11/04/2024
TODAS Y TODOS SOMOS IGUALES
Por: Mtro. Diego J. Zúñiga Martínez
Maestro en Estado de Derecho
Aristóteles advirtió que cuando busca perfeccionarse, el ser humano es el mejor de los animales, pero cuando se separa de la ley y la justicia, se convierte en la peor de las criaturas porque su inteligencia y su virtud, en lugar de utilizarse para el bien suyo y de los demás, se emplean con fines perversos incluso en agravio de sus semejantes (ética nicomaquea).
La ley, como herramienta de orden social, no está siquiera cerca de la perfección, ya que como toda obra humana es susceptible de fallas, vacíos o puntos débiles. Sin embargo, las normas jurídicas de convivencia que como sociedad nos damos a nosotros mismos, son la mejor y quizá la única medida para garantizar la igualdad entre las personas y evitar los abusos de quienes ostentan el poder público.
Pues en una sociedad donde no impera la ley, lo que manda entonces es la fuerza. Esa fuerza que da el dinero, la política, el poder fáctico, la violencia, las armas u otros factores, bajo los cuales el fuerte es capaz de imponer su voluntad contra el débil, sin que este último tenga como defenderse. Y en estas circunstancias, las personas viven en un sistema en el que no impera la razón, ni la virtud, ni la justicia, sino la lucha entre fuerzas y donde los derechos humanos no valen ni el papel donde se hallen escritos.
Nadie, ni siquiera el Presidente de la República, está por encima de nuestras leyes, porque el haber sido electo por la mayoría de la población de ninguna forma lo hace mejor, distinto o especial, como para situarse por encima o fuera del espectro de igualdad en que todas y todos los mexicanos nos hallamos. La titularidad de la Presidencia, como la de una regiduría en el municipio más pequeño, son ambos cargos creados para brindar un servicio público, es decir, para “servir” a sus conciudadanos a vivir mejor, y de ninguna manera implican que la persona que ostente el cargo temporalmente, sea superior, mejor o diferente.
Por esta razón es tan delicado que Andrés Manuel López Obrador, quien hoy transitoriamente es Presidente de la República, haya afirmado que él está por encima de la ley, dado que eso nos muestra dos cosas que ponen en riesgo no sólo nuestra forma de gobierno, sino la plenitud en el ejercicio de nuestros derechos. La primera es de orden psicológico y consiste en que el Presidente se ve a sí mismo como superior o mejor que los demás mexicanos, pues dada su autoproclamada “autoridad moral”, él se considera como el único con el privilegio de estar en un orden superior, exento o fuera del imperio de las leyes, a diferencia de nosotros que, aunque somos seres humanos iguales y con el mismo valor, sí debemos acatar las normas jurídicas. Y la segunda cuestión, de orden jurídico y político, es que la decisión del Presidente de no respetar la ley y en cambio hacer lo que le da la gana, desvela los pasos iniciales hacia el autoritarismo, a un sistema dictatorial, porque el Licenciado López Obrador ya no se advierte como un servidor público sujeto a reglas, límites y contrapesos, sino como el titular de un “poder supremo” que no tiene que obedecer las normas y cuyos actos o decisiones no se pueden revisar para determinar si fueron correctas o justas, pues al final, quien manda no es la ley, sino su fuerza.
Bajo este panorama, es necesario que como sociedad apreciemos el enorme riesgo al que nos enfrentamos, pero no desde una visión simplista de política en relación a quién vamos a votar, sino desde una visión más profunda, una relativa a la sociedad y al país que deseamos para nosotros y para las generaciones futuras.
El pueblo mexicano que por sí sólo se quitó el yugo del colonialismo sufrido por 300 años, que repelió diversos intentos de nueva sumisión imperialista, que superó luchas internas y dictaduras, que separó a su gobierno de la religión, que evolucionó de la revolución armada a un gobierno de instituciones conformado por civiles, que proclamó la primer constitución con derechos sociales en el planeta y que hoy constituye una nación vibrante, con claro destino a alcanzar su desarrollo, ¿merece acaso gobernantes que se crean superiores a sus conciudadanos y que no respeten las reglas que nosotros mismos creamos y sí acatamos?
Para terminar, les comparto que en uno de los casos más significativos de mi trayectoria, hace unos días mediante el juicio de amparo se logró que una persona con discapacidad total obtuviera su pasaporte para salir del país, recibir atención médica y usarlo como identificación oficial. Esto es relevante, ya que a pesar de que la ciudadana tenía derecho a ese pasaporte por cumplir todos los requisitos, en la oficina pública respectiva se negaron a expedirlo porque simple y llanamente esa era la “decisión” del titular de la dependencia y dejaron sin opciones a la persona. Ante esta flagrante injusticia y quebrantamiento del estado de derecho, aplicamos la visión de José María Morelos en sus sentimientos de la nación y acudimos a un tribunal para quejarnos y pedirnos que nos amparara y defendiera de esa arbitrariedad. En primera instancia el juez convalidó la negativa de la autoridad, pero nos inconformamos y un tribunal colegiado como instancia final, nos dio la razón y dejó en claro que es inconstitucional y violatorio de derechos humanos negar sin justificación el pasaporte a una persona, máxime si presenta alguna discapacidad.
Imaginemos qué hubiera pasado si la autoridad que expide pasaportes pudiera decidir que la ley no le aplica, que no debe respetarla, o que está por encima de ella. Pensemos en un escenario en que la “negativa” de expedir el pasaporte, cualquier documento o servicio público no hubiera podido ser revisada o cuestionada con el juicio de amparo. En esta hipótesis, se habría impuesto la fuerza y la voluntad del funcionario público, ante la cual la persona quedaría sometida y totalmente desprotegida, sin opciones para obtener su pasaporte, pues sin importar que tiene derecho a ese documento oficial, jamás lo habría obtenido, ya que viviría en un país donde no habría igualdad, donde lo que mandaría no es la ley, ni la razón, ni la justicia, sino la fuerza.