27/08/2024
El Guardián Silencioso
Adriana y Tomás eran una pareja que irradiaba felicidad. Desde el día en que se conocieron, habían compartido cada momento, construyendo una vida llena de sueños y risas. Se habían prometido que nada ni nadie podría separarlos, que su amor era eterno. Vivían en una pequeña casa en las afueras de la ciudad, rodeada por un bosque denso y antiguo, un lugar que consideraban su refugio del mundo.
Pero la felicidad, a veces, se ve truncada por lo inevitable. Una noche de tormenta, mientras volvían a casa después de una celebración, un accidente de coche cambió sus vidas para siempre. Tomás murió instantáneamente, dejando a Adriana en un estado de shock y desesperación. El mundo que habían construido juntos se derrumbó en un instante, y Adriana se encontró sola, atrapada en un dolor que no parecía tener fin.
Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Adriana apenas salía de casa, sumida en una tristeza que la consumía lentamente. Pero en la quietud de la noche, comenzó a sentir una extraña presencia. Era como si Tomás aún estuviera con ella, como si su espíritu no hubiera podido abandonar el lugar donde habían sido tan felices. Al principio, pensó que eran solo alucinaciones, producto de su dolor. Pero las señales se volvieron más claras.
Las luces de la casa parpadeaban suavemente, como si alguien estuviera allí, jugando con ellas. El aroma familiar de Tomás llenaba la habitación sin razón aparente. Y a veces, en el borde de su visión, Adriana creía ver una sombra, alta y conocida, vigilándola con ternura. Le hablaba en la oscuridad, le contaba sus pensamientos, y en la profundidad de su dolor, encontró consuelo en la idea de que Tomás no la había abandonado del todo.
Una noche, mientras intentaba conciliar el sueño, sintió una presión suave en la cama junto a ella, como si alguien se hubiera recostado a su lado. No tenía miedo; al contrario, se sintió invadida por una cálida sensación de seguridad. Cerró los ojos y se dejó llevar por la idea de que, de alguna manera, Tomás había vuelto para cuidarla, para protegerla del dolor que la estaba destruyendo.
Sin embargo, lo que comenzó como una presencia reconfortante pronto se tornó en algo más inquietante. Las puertas comenzaban a abrirse y cerrarse por sí solas, y las ventanas se golpeaban con fuerza, incluso en noches sin viento. La figura de Tomás, que antes solo veía como una sombra en el borde de su visión, ahora parecía moverse por la casa, más tangible y real cada día. Su rostro, aunque amado, estaba pálido y desfigurado, marcado por las cicatrices del accidente.
Adriana trató de ignorarlo, pero la presencia de Tomás se volvió más insistente, más oscura. A menudo, se despertaba en medio de la noche con la sensación de que alguien la observaba, y sentía su respiración fría en la nuca. El amor que alguna vez los había unido ahora parecía mezclado con una obsesión que trascendía la muerte. Tomás no podía dejarla ir, ni siquiera en la muerte.
Una noche, cuando la tormenta rugía fuera de la casa, Adriana se despertó de repente. A su lado, Tomás estaba acostado, su cuerpo frío y rígido, su mirada fija en ella. "Nunca te dejaré, Adriana", murmuró con una voz que no era del todo humana. Ella sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral, y por primera vez, sintió verdadero miedo. Se dio cuenta de que Tomás no era el mismo, que el amor que había sentido por él en vida se había convertido en una cadena que ahora la atrapaba en una pesadilla.
Aterrorizada, intentó dejar la casa, pero las puertas no cedían, y las ventanas permanecían selladas como si una fuerza invisible las mantuviera cerradas. Tomás estaba en todas partes, en cada sombra, en cada rincón oscuro, susurrándole promesas de un amor eterno, pero teñido de una oscura desesperación. Adriana se sentía atrapada, presa de un amor que había cruzado los límites de la vida y la muerte, convirtiéndose en algo retorcido y peligroso.
Finalmente, en un acto desesperado, Adriana corrió al bosque que rodeaba la casa, intentando escapar de la presencia que la atormentaba. Pero, por más que corriera, sentía que él estaba justo detrás, siguiéndola, susurrando su nombre con una mezcla de amor y rabia. Exhausta y desorientada, cayó al suelo, la lluvia mezclándose con sus lágrimas.
En ese momento, sintió unas manos frías sobre sus hombros, levantándola suavemente. Tomás la miraba con esos ojos vacíos y dijo, "Siempre estaré contigo, Adriana. Ni la muerte puede separarnos."
Al día siguiente, encontraron el cuerpo de Adriana en el bosque, su rostro mostrando una extraña mezcla de paz y terror. Los vecinos dijeron que la casa estaba maldita, que el espíritu de Tomás había arrastrado a Adriana a la muerte para que estuvieran juntos para siempre. Pero otros susurraban que Adriana, incapaz de soportar la pérdida, había buscado consuelo en la muerte, esperando reunirse con su amado en el otro lado.
La casa quedó abandonada, pero las leyendas nunca murieron. Se decía que, en las noches de tormenta, se podía ver a una pareja caminando por el bosque, susurrándose palabras de amor eterno, sus sombras entrelazadas en una danza sin fin, atrapados para siempre entre el amor y la muerte.
De: Relatos y Leyendas
Eryka Gómez
Cronista Delegacional
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