04/12/2024
LA MUJER PÁLIDA
—Mamá, ¿tú no tienes hambre? —preguntó Bruno.
—No, cariño. Come tú, yo comeré luego —respondió Alara, viendo a su hijo comer el último trozo de pan que había en casa mientras sentía el vacío del estómago revolviéndose. No recordaba la última vez que había probado bocado; lo poco que conseguían era para Bruno. En la última semana, nadie en el pueblo les había tendido una mano. Era la maldición de ser una madre soltera en un pueblo pequeño.
La casa, construida de madera, ya no contaba con paredes interiores. Alara las había ido arrancando para calentarse cuando la leña se había agotado, y no ofrecía más que una débil protección contra el invierno. La noche se había vuelto su enemiga, trayendo consigo un frío implacable, en un hogar en el que ya no quedaba nada que vender o empeñar para sacar dinero.
—Ven, Bruno. Vamos a la cama —dijo Alara, envolviendo a su hijo con todas las mantas que les quedaban y metiéndose junto a él. Sus cuerpos se acurrucaban en busca de calor; su respiración entrecortada y el temblor de sus extremidades eran lo único que llenaba el silencio.
Bruno se apretó más a su madre y cerró los ojos.
—Mamá, ¿por qué hace tanto frío? —preguntó con un tono tembloroso.
—Es solo una noche más fría de lo normal, cariño. Ya verás, mañana el sol saldrá y todo se calentará —respondió Alara, apretándolo más contra su pecho.
—¿Crees que mañana comeremos algo mejor? —preguntó Bruno, con los ojos cerrándose lentamente.
—Claro que sí, Bruno. Mañana tendremos pan fresco y sopa caliente. Y tal vez hasta un poco de miel —dijo Alara, sintiendo un n**o en la garganta mientras las mentiras piadosas se deslizaban de sus labios.
—¿De verdad, mamá? —insistió él, esbozando una pequeña sonrisa.
—Sí, de verdad, amor. Y te prometo que pronto correrás por el campo sin este frío y sin preocupaciones —respondió Alara, acariciándole el cabello.
—Me gusta eso, mamá. Correr y jugar sin frío... —dijo Bruno, mientras su voz se apagaba y el sueño lo vencía.
—Sí, mi amor. Todo estará bien —susurró Alara, aunque en su corazón sabía la verdad.
El viento gélido soplaba con fuerza, amenazando con derribar la casa. La temperatura descendía por minutos y, poco a poco, primero Bruno y luego Alara se quedaron dormidos.
De repente, un golpe en la puerta los sobresaltó. Era fuerte, pero rítmico, como si alguien esperara a ser atendido.
—¿Mamá, quién es? —preguntó Bruno, abriendo los ojos y mirándola con miedo.
—No lo sé, hijo. No te muevas —respondió Alara, levantándose con dificultad. Se acercó a la puerta y, cuando la abrió, una figura alta, envuelta en un manto negro y de piel pálida, se encontraba en el umbral. Sus ojos, oscuros y profundos, la miraban sin prisa. Llevaba una cesta que desprendía el aroma de pan fresco y frutas.
—Buenas noches, Alara —dijo la mujer con una voz tranquila.
Alara la miró, sin saber qué hacer ni qué decir. Bruno, al ver la cesta, se levantó de la cama y se acercó.
—¿Quién es usted? —preguntó Alara, con un n**o en la garganta.
—Alguien que ha venido a ayudar —respondió la mujer, entrando en la casa y depositando la cesta en la mesa. Bruno miró la comida, sus ojos llenos de asombro, y tomó un trozo de pan, devorándolo sin pensarlo.
—¿Por qué hace esto? Nadie nos ayuda... —Alara sintió las lágrimas arder en sus ojos.
—He visto cómo han luchado. Quiero ofreceros un regalo, algo más que comida y calor. Quiero llevaros JUNTOS a un lugar donde no pasaréis más hambre ni frío —dijo la mujer.
Alara notó que el ambiente se había vuelto más cálido y, por primera vez en mucho tiempo, no sentía el peso del frío en sus huesos.
—¿A dónde? —preguntó.
—A un lugar en paz —respondió la pálida mujer.
—¿Quién es usted? —inquirió Alara, sabiendo ya la respuesta.
—Creo que ya lo sabes, Alara, pero si quieres saberlos he de decirte que algunos, los que no me tienen miedo, me llaman Catrina; otros me temen y me llaman Muerte.
No hubo que decir nada más
El silencio llenó la habitación. Bruno la miró, sin entender del todo, pero confiando en su madre. Alara lo miró y supo que no había más opciones. Tomó la mano de su hijo y asintió.
—Vamos con usted.
Cuando los vecinos se acercaron a la casa al amanecer, encontraron a Alara y Bruno abrazados en la cama, inmóviles, pero con una sonrisa que parecía burlarse del mundo que los había ignorado.
Autoría:
D. Writers y A. Alonso
FIN