15/01/2025
LA MALDICIÓN DE LA BRUJA
Aquel sería su golpe más extraordinario, el que pondría fin a sus penurias. También resultaría uno de los robos más fáciles en su carrera de ladrón profesional. Ningún botín podía compararse con este tesoro de rubíes, esmeraldas, zafiros, diamantes y monedas de oro puro. Tal vez ni las tres bolsas que llevaba, junto con su farol y las herramientas, bastarían para guardar tanta riqueza. Por primera vez daría un golpe en solitario Sus dos secuaces se habían acobardado a último momento. No estaban con él en ese desierto cementerio, mientras limaba los barrotes frontales de la cripta, en aquella gélida noche sin luna. La maldición de la bruja les aterrorizaba. No querían cometer el sacrilegio de turbar el sagrado descanso de la mujer momificada, aseguraron. Además, corría el rumor de que el viejo mayordomo de la difunta merodeaba por aquel lugar, dispuesto a matar con tal de proteger la fortuna de su ama.
- ¡Una maldición! ¡Un viejo mayordomo! -. Vaya par de idiotas, se dijo. Pero mejor para él si se echaban atrás por creer en tamaña pavada. No tendría que repartir la ganancia. Todo sería para él, por ser el único miembro de la banda con suficientes agallas.
- ¡Supercherías!, un estúpido cuento para amedrentar a los pusilánimes, sólo eso era lo de la maldición de la bruja. Las maldiciones no existen, ni las brujas tampoco, y no había nadie más que él en ese cementerio -, repitió para sí el delincuente.
Era la momia de una mujer mu**ta la que yacía en esa tumba, nada más que eso. Por cierto que sería desagradable contemplar el cadáver de esa millonaria excéntrica, a la que en vida acusaron de ser una hechicera, pero él estaba preparado. Venía planeando el robo desde meses atrás, y ninguna fuerza humana, ni espectral, lo detendría. Se calzó los guantes. No debía dejar huellas en las gruesas rejas aserradas que iba arrancando. Una vez sorteado aquel escollo, faltaba quitar un bloque de granito. Puso manos a la obra haciendo palanca con una barra metálica. Al cabo, mediante un supremo esfuerzo, resoplando y jadeando, logró correr el pesado bloque. Aunque apenas lo removió unos centímetros, ese resquicio alcanzaba para colarse hacia el interior.
Ya dentro de la cripta, encendió el farol, y atravesó sigiloso por los recovecos tétricos, mientras el haz de luz se abría paso entre la penumbra y el aire enrarecido. El maleante frunció la nariz al percibir el olor nauseabundo, ese aroma a muerte. Tal vez el proceso de la momificación hubiese fallado, y la carne se había descompuesto. Siguió adelante con lentitud. La anticipación de la riqueza que se aprestaba a expoliar le infundía valor. El no era ningún cobarde, a diferencia de sus miedosos compinches. Por asqueante que fuese el cuerpo podrido en el ataúd, sabía que allí se escondía el arcón con el oro y las piedras preciosas...
Pero la momia no yacía dentro de un féretro. A la lumbre del farol, con sus pulsaciones a tope y el estómago revuelto, el ladrón la vio. Se hallaba sentada con sus huesudas manos encima del baúl que contenía el tesoro, custodiando. Una mortaja negra de finísima calidad la ceñía desde el vientre hasta la mitad de sus redondos senos; unos pechos que lucían tan sensuales como cuando vivía. Pero estaba mu**ta; de tal cosa no cabían dudas. Una capucha azabache sobre unos cabellos resecos cubría su cabeza. Su pálido rostro descarnado semejaba una calavera. Donde habitaban sus vivaces ojos ahora se abrían dos huecos sombríos; y en el lugar de sus labios, antaño rojos y carnosos, se dibujaba una mueca siniestra. Para más horrores, trozos de cráneos esparcidos sobre un mantel polvoriento decoraban el arcón que guardaba la fortuna.
Todo el escenario había sido montado con el objetivo de aterrorizar, de disuadir a quien osara profanar ese recinto impío. Pese a ello, tras el inevitable estremecimiento, el corazón retomó su normal latir y su susto fue cediendo. Nada lo privaría de adueñarse de esa riqueza. Con impulsiva decisión se aproximó a la sórdida figura, al ver que ésta continuaba inmóvil, cual una estatua. Un empujón bastó para que los escuálidos dedos se desprendieran del arcón, y el macabro objeto cayó, emitiendo un crujido que no sonó a huesos rotos, sino a cera resquebrajada. No se trataba de una momia, sino de una muñeca a escala humana.
Preso de frenesí, el saqueador arrancó el mantel desparramando los fragmentos de cráneo. Sus manos palpaban codiciosas el gran cofre de plata, ahora desprotegido. Al levantar la tapa lloró de alegría, embelesado ante el fulgor de las joyas: el brillo rojo de los rubíes, el verde de las esmeraldas, el azul de los zafiros, el blanco de los diamantes, y el amarillo de las monedas de oro.
Con ojos húmedos de emoción comenzó a trasladar las piedras preciosas. La primera de sus bolsas ya estaba repleta, pero aún restaba mucho más. Abrió una segunda bolsa y se abocó a la grata tarea de introducir en ella más piedras preciosas.
De repente, un extraño sonido retumbó a su espalda. Levantó la cabeza y aguzó el oído. Estaban arrastrando el bloque de granito. Interrumpió su labor y, farol en mano, fue hacia la entrada que, con tanto esfuerzo, había fabricado; única forma de salir en esa cripta amurallada. Por poco no se le paralizó el corazón al advertir que habían tapiado la entrada. Seguidamente oyó otro ruido. Usando su barra de hierro trababan el bloque desde el exterior, y escapar ya era imposible. Alguien había entrado mientras él saqueaba el tesoro y le robó sus herramientas, que ahora utilizaba para encerrarlo. El maleante nada más contaba con su farol, sus bolsas cargadas de joyas y un afilado cuchillo.
¡Viejo hijo de perra! ¡Déjame salir! gritó, al tiempo de que, lastimando sus puños, golpeaba una y otra vez la salida bloqueada. No tenía nada para comer, ni una botella con agua había llevado. Moriría en medio de las penumbras de ese antro espantoso.
¿Cómo pudo el viejo mayordomo sorprenderlo así?
Para colmo, de nada servía intentar sobornarlo ofreciéndole compartir el botín. Podría haberse apropiado del tesoro entero si lo hubiese querido. Aquel viejo era un ser tan enfermo como su difunta ama; el instrumento que ejecutaba la maldición de la bruja. Se hincó de rodillas y volvió a llorar; pero ahora eran lágrimas de angustia las que empapaban su cara. Creyó escuchar desde afuera la risa cascada de aquel sá**co, burlándose, regodeándose.
Dentro de la cripta el olor desagradable se intensificó, y la fuente de la cual emanaba esa fetidez se acercaba. Tras incorporarse, tomó el farol para mirar a través de las sombras. Eso venía hacia él arrastrando unos pies pesados. Segundos después, descubrió la causa del hedor. Y ahora no se trataba de una muñeca de cera.
Dejó caer la lámpara y empuñó el cuchillo. Temblaba, mientras esa cosa continuaba avanzando. No había por dónde huir, y tampoco manera de matar lo que ya estaba mu**to.
Entonces supo lo que debía hacer para terminar con la pesadilla. Dirigió el filoso acero del arma hacia su cuello y, dando un tajo decidido, cortó su vena yugular.
*Texto de Gabriel Antonio Pombo.& Ámbar en busca del fenómeno paranormal
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