21/11/2023
Trinidad Ramírez, la tamalera
María Trinidad ya no lo dudó: estaba cansada, harta de aquel círculo del in****no en que se había convertido su vida al lado del peluquero Pablo Díaz. Lo miró. El hombre roncaba, dormido frente al televisor. Era el momento; difícilmente volvería a tener una oportunidad así. La mujer echó mano de un bat de madera que estaba en un rincón del cuarto. A Pablo le gustaban los deportes, y nunca supo que eso fue su perdición.
No hubo remordimiento, solamente una ira que le nacía de muy dentro a aquella mujer; un hartazgo que le daba fuerzas para empuñar el bat. Con todas su energía golpeó en la cabeza al hombre dormido, que cayó al suelo. Ya no había vuelta atrás. María Trinidad descargó un golpe más, luego otro. Su víctima ya no volvería a insultarla ni a golpear a sus niños. No moría aún, pero el peluquero Pablo Díaz no volvería a maltratar a su mujer, ni a sus hijastros, ni a nadie. Ya no era de este mundo.
Así empezó uno de los casos policiacos más estremecedores de los años setenta. Era julio de 1971 y María Trinidad Ramírez, mujer humilde que se ganaba la vida vendiendo tamales afuera de una panadería, en la ciudad de México, decidió, a punta de batazos, cambiar su existencia. Nadie le volvería a echar en cara las travesuras de sus tres pequeños, nadie le volvería a amenazar con abandonarla para sustituirla por una mujer más joven. Nadie volvería a golpearla. María Trinidad, en el umbral de la nueva década, tomó el control de su destino, para bien y para mal.
María Trinidad Ramírez era como tantas otras mujeres mexicanas que no habían tenido la oportunidad de estudiar o de hacerse de un oficio que le permitiera ganarse la vida con dignidad. Sucesivas relaciones la habían convertido en madre soltera, a la que los hombres con quienes hizo vida en común, la abandonaban, sin detenerse a mirar siquiera a los hijos procreados con ella. El resultado, en 1971, es que tenía dos hijos mayores, Pedro, de 17 años, y María Elena, ya casada y con vida aparte. Una segunda relación, también fracasada, le había dejado otros tres hijos, que eran pequeños en edad escolar la noche en que su madre se convirtió en homicida.
Tres años atrás, se había aparejado con el peluquero Pablo Díaz. Todo comenzó de manera sencilla: ella era una madre que llevaba a los chicos a que les cortaran el cabello. Empezó una conversación entre la mujer y el peluquero. Él necesitaba quien le hiciera el lavado y planchado de las blancas filipinas propias de su oficio. María Trinidad, a la que no le iba mal con la venta de tamales, pensó que no le caería mal un dinero adicional, y se ofreció a prestar el servicio.
Aquellos dos simpatizaron, empezaron a platicar. El peluquero se había separado de su esposa, pero no le contó a María Trinidad las razones. La tamalera encontró simpático a aquel hombre corpulento, aficionado a los deportes, que empezó a cortejarla. Era atento, pensó. “No tenía vicios”, siguió pensando. Pablo no fumaba ni se emborrachaba. Era la oportunidad de tener una nueva vida, de que los niños crecieran con la autoridad de un hombre en la casa. Poco a poco se dejó convencer. Se fueron a vivir juntos. Con modestia, sí. Parecía que aquella familia podría prosperar.
Pero el encanto se fue acabando poco a poco. En efecto, el peluquero Díaz no bebía ni fumaba, pero era un hombre violento que no tardó en darse cuenta de que Trinidad, con su labor diaria de preparar y vender tamales, podía ganar más de lo que él obtenía con su trabajo. Y entonces decidió que no había necesidad de tallarse el lomo en la peluquería. ¿Acaso no eran suficientemente buenas las ganancias por los 200 tamales diarios que su mujer vendía diariamente? ¿Para qué desgastarse en el aburrido trabajo de la peluquería, donde había días muy buenos y otros completamente miserables?
Empezó por quitarle el dinero para “administrarlo” él. Es cierto: el peluquero “no tenía vicios”, salvo uno: el de las apuestas. Soltaba lo esencial para que no se murieran de hambre y para la preparación de los tamales. Lo demás se lo gastaba yéndose a las funciones de box y luchas en la Arena Coliseo, y gustoso apostaba cuanto llevaba en el bolsillo. Cuando ganaba, hasta espléndido se ponía, y les tocaban unas monedas a los niños de María Trinidad. Cuando perdía, volvía enojado, frustrado: no era extraño que la golpeara a ella, y que los niños se llevaran su tanda de cinturonazos por faltas pequeñas. A la tamalera se le empezó a acabar el amor cuando vio que el peluquero “sin vicios” podía ser temible cuando se enojaba.
No solo la explotaba, sino que se volvió despectivo y no vacilaba en decirle que estaba vieja, que no era atractiva, que su única gracia era el dinero que ganaba. Con el tiempo, María Trinidad se enteró de que Pablo se había separado de su anterior mujer porque se enredó con una muchacha más joven. El peluquero había sido cruel con su primera esposa; también la maltrataba y hacía alarde, ante ella, de su infidelidad. Llegó, incluso, a llevar a la joven amante al hogar conyugal. Cuando se hartó de hacer un in****no de la vida de su esposa, la abandonó. La mujer joven también fue asunto pasajero. Entonces apareció en su vida María Trinidad, que aguantó tres años de violencia, amenazas y miserias.
Con lo que no contaba Pablo Díaz, es que la tamalera podía soportar muchas cosas, menos que golpeara a los niños. Los pleitos de la pareja eran frecuentes. No era extraño que la vida se desarrollara a gritos y sombrerazos. Pedro, el hijo mayor de María Trinidad, que todavía vivía con ella, se había enfrentado al peluquero en varias ocasiones, intentando frenar la ira de aquel hombre. Una o dos veces, llegaron a los golpes. Entonces, furioso, Pablo amenazaba con sacar al muchacho de la casa y no permitirle volver. Poco a poco, el rencor nació en el alma de la mujer. Cada nueva agresión hacía más profunda y más oscura esa mezcla de hartazgo y de cansancio que crecía en el corazón y en el cerebro de María Trinidad Ramírez. En 1971, aquel oleaje interno se transformó en un torrente al que ningún dique podía contener.
“NADIE PRUEBA LOS TAMALES YA”
La noche del 17 de julio de 1971, Pablo Díaz golpeó a los hijos de María Trinidad porque ensuciaron algo de ropa al brincar en una cama. Los mandó a dormir sin cenar, renegando en voz alta, amenazando con largarse para siempre de aquella casa, porque estaba harto de los chamacos. Ya le había quitado a la tamalera el fruto del trabajo del día, y, de regreso de sus paseos sabatinos, empezaba a adormecerse ante la modesta televisión.
¿Fueron los golpes a los niños? ¿Fue, simplemente el cansancio mezclado con la ira? Un impulso, una decisión que transforma el curso de una vida, hizo que María Trinidad empuñara el bat y golpeara con todo el rencor acumulado, a aquel hombre que no había estado a la altura de sus promesas.
El peluquero era un hombre corpulento. Ella declararía después que no había otra que rematarlo, porque si recobraba la conciencia, serían los niños o la propia Trinidad los que morirían, porque no podrían escapar a la venganza de aquel hombre.
Así que, viéndolo inconsciente, con graves lesiones en la cabeza, pero respirando apenas, María Trinidad resolvió que ella sola no podría deshacerse de aquel hombre. Fue con una vecina, le pidió prestada un hacha para, dijo, partir la madera de ocote para hacer el fuego y poner a cocer los tamales que vendería al día siguiente.
Quizá el primer golpe fue el más difícil. Luego, pensó que era ya cosa de supervivencia: era él o era ella y los niños. Empezó a desmembrar al peluquero. Luego, metió los restos en un costal -que la prensa apuntaría, con macabra precisión, que era de productos de la Conasupo-. El tiempo avanzaba. Pensó que tiraría los restos en la calle, transportándolos en el carrito con el que acarreaba los bártulos de su puesto. Exaltada, ofuscada, no se le ocurrió otra cosa que colocar la cabeza en uno de los botes alcoholeros que empleaba para cocer los tamales.
Salió de su casa, en el número 15-bis de la calle Pirineos, y caminó un buen trecho para abandonar el costal en la vía pública.
A la mañana siguiente, una vecina pidió a su sirvienta que moviera el s**o, pensando que era una más de las gracias de la pollería cercana, que no esperaba el paso del camión de la basura para que se llevara los desperdicios. La empleada gritó de terror al ver que no era basura, sino un cuerpo humano destazado. Naturalmente llamaron a la policía.
Fue una investigación eficaz: las autoridades examinaron el cadáver, hallaron identificación y rastrearon al peluquero Pablo Díaz, quien resultó tener antecedentes penales por robo y lesiones.
La identificación de cuerpo y huellas digitales llevaron a la policía a Pirineos 15-bis. Ahí hallaron la escena del crimen, y, oculto, el bote con la cabeza de pablo Díaz. Como la policía se llevó a toda la familia a la delegación, señalando como sospechoso principal al joven Pedro, María Trinidad empezó a hablar. Confesó todo: sus esperanzas deshechas, la explotación, los malos tratos, los golpes a los niños. Luego, narró el arranque final. Las fotos del bote con la cabeza del peluquero aterraron a los mexicanos. Quién sabe cómo, una línea del informe del forense se coló en la prensa: la cabeza de Pablo Díaz se veía como “ablandada”, como “macerada”. Era resultado de los golpes de bat, pero no faltó quien especulara con que Trinidad había hervido la cabeza para deshacerse de ella… ¿en los tamales?
Lo cierto es que María Trinidad Ramírez sí mató a Pablo Díaz, pero nunca hizo tamales con la carne de la cabeza de aquel hombre. Pero la leyenda nació y perduró. Un epigramista de esos días no dejó de señalar que, en ese verano de 1971, a todos los capitalinos se les había quitado, súbitamente, el antojo de tamales.