca bien delineada.
–Es por higiene, solía decir, cuando alguna de sus amigas la piropeaba.
Las mercaderas, admiraban también los conocimientos de etiqueta que le gustaba tomar de una tal “Enciclopedia de la Mujer”, que sacaba de una gaveta en ocasiones especiales, para leerles en voz alta:
“Es impropio colocar un jarro de flores en la mesa, porque oculta a la persona que les habla”.
Impresionadas por una sapiencia tan distante de sus vidas, ellas aprobaban todo lo que Doris les dijera y, aunque algunas, para callado, la consideraran engreída, la mayoría la defendía como un alma privilegiada.
–Es de buena cuna, argumentaban con admiración, considerando que su altivez era, en realidad, una forma particular de “elegancia”.
Después de contemplar largamente el afiche, la peluquera consultó con Nancy:
–¿Cómo me quedaría ese rojo?
La niña no supo qué decirle.
Entonces, la mujer se miró con escepticismo en el espejo y dictaminó:
–Este pelo “chirizo” ya me tiene cansada.
Acto seguido, se quitó el delantal, lo colgó de una percha e invitando a la niña a marcharse juntas, la empujó suave, pero firmemente, hacia la densa noche del Oriental.
Mientras Doris convocaba a gritos con su contoneo, Nancy pensaba afligida en las horas de soledad que le esperaban. Sabía que, al llegar al cuarto, Doris partiría con el primer cliente que golpeara a la puerta y luego regresaría para marcharse de nuevo, atareada como siempre hasta el amanecer.
Entraron en la tienda de don Salomón y notaron con asombro que el anciano las ignoraba. Cruzaron el local sigilosamente, mientras el especiero continuaba distraído en calcular sus ganancias. Caminaron hacia el patio en puntillas y se metieron veloces en el cuartucho que alquilaban allí, cerrando con cuidado la puerta de tablas.
–Dios nos vengará, suspiró Doris, preocupada.
Gracias a la red de clientes que la buscaban en la trastienda, ahorraba lo suficiente para pagar la renta de la habitación y garantizarle a su única hija una educación esmerada. La criatura, vivía bajo el cuidado de una tía benevolente a la que, a veces, visitaba al amanecer, para que la niña pudiese descubrirla en el momento en que despertaba. Tenía la costumbre de bañarla con esmero, tejerle las trenzas cuidadosamente y mandarla a clases con la ropa almidonada.
La tía desconocía las actividades nocturnas de su sobrina y, creyendo que se ocupaba en labores de restaurante, educaba a la niña con el mayor esmero, bajo los principios estrictos de su mente puritana.
A cambio de semejante privilegio, Doris se resignaba a soportar los desmanes del pulpero, experto en encontrar cada noche una nueva manera de asustarlas. Poco antes de la fecha de pago, el anciano las aguardaba en la puerta de la tienda para advertirles, apenas las veía acercarse, que se acercaba un aumento de tarifa, porque “la carne se está poniendo cada día más cara”.
–¡Que lo parta un rayo!, suplicó la peluquera, apenas se alejaron de él, elevando su plegaria al cielo, por si alguien la escuchaba.
En ese instante, ocurrió lo que ambas temían. Oyeron pasos en el corredor y el viejo abrió de repente la puerta del cuarto, sin tocar:
–Oiga Dorisita, le recordó, me están debiendo la paga.
La peluquera enrojeció:
–Pues, tendrá que esperarse hasta mañana.
El hombre le echó a Nancy un vistazo y se marchó.
–¿Y por qué no insistió?, se preocupó la mujer, ¿qué será lo que le pasa?
Al poco tiempo, oyeron unos golpes en la puerta.
Ambas se miraron inquietas y Doris abrió, encontrando a un viejo cliente cara a cara.
–Salgo en un momento, suspiró aliviada.
Al cerrar, se volvió hacia Nancy con aire divertido:
–Este es el tipo al que le recuerdo a su mama.
Acto seguido, se colocó las medias, se retocó el maquillaje y aconsejó a su amiga antes de salir:
–Que no se te ocurra andar aceptando rebajas.
Al quedarse sola, Nancy sintió un miedo de garra en la garganta.
Sabía que esa noche no dormiría y que las horas se alargarían, en medio de un silencio que la atormentaba. En rápido movimiento, se levantó y se cambió de ropa, para luego salir y dirigirse, resueltamente, hacia el malecón. La noche era fresca en las orillas del lago y las mujeres se apretujaban unas contra otras, en una hilera de bancas. Algunas subían a los vehículos que se acercaban lentamente, mientras otras volvían a las aceras para retomar su
charla. Ella se ocultó detrás de un quiosco y se puso a vigilar el movimiento de sus compañeras, hasta que al fin se les acercó, imitando torpemente la forma en que caminaban.
Enfriada por la llovizna, aguardó varias horas sin conseguir clientes, pensando en el dinero que necesitaban para cancelar el alquiler, a la vez que deseaba con todo su corazón, que los conductores la ignoraran. Era tarde cuando regresó al cuartucho y se deslizó, sigilosamente, bajo la humedad de las sábanas. Al cerrar los ojos, le pareció ver la imagen de su abuela parada enfrente, con el ceño rabioso y las manos empuñadas. Por un instante, el miedo la paralizó, al no comprender si era un sueño o era cierto que allí estaba. Escuchó sobrecogida unos ladridos y el silbido del viento tras las tablas. Apretó los párpados y sintió aproximarse a su abuela en la oscuridad, con aquel olor suyo a tela gastada. Entonces, comenzó a sollozar hasta que vio, a través las rendijas, los trazos luminosos de la madrugada.
En ese instante, escuchó unos pasos y se incorporó.
La puerta se abrió de pronto y vio al anciano parado frente a ella.
–No me salieron las cuentas, lo oyó decir, ¿puede ayudarme la muchacha?
Ella tragó con dificultad:
–Es que no se sumar.
–Eso no tiene ninguna importancia.
Todavía sin comprender, siguió al anciano hacia la entrada.
–¿Quiere conocer?, le propuso él, echándole el brazo sobre la espalda.
Aquel contacto blando le hizo comprender lo que buscaba.
Sintió un vuelco en el estómago y quiso apartarse, pero el hombre la asió con fuerza y empezó a recitarle a medida que avanzaban:
–Desinfectante, anilina negra para los zapatos, roja oscura para el asunto de las tinturas, rodamina para el aliento, achiote, anís, canela, mirra de la que queman en las iglesias, hoja zen para laxante, chilla, pimienta brava...
Mientras caminaban, le acariciaba los hombros y movía una mano hacia sus faldas. Ella sudaba a mares, atormentada por la mezcla de olores que le provocaba náuseas. Estornudó, varias veces, tratando de que el anciano se detuviera, pero él continuaba tocándola.
Entonces le rogó que lo hicieran en el cuarto y él se rio, arrinconándola contra una mesa de tablas.
–Quédese tranquila mi muchachita, que el tiempo se nos acaba.