17/12/2024
CONEXIÓN
Hay momentos en los que me siento como un árbol solitario en medio del desierto. Resisto bajo el sol abrasador, pero mis raíces buscan, desesperadas, una fuente de agua que nunca parece llegar. En el fondo, sé que no es el suelo lo que está seco, sino mi alma, anhelando la frescura de una conexión verdadera, una que nutra y fortalezca.
C.S. Lewis decía: “La amistad nace en el momento en que una persona le dice a otra: ‘¿Tú también? Creí que era el único’”. Y en esas palabras hay una verdad tan simple como poderosa. No basta con estar rodeado de personas; el alma necesita encontrar aquellas que hablen el mismo idioma, que compartan sus preguntas más profundas, sus heridas más secretas y sus sueños más ambiciosos.
He llegado a entender que somos como jardines. Para florecer, necesitamos la luz de la empatía, el agua de la comprensión y el cuidado constante del amor genuino. Sin eso, marchitamos, aunque estemos físicamente vivos. Y es que el aislamiento emocional, según los estudios en psicología, puede ser tan dañino para la mente como lo es la falta de alimento para el cuerpo. Necesitamos el calor de las relaciones significativas para construir un sentido de pertenencia y fortalecer nuestra autoestima.
Pienso en los ríos que se bifurcan, pero al final encuentran su camino de vuelta al océano. De alguna forma, creo que nosotros también somos así. Estamos diseñados para buscar y regresar a aquello que nos llena. A veces, una conversación profunda, una sonrisa honesta o una presencia constante puede ser esa corriente que nos lleva al océano de lo humano.
Hoy me pregunto: ¿a quién nutro yo con mi tiempo y mi corazón? Porque si he aprendido algo en esta introspección, es que dar y recibir son el mismo acto cuando conectamos con alguien que ve en nosotros lo que a veces olvidamos ver en nosotros mismos. Al final, no solo buscamos sobrevivir; buscamos florecer, y para ello necesitamos el toque de almas que nos comprendan y nos completen.
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