17/05/2024
Rulfo callado
Al principio anduvo diciendo que se le había apagado la llamita; que le había abandonado la musa; que no le apetecía… Pero acabó confesando que, en realidad, el problema es que se había mu**to el tío Celerino, el que le contaba las historias, y que ahí se había acabado el escribir. Y se le puso el gesto de resignación, de dócil acomodo ante la fatalidad.
Porque hay que reconocer en la vida del joven Rulfo una marcada presencia de la fatalidad, de la tragedia. Así, una noche, cuando tenía cinco años, le despertaron para decirle que su padre había mu**to; un vecino le había disparado por la espalda por no dejar pastar a su ganado. También a su tío José lo mataron en la calle; otro tío suyo, Jesús, murió ahogado en un naufragio; su tío Rubén cayó mortalmente herido en una balacera. Y el abuelo, colgado de los pulgares a la entrada de la hacienda por una partida de bandidos, perdió los dedos y ya nunca pudo cargarle en brazos. Fue aquélla una época convulsa de forajidos sin ley, rebeldes bigotudos con el pecho cruzado de cananas, y generales iluminados. Su madre no hacía más que taparle los ojos para que no viera a los cristeros colgar a los terratenientes, y a los soldados fusilar a los revolucionarios. De modo que pasó gran parte de su infancia encerrado en casa, entre libros, leyendo para que no le pasara nada.
Después, siempre impecablemente vestido —traje y corbata, n**o Windsor—, viajó durante años con una cámara de fotos y una p**a, México arriba y abajo, trabajando como representante de neumáticos. Y antes, como administrativo de aduanas en una extraña oficina, más tertulia o escondite, donde se leía una novela diaria mientras afilaba lápices, ordenaba sellos de caucho y contabilizaba el tedio. Leía tanto que llenó su casa de libros, hasta que contó dos mil. A partir de ese momento empezó a regalar los que no iba a volver a leer, porque tenía Rulfo la manía, nadie sabe por qué, de recomendar libros malos. Y un día, por lo visto, se compró un cuaderno escolar y una pluma Sheaffer, y se puso a escribir, sin más. Primero, a trozos, el deslumbrante El llano en llamas, y después, a trozos, Pedro Páramo. Parece que sólo cambiando el título pasó dos años completos: Los desiertos de la tierra, Una estrella junto a la luna, Los murmullos… Fue su amigo Arreola quien le animó a ordenar las notas y papeles y hacer un libro, así que se pusieron mano a mano sobre una mesa de pimpón. O eso al menos es lo que cuenta la leyenda. Y de allí salió Comala y lo demás. Después fue el alcohol, el insomnio, las huidas, la curación, la abstemia…
Cuentan que una vez se le acercó un admirador que quería que le firmara un libro. Y plantado ante él, la mirada embelesada, le dijo: «Tiene usted que escribir más libros, don Juan». A lo que Rulfo respondió: «¿Más libros? Si ya tengo dos». Y ahí anduvo el resto de su vida contando lo de la llamita, lo de la musa, o lo del tío Celerino, que murió, ya saben.
Jesús Marchamalo / 39 escritores y medio