07/03/2025
Hoy Gabriel García Márquez estaría cumplimiento 98 años.
Este es el relato de un encuentro con el Nóbel de Literatura.
En abril de 1997 tenía 27 años y, desde entonces, ya soñaba con dejar el periodismo para pasar a la novela.
Un fin de semana fui a Zacatecas.
Atendí la invitación de los hermanos Baltazar quienes inauguraron un antro en el interior de una mina abandonada.
El propósito de este espacio cultural era proyectar a los grupos de rock alternativo del centro del país.
Iba por dos días y me quedé una semana.
Zacatecas, sobra decirlo, es una ciudad esplendorosa, majestuosa.
Caminar por el mismo sitio por el que deambuló, hace más de 500 años, Juan de Tolosa, flanqueado por Diego de Ibarra y Cristóbal de Oñate, me adentró a un pasado remoto y me hizo reflexionar sobre la riqueza histórica de México.
No pudo faltar el paseo por el teleférico que pasaba por encima de la ciudad, uniendo al Cerro de la Bufa con el Cerro del Grillo.
En la Basílica, construida con cantera rosa, labrada con las imágenes de los apóstoles, ante Nuestra Señora de Zacatecas, patrona de la ciudad, recé un padre nuestro por el puro gusto de sentirme vivo.
Ya casi para volver al puerto. En un sitio de relajación de la avenida Hidalgo, junto a edificios virreinales y casas de arquitectura clásica francesa, lo descubrí.
El episodio, como si hubiera ocurrido ayer, no lo puedo borrar del disco duro de mi memoria.
Lo conservo como el tesoro más preciado en la valija de mis recuerdos.
Era alrededor de las ocho de la noche; yo disfrutaba de una cerveza con amigos, artistas plásticos de la ciudad, neófitos en los asuntos de literatura.
Estaba a unos metros de mí, junto a dos tipos de su edad con una copa de tinto en la mano.
El escritor, gesticulaba y movía las manos con fanfarronería. Nunca indagué sí ya estaba cuando llegamos o arribó con sus amigos sin que yo me diera cuenta.
El mesero que nos atendía me preguntó solícito al ver que mi Victoria estaba vacía:
----¿Otra cerveza, señor?-
Respondí que no; “tráeme un mezcal doble”, le dije.
Apuré el contenido del vaso de un solo trago y esperé el momento oportuno, como lo hacen los cazadores furtivos, para dar el zarpazo final.
Observé que hicieron una pausa en la charla y supe que era mi momento.
Envalentonado, con la sangre a galope en las venas, y las manos temblorosas, me levanté de mi asiento y lo abordé.
----Gabitooooo- le grité con desparpajo, como se saluda a un viejo amigo.
Tocado por una descarga eléctrica la sonrisa se paralizó en sus labios. Sus ojos chispearon y su voz sonó vacía, sin ningún dejo de amistad, inquisitiva, hosca, huraña.
---¿Quién eres?, preguntó.
---¿Eres periodista, verdad?-.
---No doy entrevistas…..ni autógrafos, porque luego los venden, agregó.
Estaba a un palmo de su mesa, casi tocándole el hombro. Vestía pantalón café, camisa blanca y s**o a cuadros. El mostacho cano, el lunar en la mejilla, inconfundible como en la foto de la tapa de sus libros.
Mentí.
----No, para nada, soy un simple lector- respondí.
---¿A ver entonces qué has leído de mi obra?- me interrogó.
---El coronel no tiene quién le escriba, Los funerales de la mamá grande, La historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, Cien años de soledad, contesté.
La sonrisa le volvió al rostro. Se tocó las puntas del mostacho. Apenas mojó los labios con la copa, mientras sus amigos no disimulaban su enojo por mi impertinencia.
----Dime algo en voz alta, si de verdad has leído mis libros, exigió.
---“ Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”…Era inevitable, el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados…….. El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante, fue feliz en el sueño…… Al anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando…..”.
---Ja, ja, ja, ja-.
---Pero qué vaina contigo- expuso con su acento caribe.
---De verdad te sabes de memoria los textos.
Charlamos como diez o quince minutos. En realidad nunca lo supe, pero ahí entendí la relatividad del tiempo.
Recuerdo que le dije que La huella de tu sangre en la nieve, me parecía uno de los mejores cuentos de la literatura universal.
Coincidió con mi apreciación.
-----Es mi mejor cuento, lo escribí en plenitud, tanto física como mental, presumió.
Cuando supe que era el momento de la despedida le extendí la mano y le confesé que era reportero.
----Escribo en la sección de Sucesos de un diario de Veracruz, sobre asaltos bancarios, robos, homicidios pasionales y ajuste de cuentas entre grupos rivales del narcotráfico, le dije.
---Mi lindo Veracruz; tengo con tu tierra una deuda impagable. De no haberla conocido no habría sido lo que soy, dijo.
En ese momento no entendí el motivo de su nostalgia.
Luego me enteré que la Universidad Veracruzana le editó su primera novela.
Volvió a la conversación de despedida.
----Lo intuí, desde un principio, sí tienes toda la pinta de periodista, colega----, expuso como un cumplido.
No hubo, y fue mejor así, ni foto del recuerdo, ni le pedí que me autografiara algo, además recordé que solo firmaba sus libros y, por su puesto, yo no llevaba ninguno en ese momento,
Al otro día, en el Congreso Internacional de la Lengua Española, el colombiano Gabriel García Márquez, premio Nobel de Literatura en 1982, leyó uno de sus más célebres discursos.
En su texto “Botella al mar para el dios de las palabras”, propuso jubilar la ortografía, “terror del ser humano desde la cuna”.
PD. Por diversas circunstancias nunca pude ver en persona a García Márquez, pero presumo de haber leído todas sus novelas y trabajos periodísticos. Quien sí tuvo esa suerte fue mi colega Sergio Melgar a quien Gabo le autografió el libro de memorias Vivir para Contarla que ilustran este cuento o relato de ficción que ojalá hubiera ocurrido.
Fuente: Pedro Cruz