17/10/2024
En el pequeño pueblo de San Nicolás, enclavado en las montañas densas de Chiapas, las noches eran tan oscuras que parecían devorar la luz de las estrellas. En una casa de adobe al borde del precipicio, vivía Alejandro, un niño de apenas diez años, pero con ojos que cargaban más peso del que le correspondía. Desde que tenía memoria, Alejandro podía ver cosas que nadie más veía. Sombras que se arrastraban entre los árboles, susurrando su nombre, demonios que acechaban en las esquinas de su habitación y aparecían al borde de su visión, desdibujados, pero siempre presentes.
Su primo Marcos, tres años mayor, había llegado hacía unos meses para quedarse con la familia. Su madre lo envió desde la ciudad, esperando que el aire puro y la tranquilidad de San Nicolás le devolvieran la paz que, según decían, había perdido. Marcos no era el mismo desde hacía un tiempo. Había empezado a hablar de "ellos", de los demonios que lo perseguían y que no lo dejaban en paz ni de día ni de noche. Al principio, sus padres lo llevaron a médicos y curanderos, pero nada parecía funcionar. Así que, con la esperanza de que las montañas lo calmaran, lo enviaron al pueblo con su tía.
Desde el primer día, Alejandro supo que los demonios que atormentaban a Marcos eran reales, porque eran los mismos que lo habían perseguido a él toda su vida. Pero a diferencia de su primo, Alejandro había aprendido a ignorarlos, a no mirarlos directamente, a no dejar que sus susurros envenenaran su mente. Sin embargo, Marcos no tenía esa fortaleza. Cada noche, Alejandro lo escuchaba gritar en su habitación, implorando que lo dejaran en paz, mientras su tía rezaba en la sala y encendía veladoras, esperando que el mal se alejara.
Una noche, mientras el viento rugía como bestia herida entre los árboles, Alejandro despertó al escuchar pasos en el pasillo. Sabía que era Marcos. Siempre podía sentir cuándo su primo estaba cerca. Pero esa noche, algo era diferente. Había un silencio espeso, pesado, que parecía absorber todos los sonidos del mundo. Se levantó de su cama y, con los pies descalzos, caminó hasta la puerta de su habitación, abriéndola con cuidado.
En el pasillo, las sombras eran más densas de lo habitual, casi como si las paredes se hubieran estrechado. Alejandro vio a Marcos de pie frente a la ventana del final del pasillo. Estaba inmóvil, mirando hacia afuera, pero su cuerpo parecía tensarse, como si estuviera siendo sostenido por hilos invisibles. Y entonces lo vio. A su lado, desdibujada y flotante, había una figura alta, delgada, con cuernos que sobresalían de su cabeza y ojos vacíos como pozos sin fondo. Era uno de los demonios que ambos habían visto tantas veces, pero nunca tan cerca, nunca tan real.
Marcos comenzó a susurrar, palabras incomprensibles que se mezclaban con el viento que se filtraba por las rendijas. Alejandro quiso gritar, correr hacia él, pero sus pies no respondían. Estaba congelado, incapaz de moverse, obligado a presenciar lo inevitable. La figura se inclinó hacia Marcos, susurrándole algo al oído, y el cuerpo de su primo comenzó a relajarse, como si hubiera encontrado una especie de paz retorcida.
—Marcos, no... —logró susurrar Alejandro, pero su voz fue devorada por la oscuridad.
De repente, sin previo aviso, Marcos abrió la ventana de par en par. El viento helado inundó el pasillo y, en un movimiento rápido y preciso, su primo subió al borde de la repisa Todo sucedió en un parpadeo. Marcos se lanzó al vacío antes de que Alejandro pudiera hacer algo. El sonido de su cuerpo chocando contra las rocas abajo resonó como un trueno distante, pero lo que más aterrorizó a Alejandro no fue el impacto, sino el silencio absoluto que siguió.
Durante lo que pareció una eternidad, Alejandro se quedó de pie en el pasillo, mirando la ventana abierta, el viento sacudiendo las cortinas como si estuvieran poseídas. Sabía que "ellos" seguían ahí, observándolo. Sabía que el mismo destino podría esperarlo si no era lo suficientemente fuerte. Pero esa noche, en el pequeño pueblo de San Nicolás, Alejandro comprendió que los demonios no solo perseguían a los débiles. Estaban siempre presentes, esperando el momento adecuado para atacar, alimentándose del miedo y la desesperación.
Desde entonces, cada vez que Alejandro pasaba frente a la ventana donde su primo se había lanzado, sentía su presencia, su mirada vacía desde el fondo del abismo. Pero lo peor de todo no eran los demonios que lo observaban desde las sombras. Era el hecho de que, en el fondo de su ser, sabía que algún día también lo tentarían a él... y no estaba seguro de poder resistir.