06/12/2024
TIERRA AJENA
Jose Antonio Gutierrez Triay
Dedico este cuento a mis compañeros de generación 1969-1973 en la Benemérita y Centenaria Escuela Normal Urbana Rodolfo Menéndez de la Peña, Mérida, Yucatán. Sobre todo, a aquellos que enfrentaron ambientes hostiles para el ejercicio de la profesión.
Asimismo, lo hago a mis ex-alumnos en el Instituto Superior de Educación Normal donde laboré durante 30 años, para que imaginen las situaciones que atravesaban los maestros en ambientes ajenos a su tierra. Nada más se trata de un cuento producto de mi fantasía como escritor cuentista.
Va con todo mi afecto, espero sea de su interés.
TIERRA AJENA
Rumbo a la cámara donde le aplicarían una inyección letal, el prisionero se persignó. Minutos antes había rechazado el auxilio espiritual de un sacerdote. —Debo enfrentar con honor mi destino—dijo—. No tengo perdón de Dios.
Su madre, quien estuvo presente hasta la hora del traslado, expresó que lo perdonaba porque era su hijo, nada más por eso. Le recalcó que la justicia de los hombres debía proceder, pues él había perjudicado a gente inocente y debía pagar sus cuentas con la sociedad. Con firmeza enfatizó: —La justicia celestial te llegará después, o quizá te la hayan adelantado aquí en la tierra, donde viviste y también nos hiciste vivir un verdadero in****no.
Ocurrió en una prisión norteamericana, al sur de Texas, donde lo custodiaban y purgaba sus p***s, desde que lo capturaron en territorio mexicano; aunque los gringos lo negaban y aseguraban que fue en el suyo. Calaron hondo las palabras de su madre. Él, quien permaneció un tiempo más en posición genuflexa, emitía sollozos; recordaba la vida familiar en una cultura del esfuerzo a la que fue ajeno.
—¡Es que nunca estuve bien de la cabeza, lo sé!
—Tu padre no quiso venir, ha sido tanto el daño causado, que tu muerte le traerá la paz para su descanso eterno. No siento su espíritu en este indigno lugar, no responde a mis invocaciones mentales como sucede en la casa frente a su retrato. Hoy, antes de salir, nos comunicamos y sólo me dijo: «que Dios lo perdone» —. Ojalá y en el Más Allá logren reconciliarse padre e hijo —suspiró la progenitora al recordar sus inicios en esa tierra.
Vivían en la zona norte del país, pero sus raíces estaban en el sureste. Arribaron cincuenta años antes, cuando les otorgaron sus plazas como profesores de educación primaria. Sus padres pasaron innumerables peripecias por carecer de recursos y relaciones. Para cada progenitor, el único conocido en aquellas inhóspitas regiones era el otro, con quien a la postre sería su cónyuge. Lo único que poseían eran unos cuantos pesos, su ropa y los despachos para la zona escolar, cuya cabecera se ubicaba en muy agreste población. Los jóvenes sí se conocían, egresaron de la misma escuela.
Era un domingo durante una tarde lluviosa y fría de agosto en la región adyacente a Mapimí. Viajaron en un destartalado camión que daba paradas en todas partes y, además de pasajeros, transportaba animales y productos agrícolas. Cuando con fuerte voz expresó el chofer que habían llegado, hubo asombro en aquellos muchachos que no veían nada más que cerros áridos. Con sarcasmo el conductor dijo que aquel lugar sería su próxima zona residencial: «¡Aquí hay que joderse, güeritos!»
Entre una espesa nube de humo por el aceite quemado, se fue alejando el viejo vehíc**o. Una mujer de aspecto muy humilde explicó que subieran a una empedrada calle de la colina para llegar al pueblo. Todo era gris y así procedieron a continuar su camino, bajo pertinaz llovizna y temperatura a la que no estaban acostumbrados. Se refugiaron en una miscelánea. Muy correcta dama, después de enterase del motivo de la llegada, indicó que primero y, antes de todo, se entrevistaran con Don Chon Reyes, que era el cacique del pueblo —no vayan a tener bronca –dijo.
Frente al umbral de una panadería, un gran letrero anunciaba a su dueño. La señora encargada de la venta de llamativos panes, resultó ser la esposa de Don Chon. Al mirarlos comentó que debían ser los nuevos maestros. Explicó que el señor estaba merendando con la inspectora y les dijo que traían buena suerte porque seguro sí los recibiría. Desde la panadería se veía el comedor de la casa contigua con un horno de leña. Los hicieron pasar a la sala: todo era de un típico estilo colonial mexicano como en las películas de ambiente campiramo de nuestro cine en blanco y negro. El señor era de cara alargada con tupidas y largas patillas encanecidas, bigote estilo Zapata; portaba un chaleco de piel de vacuno pinto y llevaba al cinto un enorme revólver. Pidió los documentos y, sin quitar la mirada de la muchacha, entregó a la dama que lo acompañaba los correspondientes de la inspectora. Aquella fungía como secretaria y cubría sus largas y frecuentes ausencias con el beneplácito del mandón del pueblo.
Indicó a la encargada de la inspección que ubicara a la muchacha en la escuela de la cabecera, y al joven en una ranchería a seis horas de aquella población a lomo de b***o. El muchacho protestó porque su nombramiento era específico para la escuela local y el señor, con el ceño fruncido y mirar diabólico, le dijo que colaborara porque en ese lugar aún no había maestro —¡No me vaya a resultar que no eres machito! — le gritó sin remordimiento. Luego le ofreció albergue en una posada de su propiedad, donde vivirían con otros maestros; y ofertó que pagarían hasta que el gobierno les hiciera llegar sus emolumentos, lo que sería alrededor de tres o seis meses si bien les iba.
Se trasladaron al pupilaje. La chica confesó a su amigo acerca de los temores que ocasionó aquella entrevista. Pernoctaron en el mismo cuchitril, para dar a entender que eran esposos por si de algo pudiera servir. Tenía la habitación una puerta de hierro y vidrios desvencijados con una cerradura descompuesta. Platicaron quedito sus inquietudes para no ser escuchados. El temor y el intenso frío no permitieron la conciliación del sueño; a las cuatro de la madrugada apareció un hombre corpulento con un rifle de alto poder en las manos, para avisar la hora en la que el joven viajaría a su nuevo centro de trabajo. Le otorgó un fino sarape de lana como para sosegarlo de su resentimiento, y un itacate más un termo con café y piquete de sotol. Parco explicó: —Comida y bebida corren por cuenta del patrón, como una cortesía, y la cobija la apuntó en tu cuenta. No es tan ca**ón como lo pintan, lo que pasa es que a la gente no le gusta el orden. Además, es güevona y argüendera— expresó con voz ronca quien sería el guía.
No duró mucho tiempo en aquel pequeño centro de población el novel profesor, pues el viernes llegó otro joven despachado para ocupar su comisión. Era oriundo de ese mismo lugar y de una familia que tenía rivalidades con don Chon. Esa misma tarde, muy alegre y montando a caballo, junto con un grupo de campesinos que se dirigía al poblado donde se encontraba la zona escolar, partió después de la breve estadía que a él le pareció toda una eternidad.
Llegó al anochecer y de inmediato fue en busca de su amiga. No la halló en la pensión, pero le informaron que minutos antes se había cambiado a la miscelánea, por cuestiones de seguridad; aunque ya fue extemporáneo, Don Chon había cometido una vileza con ella. Con la sangre hirviente fue hasta el lugar indicado. Le hicieron pasar a un cuarto donde encontró llorando y golpeada a su amiga. Entre sollozos y bebiendo un té de tila narró el terrible suceso. El joven, aunque inerme, impulsado por la ira que lo obnubilaba, fue a enfrentar al cacique sin medir las consecuencias de su temeraria osadía.
—No te atrevas a decirle ma***ón o algo relacionado con eso, aunque todos sabemos de su bisexualidad, le irrita que se lo mencionen. Si lo haces considérate hombre mu**to de inmediato—dijo la dueña de la miscelánea. La maestra pedía y suplicaba a su amigo calma, que no acudiera, porque aquello ya no tenía remedio y aconsejaba acudir a las autoridades para denunciar la afrenta.
Frente a la panadería el chico le gritó: «Viejo puerco y abusivo, violador de mujeres y explotador de su pueblo. ¡Sal para hablar conmigo si es que eres muy macho!”». El joven profesor era famoso en su tierra por ser muy bueno para los golpes en las peleas callejeras, pero en aquella región eso no significaba nada, lo que valía era la fuerza que dan las armas.
Años después, el “Chihuahua Cream”, como apodaban al reo próximo a ejecución, –por un postre muy popular en la región, hecho con leche condensada y evaporada– ya tenía muchas muertes en su haber y estaba en la prisión gringa por matar a dos agentes de la patrulla fronteriza norteamericana, quienes perseguían a unos indocumentados por una parte baja del río, ya en territorio mexicano, cuando con su AK47 los roció de plomo. Pero luego llegó la Guardia Civil y lo capturó al cruzar las mojoneras que indicaban que se trataba de otro país. Eso había ocurrido 10 años antes. La cancillería mexicana protestaba por injerencia al violar las fronteras y exigía que el juicio le correspondía a su país, aunque el gobierno texano jamás cejó en su intento de ejecución.
Su madre recordó aquel fatídico anochecer cuando Don Chon dijo al irascible joven, un profesor rubio y muy apuesto, mantener la calma que había sido por usos y costumbres de la vida comunitaria.
—No volverá a suceder con esa güera menudita que es una fiera. Ya no tiene remedio—le dijo—. Pero puedo tener mejores opciones para ti: eres muy valiente.
Un guardaespaldas del cacique le llegó por la espalda al profesor y recordó lo dicho por Don Chon: «Mejor te sosiegas porque puedes perder la vida, pero antes te romperán el c**o como a esa engreída güera».
Con el pasar de los años, lo supo todo el “Chihuahua Cream”; y sin averiguar el origen de ese mote que llevó desde la niñez. Fue una de sus novias de adolescencia quien se lo gritó al intentarla violar: «No me harás lo que Don Chon hizo con tu madre aquella noche que casaron a tus padres, ¡Cochino double milk!» Él respondió con un sardónico reír que causó aún más temor en la chica, que huyó despavorida.
Lamentó que el viejo cacique ya hubiese mu**to y no haber tenido la oportunidad de vengar la afrenta. Llegó a su casa y reclamó al padre su cobardía ante aquel suceso. —Fui valiente, pero mis condiciones eran desventajosas. Estaría ahora bajo tierra y tú nunca hubieses nacido, porque eres mi hijo —respondió —. ¿No ves que nos parecemos en la cabeza redonda, la cabellera rubia, el color de la piel y los ojos?
Pensativo, el joven se miró al espejo, llamó a su padre y fue comparando los rasgos, pero recordó que su hermana gemela era trigueña de cabeza alargada como don Chon. El chico era disléxico, diferente de inteligencia y por eso había tenido tratamiento especial, incluso psiquiátrico, en la capital. Dedujo entonces el origen de su apodo, lo que todo el pueblo decía.
El padre se atrevió a decirle de aquella noche del enfrentamiento con el cacique; y que a su retorno a donde se encontraba su madre, ya estaba el Juez del Registro Civil, además de unas personas armadas que le pidieron estampara su firma para matrimoniarse con su amiga. Lo hizo. Se sentía impotente y no porque la muchacha no le gustara, pero le disgustaba la forma. Le avisaron que al día siguiente sería la ceremonia religiosa, ya todo estaba dispuesto, incluso el banquete, por cortesía de un “alma bondadosa” de la población.
Al quedarse en su tálamo nupcial, la muchacha aún lloraba y él solo generaba odio y afán de venganza en su pensar. Hasta que hablaron de su situación, la joven educadora expresó que aquello de la boda podría ser lo mejor.
—Es cierto que no estoy enamorada de ti, que dejé un novio en nuestra tierra, pero tú también me gustas.
—Huyamos de este in****no.
—Pero sin recursos, medios de comunicación y dinero, nada podemos hacer para salir de esta cárcel a la que sólo faltan los barrotes —respondió a la mujer. —Con rencores no ganaremos nada, es mejor actuar con inteligencia.
—Disfrutemos de nuestra Luna de Miel en estas condiciones y preparémonos para enfrentar el futuro, como venga.
Así unieron sus cuerpos y disfrutaron hasta olvidar momentáneamente lo ocurrido. El banquete de boda pareció obra de magia, pues nadie decía quién lo pagó.
—Sólo falta que lo cargue a nuestras cuentas Don Chon, dijo el novio.
—Tal vez intente cobrarse de otra forma, respondió la recién desposada.
Nadie, excepto la dueña de la miscelánea y el cura, sabían quién financió la fiesta en forma tan vertiginosa. Hubo barbacoas, música de banda, exceso de licor y se invitó a todo el pueblo. En la mesa de honor acompañó a los recién casados el sacerdote. Éste resultó muy preguntón acerca de los rasgos físicos de los desposados.
—Tienen caracteres europeos, no son el prototipo de los sureños—les dijo.
—Procedo de una región que fue refugio de piratas y allá encontrará gente de tez blanca y cabello dorado, así como con de tipo africano, indígena o mestizo—. Luego intervino la chica picaresca, rauda y veloz, con ironía para callar al cura metiche.
—En mi pueblo, desde hace muchos años están los curas misioneros de Maryknoll, y ¡vaya que han dejado huella! — emitió una tos fingida al sacerdote y se llevó las manos a la frente. Nunca más tocó el tema.
Nueve meses después, llegó el día del parto. Estuvo a punto de perder la vida la primeriza madre. Luego de tres días de sufrimiento, y al declararse incapaz el médico pasante de la localidad, iniciaron un peregrinar por los centros de salud de la región, hasta llegar a un hospital de la capital donde le practicaron una cesárea; pero, debido al estado de gravedad, requirió de una histerectomía para salvarle la vida. El producto fue una parejita: un niño rubio de testa redonda, y la niña la tenía largada, de cabello negro y color trigueño en la piel.
Crecieron en el pueblo, acudieron a la escuela local. El chico era muy popular por sus ocurrencias y ser excesivamente travieso. No se concentraba en el aprendizaje, era como un juguete de los adultos y pequeños con los que convivía. Después de concluir la educación primaria y secundaria, el padre, ya convertido en empresario agropecuario, tuvo los recursos para enviar a sus hijos a la capital para que estudiaran desde la preparatoria. Como siempre, la ya muchacha, con honores en sus estudios, pero el joven ya ni siquiera aprobaba de panzazo. Retornó al pueblo. Manifestó no gustarle la vida citadina y su padre lo puso a trabajar en la producción lechera. Sin embargo, aquello le aburría y un día se fugó con el dinero de las ventas. Nadie supo de él hasta que seis meses después llegó al rancho en una camioneta de lujo llevando hartos regalos a sus progenitores.
El padre se negó a aceptar por no saber la procedencia de aquello, aunque lo suponía. El hijo sólo se limitó a decir que era el fruto de su trabajo. Un mes antes habían privado de la vida a un famoso capo de la región, en muy sonado caso, y a pesar de que la fiscalía abrió una carpeta de investigación, se iba rezagando el asunto por la falta de indicios. Matar al primero fue lo difícil, en adelante fue un personaje fundamental como brazo armado de un nuevo cártel. Mucha muerte acumuló en su palmarés, inmenso terror causaba su presencia.
Días después de la ejecución del Chihuahua Milk, la madre recibió el cadáver para darle cristiana sepultura. Fue en un lote asignado en el Panteón Municipal a un lado del mausoleo de Don Chon, en ruinas desde el día en que el rubio sicario lo dinamitó al enterarse de lo que sucedió con su madre. La hermana no llegó a sepelio. Se recordó que cuando la muerte de su padre sólo permaneció durante una hora en la localidad; vivía en Torreón con un prestigiado empresario con quien formó una funcional familia, se había alejado por el desprestigio del hermano.
Una de sus exalumnas abrazó durante el funeral a la viuda y dolida madre. Preguntó si retornaría a su tierra, pues quedaba sola en tierra ajena.
Mi tierra es esta —respondió—. Aquí me formé, aquí quedan mis mu**tos, allá no tengo nada. Este lugar me absorbió y será donde se depositará mi cuerpo inerte hasta el final de los tiempos.
José Antonio Gutiérrez Triay (22-11-24).