08/09/2024
EL SUDOR DE LOS MUERTOS‼️
Era un día gris y frío cuando la familia de los Ramírez se reunió en el pequeño cementerio del pueblo. Los primos estaban allí, rodeando el féretro de su padre, Don Ernesto. El hombre había sido una figura fuerte y respetada, pero su partida dejó un vacío profundo en todos.
El ataúd estaba listo para ser bajado a la tumba, pero antes de cerrar definitivamente la tapa, los primos decidieron darle un último adiós. Abrieron la pequeña ventanita que permitía ver su rostro. Parecía dormido, en paz, pero algo no estaba bien.
De repente, alguien notó que la frente de Don Ernesto brillaba bajo la luz tenue del día nublado.
—¿Está... sudando? —preguntó Carlos, el más joven de los primos, con la voz temblorosa.
Al principio, todos pensaron que era una ilusión, un truco de la luz. Pero al acercarse, vieron que pequeñas gotas de sudor se deslizaban lentamente por la piel fría del difunto. El silencio se apoderó del lugar, y el aire se volvió denso, pesado.
—Eso no es posible... —murmuró Teresa, la hija mayor, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda.
Los murmullos comenzaron entre los familiares. Nadie quería decirlo en voz alta, pero todos recordaban la vieja leyenda que sus abuelos les contaban cuando eran niños. Se decía que si un mu**to sudaba en su ataúd, era porque aún tenía un vínculo con el mundo de los vivos. Y aquel que se atreviera a limpiarle el sudor... sería el siguiente en morir.
—No puede ser verdad... —dijo Luis, el primo mayor, tratando de sonar valiente, pero su voz traicionaba su miedo.
Sin embargo, el sudor seguía acumulándose en la frente de Don Ernesto, como si su cuerpo resistiera el paso final. El terror comenzó a crecer entre ellos. Nadie se atrevía a acercarse más.
—Alguien tiene que hacerlo... No podemos dejarlo así —dijo finalmente Teresa, armándose de valor.
Ella tomó un pañuelo de su bolsillo y, con manos temblorosas, lo acercó a la frente de su padre. Cada paso hacia el ataúd parecía un desafío contra la propia muerte. Los demás primos observaban en silencio, sin atreverse a moverse.
Justo antes de que el pañuelo tocara la piel fría de Don Ernesto, el cuerpo del difunto pareció estremecerse ligeramente, como si estuviera a punto de despertar. Teresa se detuvo en seco, el terror inundando su rostro.
—¡No lo hagas! —gritó Carlos, retrocediendo.
Pero Teresa no podía dejar a su padre en ese estado. Con un último suspiro, limpió el sudor de su frente. En ese momento, el aire alrededor del cementerio pareció volverse más frío, y un silencio sepulcral cayó sobre todos.
Durante unos segundos, nada sucedió. Teresa se alejó lentamente, guardando el pañuelo en su bolsillo con manos temblorosas. Los demás primos suspiraron, aliviados. Quizás solo era una vieja leyenda después de todo.
Pero esa noche, mientras dormía en su casa, Teresa tuvo un sueño extraño. Soñó que caminaba por el mismo cementerio, pero esta vez estaba sola. La niebla lo cubría todo, y en el aire flotaba un susurro apenas audible, como un lamento lejano.
Al llegar a la tumba de su padre, vio que el ataúd estaba abierto. Su corazón latía con fuerza mientras se acercaba. Dentro, el cuerpo de Don Ernesto ya no estaba en paz. Sus ojos estaban abiertos, y en su rostro había una expresión de angustia, como si intentara decirle algo.
De repente, sintió una mano helada sobre su hombro. Se giró rápidamente, pero no había nadie allí. El sudor frío recorría su propia frente, y un escalofrío le recorrió la espalda. Despertó sobresaltada, pero el sentimiento de haber estado en presencia de algo oscuro y desconocido no desapareció.
En los días que siguieron, Teresa comenzó a enfermar. Una fiebre alta la consumía, y a menudo despertaba por las noches empapada en sudor, convencida de que su padre la observaba desde algún rincón oscuro de la habitación. Su salud se deterioró rápidamente, y a pesar de los esfuerzos de los médicos, no pudieron encontrar la causa de su enfermedad.
Pocos meses después del entierro de Don Ernesto, la familia se reunió nuevamente en el mismo cementerio. Esta vez, era para despedir a Teresa.
Y mientras bajaban su ataúd a la tumba, los primos no pudieron evitar recordar la maldición que había caído sobre ella. Ninguno de ellos se atrevió a abrir la ventanita esta vez. Nadie quiso mirar si el sudor del mu**to aún seguía allí, porque todos sabían que quien lo limpiara... sería el siguiente en partir.
Tomado de la red