28/10/2025
Un cajero nota que un niño viene solo cada semana a comprar lo mismo: pan, leche, huevos. Siempre cuenta monedas justas. Un día el cajero lo sigue...
Llevo cinco años trabajando en esta caja registradora. He visto de todo: madres agobiadas con tres niños colgando del carrito, ancianos que cuentan cupones como si fueran oro, estudiantes comprando fideos instantáneos al por mayor. Pero nunca había visto algo como esto.
El niño apareció un martes por la tarde, hace unos tres meses. Pelo castaño despeinado, zapatillas desgastadas, una mochila más grande que su torso. No tendría más de nueve años.
Se acercó a mi caja con tres productos: pan, leche, huevos.
—Hola —dije, escaneando los artículos—. ¿Tu mamá está por aquí?
—No, vengo solo —respondió, vaciando un puñado de monedas sobre el mostrador.
Las contó meticulosamente. Diez centavos, veinticinco, otro de diez. Sus dedos pequeños separaban cada moneda con precisión de joyero.
—Son cuatro dólares con sesenta y tres centavos —anuncié.
Contó de nuevo. Cuatro dólares con sesenta y tres centavos exactos.
—Gracias, señor —dijo, guardando los productos en su mochila antes de desaparecer por la puerta automática.
La semana siguiente volvió. Mismo día, misma hora, mismos productos. Mismo ritual de contar monedas.
Y la siguiente.
Y la siguiente.
Para el segundo mes, ya lo esperaba. Incluso le guardaba el pan más fresco, los huevos sin quebrar.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté un día.
—Lucas.
—Mucho gusto, Lucas. Yo soy Roberto.
Asintió con una sonrisa tímida y se fue.
Pero algo no cuadraba. ¿Qué niño de nueve años viene solo, cada semana, a comprar exactamente lo mismo? ¿De dónde sacaba esas monedas contadas con precisión milimétrica?
El martes pasado tomé una decisión. Cuando Lucas salió del supermercado, le pedí a mi compañera que cubriera mi caja.
—Vuelvo en veinte minutos.
Lo seguí a distancia prudente. El niño caminaba con paso decidido, la mochila bamboleándose en su espalda. Atravesó tres cuadras, giró en la avenida principal, y se detuvo frente a un edificio que reconocí de inmediato: el refugio de San Vicente.
Entró.
Me acerqué y me asomé por la puerta. Lucas había abierto su mochila y estaba repartiendo el pan entre un grupo de personas que hacían fila. Una mujer mayor le acarició la cabeza. Un hombre en silla de ruedas le estrechó la mano. Los huevos y la leche se los entregó a una señora con delantal que debía trabajar en la cocina.
—Gracias, Lucas —le decía cada persona.
—De nada —respondía él, con esa sonrisa tímida que yo ya conocía.
Me quedé ahí parado, sintiendo cómo se me hacía un n**o en la garganta.
Cuando salió, me escondí detrás de un auto. No quería que supiera que lo había seguido.
Al día siguiente, reuní a todos en el supermercado: el gerente, los otros cajeros, la gente del almacén.
—Escuchen —les dije—, tengo que contarles algo.
Les conté sobre Lucas. Sobre las monedas. Sobre el refugio.
Mi compañera María tenía lágrimas en los ojos.
—Ese dinero debe ser todo lo que tiene —murmuró.
El gerente, el señor Campos, un tipo duro que nunca sonríe, se quitó los lentes y se frotó los ojos.
—Hagamos una colecta —dijo—. Entre todos. Y la tienda pondrá el doble de lo que juntemos.
En dos días reunimos más de mil dólares.
Este martes, cuando Lucas entró al supermercado con su mochila vacía, yo estaba esperándolo. Pero no en mi caja. Estaba junto a un carrito de compras lleno hasta el tope: pan, leche, huevos, pero también arroz, pasta, conservas, frutas, verduras, pollo, hasta pañales y jabón.
Lucas se detuvo en seco, mirando el carrito con los ojos muy abiertos.
—¿Qué...?
—Es para ti, Lucas —le dije, arrodillándome para estar a su altura—. Bueno, para la gente del refugio.
—Pero... no tengo dinero para todo esto.
—No necesitas dinero. —Señalé hacia mis compañeros, que observaban desde sus puestos con sonrisas enormes—. Todos queremos ayudar. Como tú ayudas.
Su labio inferior comenzó a temblar.
—¿Por qué?
—Porque eres increíble, chico. Porque tienes nueve años y estás haciendo algo que la mayoría de adultos nunca haría.
Una lágrima rodó por su mejilla.
—Es que... fue mi cumpleaños hace tres meses. Mi abuela me dio cincuenta dólares. Y yo pensé que podía hacer que duraran. Cuatro dólares cada semana. Para ayudar.
Me tuve que morder el interior de la mejilla para no llorar ahí mismo.
El señor Campos se acercó y puso una mano en el hombro de Lucas.
—Hijo, quiero hacerte una propuesta. Sigue comprando para ellos. Cada semana. Lo que necesiten. —Hizo una pausa—. Nosotros pagamos.
Lucas nos miró a todos, uno por uno, como si no pudiera creer lo que estaba escuchando.
—¿En serio?
—En serio —respondimos al unísono.
Ayudé a Lucas a empujar el carrito hacia la salida. María había llamado a un taxi para que lo llevara al refugio con todo.
—Lucas —le dije antes de que subiera—, ¿puedo preguntarte algo?
—Sí.
—¿Por qué lo haces? ¿Por qué usaste tu dinero de cumpleaños para esto?
Se encogió de hombros, como si la respuesta fuera obvia.
—Porque ellos tienen hambre. Y yo tengo una abuela que me da de comer todos los días.
El taxi se alejó. Me quedé ahí parado en el estacionamiento, viéndolo partir.
Esa noche, en casa, mi esposa me preguntó por qué estaba tan callado.
—Hoy conocí al mejor ser humano que he visto en mi vida —le dije—. Y tiene nueve años.
Ahora, cada martes, Lucas viene con una lista que prepara con la gente del refugio. Llena el carrito, yo lo escaneo todo, y en el ticket aparece: "CORTESÍA DE SUPERMERCADO EL AHORRO Y SUS EMPLEADOS".
La semana pasada trajo a su abuela. Una señora pequeñita de ojos brillantes.
—Usted debe ser Roberto —me dijo, tomando mi mano entre las suyas—. Mi nieto habla de usted todo el tiempo.
—Señora, su nieto es especial.
—Lo sé —respondió, mirando a Lucas con un orgullo que podía tocarse—. Siempre lo supe.
Mientras los veía alejarse, Lucas volteó y me saludó con la mano.
Le devolví el saludo.
Y saben qué es lo más increíble de todo esto? Que yo pensaba que trabajaba en un supermercado solo para pagar las cuentas. Que mi trabajo no significaba nada especial.
Lucas me enseñó que cualquier lugar puede ser el escenario para hacer algo bueno. Que no necesitas ser rico o poderoso para cambiar vidas.
Solo necesitas ver. Necesitas un corazón lo suficientemente grande como para notar al niño que cuenta monedas. Y el valor para hacer algo al respecto.
Llevo cinco años trabajando en esta caja registradora.
Pero recién ahora siento que realmente empecé a trabajar para servir a alguien.
Créditos a su autor ✍🏻
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