28/02/2025
DOS CLÁSICOS EN UNO: LA ERUPCIÓN DEL PARICUTÍN
Texto: José Revueltas. Foto: Juan Rulfo
UN SUDARIO NEGRO SOBRE EL PAISAJE (9 de abril de 1943)
Dionisio Pulido, la única persona en el mundo que puede jactarse de ser propietario de un volcán, no es dueño de nada. Tiene, para vivir, sus pies duros, sarmentosos, negros y descalzos, con los cuales caminará en busca de la tierra; tiene sus manos, totalmente sucias, pobres hoy, para labrar, ahí donde encuentre abrigo. Sólo eso tiene: su cuerpo desmedrado, su alma llena de polvo, cubierta de negra ceniza. El cuiyútziro —águila, quiere decir en tarasco—, que fuera terreno labrantío y además de su propiedad, hoy no existe; su antiguo «plan» de fina y buena tierra ha mu**to bajo la arena, bajo el fuego del pequeño y hermoso monstruo volcánico.
Todavía hoy Pulido vive en su miserable casucha de Paricutín, el desolado, espantoso pueblecito. Es propietario de un volcán; no es dueño de nada más en el mundo.
Como él, como este propietario absurdo, hay otros miles más, sobre la vasta región estéril de la tierra desolada por la impiadosa geología.
He visto a uno, ebrio, mu**to en vida, borracho tal vez no sólo de charanda, sino de algo intenso y doloroso, de orfandad, llorando como no es posible que lloren sino los animales. Estaba en lo alto de una pequeña meseta de arena, frente al humeante Paricutín, y de la garganta le salía el tarasco hecho lágrimas. «Era así», dijo en español, a tiempo que, vacilante, indicaba con sus dos sucias manos una dimensión: «así, de cinco medias, mi tierrita…»
Inclinóse, sentado como estaba, para humillar su negra frente sobre la monstruosa tierra. Luego, al mirar a los que observábamos, volvió el rostro, invadido por agresiva ternura. Se dirigió a otro hombre, tarasco como él, que ahí mismo, en lo alto de la meseta, vende refrescos y cervezas a los visitantes. «Sírveles una cerveza a los señores», dijo como en un lamento suplicante.
Y a nosotros:
—No me vayan a hacer menos, patroncitos. Tómensela por favor —y su ternura era la misma, contradictoria, extraña y colérica.
La «tierrita» de este hombre, tierrita pequeña, como un hijo, fue cubierta también por la inexorable ceniza del volcán.
He visto los ojos de las gentes de San Juan Parangaricútiro, de Santiago, de Sacán, de Angagua, de San Pedro, y todos ellos tienen un terrible, siniestro y tristísimo color rojo. Parecen como ojos de gente perseguida, o como de gente que veló durante noches interminables a un cadáver grande, espeso, material y lleno de extensión. O como de gente que ha llorado tanto. Rojos, llenos de una rabia humilde, de una furia sin esperanza y sin enemigo. Dicen que es por la arena, el impalpable y adverso elemento que penetra por entre los párpados, irritando la conjuntiva. Quién sabe. Creo que nadie lo puede saber.
Sobre el paisaje ha caído la negra nieve. Sobre el paisaje y la semilla. Aquello en torno del volcán es únicamente el pavor de un mundo solitario y acabado. Las casas están vacías y sin una voz, y por entre sus rendijas penetra la arena obstinada, para acumularse ciegamente. Tampoco hay pisadas ya. Nada vivo en la naturaleza, en torno del volcán, sino algunos torpes pájaros de plomo, que vuelan con angustia y asombro, tropezando con las ramas del alto bosque funeral.
Explotábase antes la resina de los árboles. Al pie del corte practicado en el tronco, se colocaba un recipiente de barro sobre el cual escurría la aromada savia. Hoy rebosan negra arena los pobres recipientes y los árboles generosos mueren poco a poco, sin respiración.
Paricutín, el pueblecito, está solo y apenas unas cuantas sombras vagan por sus calles en desorden. En tarasco su nombre quiere decir «a un lado del camino», «en aquel lado». Ahora está verdaderamente «a un lado del camino». ¿Cómo se diría en tarasco «al otro lado», al lado de la vida?
En San Juan Parangaricútiro hay un pavor religioso, una fe extraída del fondo más oscuro de la especie, cuando el hombre huía de la tempestad y un dios frenético ordenaba el destino. Tarascos de Sirosto, de Santa Ana, desfilan en procesiones tremantes, arrodillados, despellejándose la carne. Piden perdón y que las puertas de la gloria se abran para sus almas desamparadas, definitivamente sin abrigo. Las procesiones se realizan llevando al frente una bandera nacional y junto a ella otra, sarcástica, de la Unión Nacional Sinarquista. «México ha agraviado a Dios —dicen los jefes sinarquistas—, hay que salvar a México del pecado». Y atizan el pavor con un fanatismo seco, intolerante, rabioso, agresivo. Se les ve agitando, con la conciencia fría y calculadora, de un lado para otro, atentos sólo a su fin oscuro y primitivo. Las procesiones religiosas, de esa manera, resultan el más deprimente de los espectáculos.
Hemos visto una —mis compañeros y yo— que entre todas las demás tuvo la virtud de impresionarnos particularmente.
Fue por la tarde del día cinco. En todo el ámbito de la plaza escuchábase el canto, roto, inarmónico y tristísimo, de las jaculatorias.
La plaza de San Juan impone por su aspecto, que no es antiguo, que está por encima de lo antiguo, por su aspecto de cosa que comienza, por su aire bárbaro. El espíritu, entonces, evoca alguna cosa, atávicamente, y se sobrecoge de pronto con una memoria remota y áspera. Así, como esta plaza, debieron ser las de los primeros días de la conquista, vastas, desiertas, con los soldados españoles ahí, crueles y católicos. La iglesia de San Juan, sin terminarse de construir, contribuye a la visión: apoyándose en los andamios contra la pared, un malacate sirve para izar los grandes bloques de cantera para la torre inconclusa y esto mismo nos traslada a los tiempos duros y fanáticos, cuando se inició la conversión de infieles.
Porfiado, lleno de dolor, oíase el canto. Los Indígenas, de rodillas, se dirigían al templo, la cabeza inclinada, pidiendo al Señor de los milagros el perdón y la puerta del cielo. Al frente una mujer levantaba la bandera sinarquista. ¿Qué entenderían aquellos hombres sumisos y empavorecidos? El sinarquismo era para ellos, en aquel instante, como una forma de la religión; tal vez una forma de aplacar la ira de dios. Pero también, quizá, ni siquiera del dios católico, sino de aquel otro, terrible y sombrío, que desde el fondo de la tierra, vomitando fuego, había asolado sus verdes campiñas, su antigua tierra fértil, hoy calcinada. El sinarquismo era su miedo, su inseguridad, su desposesión, lo mismo que para los viejos hermanos de la conquista fue la negra cruz refugio por todo lo que se les había quitado, ceguera de piedad para no ver su desgracia.
Vimos eso terrible en la plaza de San Juan Parangaricútiro. Vimos esa vuelta al seco pasado y otra vez vimos, también, las mismas fuerzas de negación, pesando sobre el alma elemental de los indios.
Tomamos el camino de la ceniza. A nuestras espaldas se quedó Morelia, cuyo cielo aún es transparente. Perdiéronse las hermosas torres de la antigua Valladolid y frente a nosotros tan sólo restó la recta, obsesiva línea de la carretera.
Me entretuve leyendo una biografía, extraordinariamente amena, de Francisco Pizarro, mientras nuestro camión nos llevaba en pos de aquel cielo negro y enrarecido de Uruapan. Cruel negocio de mercaderes, la conquista del Perú; de mercaderes ignorantes y ruines, como el trujillano, o ambiciosos y torpes como Diego de Almagro y Hernando de Luque. Vergonzosa página de la historia de España el «contrato» de Panamá, en 1526, y vergonzosa, también, la «capitulación» de la reina nombrando capitán general, adelantado, etcétera, a ese chapucero de Francisco Pizarro, peor que Cortés.
Nuestro recelo de indios y mestizos, ese nuestro complejo de inferioridad —que tiene variedades tan extrañas, tan contradictorias—, todo eso humillado que tenemos, proviene de cómo fue hecha la conquista, de quiénes vinieron para hacerla y del modo como les fue otorgada a los conquistadores la merced de conquistar.
Atahualpa —Atabalipa, llamábanle los cronistas del XVI— cree en Pizarro. Confíase absolutamente en su palabra y acude a la primera entrevista con el conquistador, sin arma alguna y con gran regocijo, «muy holgado» de verlo. Sin encontrar ningún pretexto apoyándose en el cual pueda hacer prisionero al inca —que Atahualpa no da pie para ello—, Pizarro recurre a la farsa monstruosa del nefasto cura Valverde, quien lee al emperador quechua los santos evangelios, en voz alta y sin que el indio los entienda, pretendiendo mediante procedimiento tan absurdo como leguleyesco que el inca se convierta a la fe católica. Un gesto, un ademán de pura ignorancia por parte «del Atabalipa» hace al cura Velverde proclamar el sacrilegio y dar órdenes a los soldados de apresar al inca, con un salvoconducto teologal como el «yo os absuelvo, prendedle», o algo por el estilo. Y éste fue tan sólo un episodio entre muchos. La historia de la conquista está hecha de numerosas felonías que, forzosamente, debieron influir sobre la contextura psicológica de nuestros pueblos, creándoles todo eso triste, resentido, lleno de desconfianza y prevención que tienen.
En torno de nosotros extendíase el campo michoacano. Por esos rumbos, adelante de Morelia y aún adelante de Pátzcuaro, las cenizas del Paricutín no han causado un daño considerable. Se ven aún los surcos rectos, oscuros, feraces y el cielo es claro, apenas ligeramente gris.
Más tarde corríamos junto a las riberas del lago de Pátzcuaro. Éste no es el de Lawrence. El de Lawrence es Chapala, pero sin embargo son parecidos o así lo creo. El caso es que, involuntariamente, me puse a evocar la figura de aquellos niños indígenas que en La serpiente emplumada dedícanse al juego bárbaro de hundir bajo el agua, por algunos instantes, a una pobre gallina a la que sacan, después, para hundirla nuevamente, mientras aletea con desesperación infinita. Luego, también, a los remeros de bronce que conducen a Kate —la he***na neurasténica, incomprensiva, a la vez extraordinariamente inteligente e insoportablemente estúpida—, a quien cautivan y sobrecogen con su hermosura.
Éste —se me ocurrió— es México, sombra, luz, desaliento y esperanza; se precipita, como la tierra cuando se acomoda, en formaciones sísmicas terribles, sangrientas, oscuramente nobles y plenas de dignidad interior.
Corríamos por la carretera hacia la ceniza. El hecho era increíble pero nuestro paisaje de cristal de esos momentos debía trocarse por uno sucio y borroso.
—En Uruapan —narraba un pasajero— a las doce del día tuvo que encenderse la luz en las calles. Era imposible ver, de tanta arena.
Tal vez no fuese cierto, ni fuese cierto, tampoco, el propio volcán. Porque en México, tan vasto, todo ocurre como en la casa de los espejos y de pronto uno se t**a consigo mismo o con una puerta que lo deja en el aire; es un país de irrealidad, de fantasías completamente verosímiles.
—Dicen que se hunde uno hasta las rodillas, en la arena de las calles de Uruapan.
Todos volvieron la cabeza hacia quien hablaba. Era un viejecito absurdo, con voz de mujer. «¿Quién lo traería?»
Pero nos acercábamos a la ceniza. El camión ya levantaba una columna de polvo, pese al asfalto de la carretera. Se trata de un polvo extraño, que se puede encontrar hoy y se encontrará todavía durante algún tiempo. Un polvo negro, que no pica en la nariz, un polvo singular, muy viejo, de unos diez mil años. Con ese polvo tal vez se hizo el mundo; tal vez las nebulosas estén hechas de él. Y los peces también, quizá, aquellos de los primeros grandes mares.
Algo sentíamos en el espíritu, en el espíritu y de ninguna manera como una sensación física. Como si se regresase a un lugar ya conocido en el tiempo, pero el cual no se hubiera visto jamás; conocido sólo en el tiempo. O como si fuese uno testigo de alguna cosa anterior a uno mismo y anterior, igualmente, a los demás hombres.
Paracho afirmó la sensación: la gente de Paracho tiene esa actitud comunicativa, risueña y asombrada, de las gentes que ven nevar en un sitio donde nunca ha caído nieve. Cualquier transeúnte o cualquier vendedor de guitarras o cualquier comerciante en jícaras de Quiroga está presto a explicar cuanto se le pregunte sobre el Paricutín y, de su peculio, a soltar toda la fantasía que le llegue a la imaginación, sin necesidad de preguntarle. Que si ayer era imposible llevarse una taza de café a la boca porque en un segundo se llenaba de arena o que si tal otro día se escucharon imponentes ruidos subterráneos. En Paracho todos tienen esa nerviosidad alegre de quienes, de súbito, cambian de sistema de vida o alteran la monotonía de su existencia con un suceso inesperado a la vez que común.
Aunque, en realidad, la ceniza de Paracho sube arriba de las banquetas y los techados de tejamanil están negros por el polvillo del volcán.
A nuestra derecha —¡por fin!—, camino de Uruapan, elevóse la columna negra del Paricutín. Aún no nos encontrábamos bajo el penacho sombrío y sobre nuestras cabezas todavía brillaba un extraordinario cielo de estrellas. Tan poderosa como es, tan superior, tan llena de ciego misterio, la columna del volcán ejercía una extraña fascinación sobre nosotros.
Es difícil explicar los minutos de aproximación a esa zona de las tinieblas. Corríamos, raudos, hacia ellas, pero por un instante la circunstancia perdió el tono deportivo para volverse vacía, atroz, angustiosa. Si el mundo fuese plano y uno corriera hasta llegar a su extremo, tal vezo eso inaudito de encontrarse al borde de una dimensión inimaginable correspondiera a la sensación de tal momento. Sobre nosotros, el cielo estaba dividido en dos: uno, encima justamente, con estrellas; otro, allá, sin medida, negro.
Volví la cabeza para mirar a Venus, final estrella náufraga, y de pronto me sentí ya bajo la lluvia que, hasta aquel sitio, lanza el Paricutín. Lluvia dura, arena vertical que hace de la atmósfera un tejido donde la luz se desmaya quedamente, como si le faltase la respiración.
En Uruapan la gente se mueve de un lado para otro, aprensiva, ya sin la desenvoltura de los de Paracho. Los transeúntes, con el pañuelo en la boca para no aspirar el polvillo del volcán, cruzan la acera mirando turbiamente los montones de negra ceniza.
—Imagínese usted —me dijo un pequeño propietario— que antes del volcán invertí tres mil pesos en la compra de una huerta. Ahora veré si los salvo. Quién iba a saber. Y la arena sigue subiendo.
Sus palabras eran muy serias. Visiblemente le preocupaba el problema, pues su huerta, de continuar cayendo arena, se echará a perder sin remedio.
En el mercado pregunté por el precio de la masa. La rolliza molinera repuso, con sequedad: —Doce centavos el kilo, patrón.
Sin apartar la vista de sus manos extraordinariamente limpias, torné a preguntar, ya con un poco de ironía: —¿Y antes del volcán? —la mujer me miró con estupor: —¿Pues a cómo iba a valer si no a ocho? —Su respuesta fue de una sinceridad absoluta.
Sobre las famosas carnitas de Uruapan cae una fina lluvia de polvo. Casi no pueden comerse, de tanta tierra. Tierra del Paricutín. Pude observar una escena interesante: derrengado, flaco, con su cobija mal terciada sobre el hombro anguloso, un indígena se acerca a la fondera de un establecimiento, en la plaza, una guarecita, tarasca también.
—¿Pus no tienes tortillas, pues? ¡Dame un cincu…! —y tendía la moneda.
—Pus qué de tener. ¿Pus no se acabaron, pues?
El indígena se comió su carnita sola, llena de tierra, sin el sabroso pan, delgado y redondo, de maíz.
*
LA MAJESTAD DE LA TIERRA ANTES DEL HOMBRE (11 de abril de 1943)
Los aficionados al volcán, los turistas de todas partes de la República, se agitan nerviosos, esperando un camión que los lleve a San Juan. Escuchan todos los relatos, todas las exageraciones, creyéndolos a pie juntillas. Se dejan esquilmar tranquilamente por los camioneros que les cobran tres pesos por el viaje. Los camioneros obtienen, de cada excursión, noventa pesos. Quiere decir que deben cargar, apeñuscadas en la forma más inverosímil, a treinta personas, en un mal camión en el que no caben veinte desahogadas.
A un amigo de Mayo, fotógrafo él también, se le ocurrió informarnos, frente al grupo de turistas, ya subidos, después de mil trabajos, en el camión: —Se apagó el volcán. Ya no vayan. Aquello es puro humo. —Lo dijo a voz en cuello y parecía muy satisfecho de habernos hecho el favor.
Los turistas lo miraron con unos ojos de rabia infinita. —¿Y a él qué le importa?
¿A qué diablos tenía que meterse con el volcán, propiedad común, belleza del pueblo, más del pueblo que todas las honorables legislaturas juntas y que todo lo más inalienable de los ciudadanos?
La gente «de fuera» adora al volcán. Está dispuesta a cualquier sacrificio con tal de admirar la majestuosa, imponente fumarola del Paricutín. La gente de Uruapan no; es más escéptica. La gente de San Juan más aún. Y la otra gente, la de Paricutín, la de Santiago, toda aquella que no usufructúa siquiera los beneficios del turismo, ésa ya no tiene esperanzas.
—¿Qué voy a hacer con mi tierra? —se nos acercó un hombre en Parangaricútiro, con una lamentable sonrisa de apocada dulzura—: ¡Deme un diez, patrón, para la charanda!
En Parangaricútiro los hombres, en su mayoría, andan borrachos por la calle. Borrachos de una borrachera sombría, silenciosa. Se emborrachan para poder llorar sin que se les haga burla. De cuando en cuando gritan. Invariablemente una mentada, dirigida a quién sabe quién. Luego piden limosna, sin el menor recato.
Y ahí está la iglesia, en mitad del pueblo. Y en torno de la iglesia, las cantinas. Y el sinarquismo.
El arroz, el maíz con que se les ayuda, por las autoridades, apenas es un remedio provisional. Quieren saber algo más, porque ya perdieron este año: se dembió sembrar en marzo. Este año, ¿y el próximo?
Paricutín es terriblemente triste, en desorden, sin amparo, como si una mano inmensa lo hubiese sacudido, desvencijándolo. En todo el tiempo que estuvimos ahí —cerca de treinta horas— no llegué a contar más de veinte habitantes, entre ellos, desde luego, tres miembros de la Defensa Rural, con su carabina parda, sus cobijas cenicientas y los ojos prevenidos, fieros y quebrados a la vez, como si hubiesen perdido un hijo.
Los saludamos:
—Buenos días.
—Natzaranscu (buenos días) —respondieron como si nos contestaran desde otro mundo.
En Paricutín hay sólo unas cuantas casas de mampostería, las demás son de madera. Estas últimas están constituidas en tal forma que los tablones de las paredes y del piso ensamblan como para desarmarse. De esta suerte no son inmuebles; se las puede trasladar de uno a otro sitio sobre una carreta tirada por bueyes.
Así emigraron los habitantes de Paricutín, en fila interminable, por esos caminos atroces, quién sabe a dónde. No respondían cuando se les preguntaba por su destino; apenas una mirada torva, absorta, como si acabaran de despertar de un sueño sin sentido. ¿A dónde?
—¡Quién sabe! ¿Onde pues hay tierra?
Son delgados, los tarascos de Paricutín, flacos, y se han vuelto de arena ellos también, como sin sonido. Acaso se conviertan en piedra, verdaderamente. Tienen ceniza en los ojos, en los dientes, en la nariz, en las mejillas, y ya no se bañan, para qué, desde febrero, desde que apareció el volcán sobre los terrenos del Cuiyútziro, en los terrenos del águila, del águila ciega y mu**ta.
Nos rodearon con curiosidad, con un abandono terrible, únicamente como pretexto para moverse y no llegar a cosa sin mirada y sin espíritu.
—Natzaranscu (buenos días) —otra vez—. ¿Van a la volcana?
Felipe Chávez, Bruno Rangel, Pedro Hernández, Esteban Rangel, Manuel Cervantes, Cipriano Gutiérrez, Fermín Santiago. Estos nombres también podían estar, con los clásicos torpes caracteres, dibujados sobre una prieta cruz. Los mismos seres que cobijan son como una cruz humana, de carne y lágrimas, con los brazos caídos sobre el cuerpo, cruz sin brazos, ambulante, peregrina fija, inmóvil en el sitio oscuro de la muerte.
—Yo tenía cinco medias.
—Yo ocho.
—Yo era mediero.
Lo dicen secamente.
—Natzusco (buenas tardes).
Y desde los buenos días a las buenas tardes, hemos hablado con ellos, como dentro de una pesadilla en la cual se repitiesen, hasta la locura, las mismas palabras del tema obsesivo: la tierra, la resina, el tejamanil, todo de lo que se vivía, se ha perdido para siempre.
—Y las vacas, jefecitos. ¿Qué haremos cuando se nos acabe el rastrojo?
Aquello es la majestad de la tierra antes del hombre. Cuando ella reinaba sola e inclemente, antes, siquiera, de los animales. La base del cono volcánico —nos lo dijo el ingeniero Ezequiel Ordóñez— mide setecientos metros de diámetro, y la altura es de doscientos ochenta metros. Un pequeño volcán.
Ezequiel Ordóñez es un viejo gigante de setenta y tantos años, geólogo, que ama al volcán con todas sus fuerzas de roble derecho, de roble varonil.
Al segundo o al tercer día de la erupción, cuando el pánico se había apoderado de las gentes, el «padre geólogo», como desde entonces lo llaman los indígenas, fue el primero en impartirles consuelo, seguridad, confianza, en la medida en que esto era posible. Los tarascos de la región dicen que se llama Quisocho Ordoñie: graciosa deformación, en lengua indígena, del castellano nombre de este personaje singular. Y Ezequiel Ordóñez es así, vasto, severamente cordial, recto, con una mirada de águila y grandes manos, como alas de ángel antiguo.
Cuando habla no aparta la vista de «su» volcán.
—Fíjese usted —afirma— cómo las volutas tienen un clásico aspecto de coliflor…
Nos explicó que en el Paricutín no se producen explosiones, sino que se trata de una «erupción continua».
—El volcán —dijo— se encuentra en su periodo máximo de actividad. Es decir que en términos generales «no pasará de ahí». Ahora que quién sabe cuánto tiempo dure…
—Representa este fenómeno —agregó— un ciclo volcánico muy antiguo, que tal vez se encuentre en su periodo de extinción.
Ordóñez tiene algo de apóstol, mezclado al hombre de ciencia que es. Quiere a los campesinos, los ayuda. En su campamento de observación siempre hay dos o tres, quietos, mudos, silenciosos, como piedras del volcán.
Sin embargo, Bañuelos —fotograbador, compañero nuestro en el viaje a Paricutín— cree firmemente que Ordóñez no existía antes del volcán y que de ahí, de sus entrañas, donde estaba estudiando, fue arrojado durante la erupción. Pero no. Eso no es cierto, porque Ordóñez había escrito ya, en 1889, en la Revista de la Sociedad Antonio Alzate, un sesudo estudio sobre la erupción del Jorullo, ocurrida, como se sabe, en el año de 1759, que hasta pudo contemplarla el barón de Humboldt.
El «padre geólogo» observa el volcán por el lado norte. Pero nosotros, por nuestra parte, decidimos admirarlo por el noroeste, hasta una distancia aproximada de ciento cincuenta metros de su base. Nuestra osadía nos valió soportar —mientras huíamos despavoridos— una terrible granizada de arena gruesa que estuvo a punto de hacer que los guías —Manuel Mateo y Delfino Rangel— nos abandonasen a nuestra suerte.
El admirable Mayo, en su afán de obtener las mejores fotos, se quemó los pies —no gravemente, por fortuna— al pretender subir por una cuesta que , con seguridad, ardía.
Cuando el día seis por la noche, avistando el valle de México y la luminosa pedrería de la ciudad, le pregunté: «¿No te parece la ciudad de México, en estos momentos, con sus millones de luces, como la falda del Paricutín después de una bocanada de fuego?», Mayo asintió silenciosamente con la cabeza.
Sí. Ahora hay que preguntarnos: esa pedrería, esa arena luminosa de los palacios de nuestra ciudad, de los palacios de nuestros viejos y nuevos ricos, ¿no extinguirá, como aquella otra, los campos y la tierra, agostando las flores, cubriendo de ceniza improrrogable la tremenda patria?
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NOTA:
El 20 de febrero de 1943, a las 5 de la tarde hizo erupción el volcán Paricutín en el pueblo del mismo nombre al cual destruyó. En pure’pecha, Paricutín significa: ‘A un lado del camino’, ‘En aquel lado’. El Paricutín fue el volcán más joven del siglo XX, la lava que expulsó abarcó 11 kilómetros y su secuencia principal de actividad duró nueve años.
El diario El Popular, que dirigía Vicente Lombardo Toledano, mandó al joven escritor de izquierda José Revueltas, de 29 años. El trabajo lo realiza Revueltas en Uruapan, 40 días después de la erupción: un texto de once cuartillas que publica del 9 al 11 de abril de 1943 con el título Visión del Paricutín.”
Rulfo fue tiempo después.
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San Juan Parangaricútiro: Iglesia y volcán. Foto: Juan Rulfo