31/12/2024
EL GRIFO Y EL ABISMO
por; Nicola Meliá
Desde el borde del grifo, la gota se aferraba a la curva metálica como si temiera el vértigo de su destino. Era un n**o brillante en la garganta del tiempo, suspendido entre lo conocido y lo abismal. Cuando finalmente cedió a la gravedad, el descenso fue como un último suspiro, un salto al vacío hacia el reino incierto del sumidero, donde la diosa de la incertidumbre aguardaba con sus brazos insondables.
La escena no pasó desapercibida. Desde su prisión de hierro y tela, el hombre esposado a la silla contemplaba el sacrificio de la gota con ojos húmedos y distantes, compartiendo su tragedia con una empatía desgarradora. También él había caído, arrancado de su hogar, precipitado hacia el caos por fuerzas que no entendía.
El crujido de una puerta interrumpió sus pensamientos. Un hombre de aspecto tenebroso irrumpió en la habitación. Su barba canosa caía como un río congelado, y sus ojos oscuros eran pozos sin fondo, noches perpetuas que parecían devorar la luz. Caminó hacia el grifo con pasos firmes y precisos, cargando el peso de los años y las ausencias.
—El grifo necesita mantenimiento —dijo mientras lo cerraba con una fuerza casi violenta. El chasquido resonó como un disparo en la pequeña habitación. Luego se giró hacia el hombre atado y añadió—: ¿Sabes qué es lo peor de todo? Que esto no tiene arreglo. No puedo arreglar el grifo, ni los recuerdos que me torturan, ni la soledad que me devora.
Su voz se quebró por un instante antes de endurecerse de nuevo.
—Amé con locura, con una devoción que me cegó. Perdí a mi esposa y a mis hijos por culpa de un conductor borracho que decidió que un semáforo rojo no era suficiente para detenerlo. ¿Te suena?
El hombre esposado alzó la vista, aunque con la mirada todavía fija en el grifo ahora mudo.
—Voy a quitarte la mordaza —continuó el barbudo—. Quiero escuchar por qué lo hiciste. Aunque no cambiará nada.
Con un gesto rápido lo liberó. El prisionero respiró hondo antes de hablar, con una voz cual hilo áspero que parecía haberse oxidado en el silencio.
—No fue una decisión, no del todo. Esa noche mi mundo se desplomó. Perdí a mi mujer y a mi hijo. No por mí, sino por ella… y por él. Su amante. Los encontré juntos y algo en mí se rompió. Bebí primero para apagar el dolor, luego con la esperanza de que mi cuerpo colapsara. Pero no fue suficiente. Así que cogí el coche. Quería que terminara todo. No buscaba herir a nadie más, solo escapar de una vida que me quemaba como un incendio que no podía apagar.
El barbudo le miró con una furia contenida que parecía a punto de estallar, como un volcán al borde de la erupción.
—¿Y mi familia? —gruñó—. ¿Ellos también eran parte de tu escapatoria?
El prisionero bajó la cabeza.
—No hay excusas para lo que hice. Lo sé. Pero aquella noche yo también estaba mu**to, un mu**to incapaz de medir las consecuencias de sus actos.
El silencio se adueñó de la habitación, pesado como una lápida. El hombre de barba canosa retrocedió unos pasos, mostrando en su rostro una máscara de emociones encontradas. Luego, como si tomara una decisión irrevocable, se dirigió a un rincón de la habitación.
El prisionero no gritó, no suplicó, abrió los brazos ante la redención brindada. Sabía lo que venía y en cierta forma lo anhelaba. Mientras el barbudo se preparaba para su acto final, se permitió un último pensamiento. Quizá también estaba a punto de saltar al vacío, como la gota que había observado minutos antes. Le esperaba el sumidero del eterno silencio donde la aflicción no tenía cabida y el recuerdo estaba condenado a la nada.
El final llegó rápido, un acto guiado por la rabia, un error que se repetía como un eco interminable en el ciclo de las tragedias humanas. No hubo redención, solo un nuevo salto al abismo. Porque el afligido barbudo, al igual que su víctima, acabó abrazando un in****no personal, su propio averno.
Fin.
Créditos; Nicola Meliá