26/02/2025
El Elotero Nocturno
Trabajo vendiendo elotes y esquites en las noches. No es el mejor negocio, pero da lo suficiente para salir adelante. Mi puesto es un carrito sencillo, con su olla grande y su anafre. Me coloco siempre en la misma esquina, cerca del parque. La gente ya me ubica, y hay días buenos en los que la fila no se acaba.
Todo iba normal hasta hace unas semanas. Fue cuando empecé a notar, que cada noche, a la misma hora, alguien llegaba a pedirme un elote. Al principio no le di importancia. Era un cliente más, de los tantos que vienen y van. Pero lo raro era que no importaba cuánta gente hubiera o si la calle estaba sola, él siempre aparecía exactamente a las 11:45.
Era un hombre flaco, con ropa desgastada y sucia. Siempre traía un sombrero viejo, de esos de palma, y una chamarra larga que le colgaba hasta las rodillas. No hablaba mucho. Solo llegaba, pedía su elote con mayonesa y chile, pagaba con un billete de cincuenta, y se iba sin esperar el cambio.
La primera vez que pasó, no le di importancia. Pero después de la cuarta, empecé a sentir algo raro. No fallaba, siempre a la misma hora, con el mismo billete. Lo vi bien una noche. Sus manos estaban frías cuando le di el elote, y su piel tenía un color extraño, como si estuviera enfermo o le faltara sangre.
Una vez, intenté seguirlo con la mirada cuando se fue. Caminó por la calle oscura, pero antes de que lo perdiera de vista, dobló en una esquina donde no había salida. Me asomé rápido, pero no estaba. No había casas, ni coches, solo una barda alta y un lote baldío.
Esa noche no dormí bien. Me quedé pensando en el hombre, en su rutina exacta, en su forma de aparecer y desaparecer como si nada.
La siguiente vez que lo vi, decidí hacer algo. Cuando llegó por su elote, le pregunté si vivía cerca. No respondió. Solo tomó el elote, y se quedó viéndome con unos ojos hundidos y oscuros.
—Hace frío, ¿no? —dije para romper el silencio.
El hombre inclinó la cabeza un poco y murmuró algo, pero no lo entendí bien.
—¿Cómo dice?
Levantó la vista y dijo con voz baja:
—Sabe igual que aquella noche.
Sentí un escalofrío en la espalda. No supe qué contestar. Antes de que pudiera reaccionar, él ya se estaba alejando.
Al día siguiente, le conté a don Ramiro, un cliente de siempre que tiene años viviendo en el barrio. Cuando le describí al hombre del sombrero, su cara cambió.
—¿Seguro que lo viste? —preguntó.
—Todas las noches viene a comprar un elote.
Don Ramiro se quedó callado un rato, luego suspiró y dijo:
—Hace como diez años, un elotero trabajaba aquí mismo, en esta esquina. Un día, un hombre llegó a comprar, pero algo pasó. Dicen que intentó asaltarlo, hubo un forcejeo y el elotero terminó dándole un machetazo.
Sentí que la piel se me erizaba.
—¿Y qué pasó?
—El hombre corrió, pero no llegó lejos. Se desangró a unas cuadras, justo en el baldío de allá atrás.
Me quedé helado.
Esa noche, cuando el reloj marcó las 11:45, el hombre volvió a aparecer. Esta vez, no tenía el sombrero. Pude ver bien su rostro: la piel pálida, los labios secos y una cicatriz que le cruzaba la mejilla.
Temblando, le preparé su elote. Cuando se lo di, me miró con esos ojos vacíos y dijo:
—Ahora sí, me voy.
Se dio la vuelta y caminó hacia la calle oscura.
No sé por qué, pero sentí que era la última vez que lo vería.
Desde esa noche, nunca volvió. Pero cada vez que cierro el puesto, y paso por la esquina del baldío, el aire se siente más frío, y a veces, huelo a elote recién hecho en medio de la oscuridad.