26/12/2024
La Navidad de los ochenta y noventa no era de luces deslumbrantes ni de juguetes importados.
La magia residía en la sencillez, en la anticipación, en el crujir del papel de estraza que envolvía los aguinaldos.
Recuerdo la emoción, una mezcla de nervios y alegría, al recibir esa pequeña bolsa de plástico, a veces adornada con un listón rojo, a veces simplemente amarrados.
Dentro, un tesoro: galletas de animales, esos pequeños con formas de ositos, perritos, gatitos, que se deshacían en la boca con un sabor mágico, un sabor a infancia.
Y las colaciones, esas pequeñas golosinas, un festín para el paladar infantil.
Y las frutas de temporada, los tejocotes, esos frutos rojos y ácidos que se comían solos o en un delicioso atole caliente, un abrazo dulce en las frías noches decembrinas.
No necesitábamos consolas de videojuegos ni muñecas sofisticadas.
La felicidad se encontraba en la simpleza de esos pequeños detalles, en la calidez de la familia reunida, en la magia de la espera.
Esos aguinaldos, tan sencillos, tan humildes, eran un símbolo de amor, de cariño, de la ilusión de la Navidad.
Eran un recordatorio de que la felicidad no se mide en el precio de los regalos, sino en el valor de los momentos compartidos, en la alegría de la compañía, en la magia de la tradición.
Y aunque los años han pasado, y las Navidades ahora son diferentes, el recuerdo de esas pequeñas bolsas llenas de galletas de animales, colaciones y tejocotes, sigue siendo una de las imágenes más dulces y entrañables de mi infancia.
Una época donde la magia de la Navidad se encontraba en la sencillez de los detalles.