Suplemento Ojarasca

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UNA MÁS DEL “ESTADISTA” COLONIZADO Y SERVIL. EL GRAN ROBO DE NOBOA A ECUADOR: EL PETRÓLEO DEL CAMPO SACHA PASA A PARTICU...
04/03/2025

UNA MÁS DEL “ESTADISTA” COLONIZADO Y SERVIL. EL GRAN ROBO DE NOBOA A ECUADOR: EL PETRÓLEO DEL CAMPO SACHA PASA A PARTICULARES.
Sputnik. Quito. La Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (Conaie) arremetió este lunes contra el gobierno, al que acusó de haber consumado "un robo al país" con la concesión del campo petrolero Sacha, el más productivo de la nación con 77 mil barriles diarios.
"El gobierno de Daniel Noboa ha consumado un robo al país: entregó el campo petrolero Sacha, el más productivo del Ecuador, a manos extranjeras", señaló la Conaie en un comunicado difundido en la red social X.
Según la organización, esta decisión traerá consigo pérdidas por más de 8 mil millones de dólares, tras un proceso "oscuro y sin transparencia" para ceder la explotación de este recurso estratégico al consorcio Sinopetrol.
Dicho consorcio está integrado por las empresas Petrolia Ecuador, subsidiaria de la canadiense New Stratus Energy, y Amodaimi Oil Company S. L., de la estatal china Sinopec.
"Sacha ya no es del pueblo. Ahora, el 87.5 por ciento de sus ganancias irá a manos privadas, mientras Ecuador apenas recibirá un 12.5 por ciento, quedándose con las migajas de su propio petróleo", señaló la Conaie.
Mientras ello ocurre, el país enfrenta hambre, crisis y desempleo, y el gobierno, en lugar de defender los recursos nacionales, los entrega a intereses extranjeros, añadió.
"Este saqueo no es casualidad. Daniel Noboa está desesperado por recursos para usar el Estado con fines electorales y pretende hipotecar el futuro del país para mantenerse en el poder", precisa el texto.
El documento, firmado por el Consejo de Gobierno de la Conaie, califica esta decisión como "saqueo" y ratifica que no permitirá "que sigan vendiendo el país mientras el pueblo paga las consecuencias".
Sacha, ubicado en la región amazónica, produce 77 mil barriles diarios, con reservas estimadas en 350 millones de barriles, pero su entrega a manos privadas dejaría pérdidas al país estimadas en 1.044 millones de dólares, según un informe de la Asociación Nacional de Trabajadores de las Empresas de la Energía y el Petróleo (Antep).
Este pronunciamiento tiene lugar luego de que el fin de semana circulara en redes un documento presuntamente firmado de forma electrónica por la ministra de Energía y Minas, Inés Manzano, referida a la concesión a un consorcio foráneo.
Manzano rechazó que haya rubricado dicha concesión y anunció para este lunes una comparecencia, tras la filtración del documento.
Sin embargo, desde su cuenta en la red social X, señaló que de darse este paso, se hará "pensando en lo que necesitan los ecuatorianos: producción e inversión social".
Varios sectores en Ecuador se oponen a la privatización de los recursos naturales, máxime al tratarse del campo más productivo y rentable del Ecuador.

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Trabajadores en el campo petrolero Sacha. Foto: PetroEcuador

ARRIBA EL CORAZÓN DE LOS "ARRIBAS".Ignacio Villanueva desde Xoxhicuautla, EdoMex. En Suplemento Ojarasca 335“Arriba el p...
03/03/2025

ARRIBA EL CORAZÓN DE LOS "ARRIBAS".
Ignacio Villanueva desde Xoxhicuautla, EdoMex. En Suplemento Ojarasca 335

“Arriba el pulque”, grita la piedra;
“arriba la piedra”, grita el pulque.
Luego aparecen otros “arribas”:
arriba el ojo de agua,
la sombra de una ardía,
el viento frío de diciembre.
Y así se suman más “arribas” a este eco
que se expande a mil por hora
y se transforma
en un festival de los “arribas”.
En medio del barullo
aparece el coraje del nosotros,
tan fuerte como un rayo,
perdón como un trueno.
Truena y escribe con las luces del relámpago:
arriba nuestro mole,
nuestros ancestros,
nuestras peñas
y vistas panorámicas,
y todo lo que hay aquí
y nos pertenece
a los pueblos de la montaña
como Xochi.
Sí, está bien,
replican unas varitas de ocote
que juegan a las manitas calientes
con la lumbre.
Pero, agregan en buen plan,
cada que griten, lloren o se quejen
por esto, eso o aquello, también:
siembren un árbol,
limpien los caminos,
usen el azadón,
cuiden y protejan dignamente los
“descansos”,
cumplan lo que hablan y prometen,
no importa el credo que pregonen.
¡Arriba el corazón de los “arribas”!

Atentamente: El corazón que sueña y vive, Xochicuautla, diciembre del 2024

https://ojarasca.jornada.com.mx/2025/02/07/arriba-el-corazon-de-los-201carribas-7544.html

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Magueyes pulqueros, Estado de México. Foto: Justine Monter Cid

DE LA MODERNIDAD LITERARIA: Es hora de reconstruir nuestro mundo literario: Mikel Ruiz, autor tsotsil“No podemos llamarn...
03/03/2025

DE LA MODERNIDAD LITERARIA: Es hora de reconstruir nuestro mundo literario: Mikel Ruiz, autor tsotsil
“No podemos llamarnos a nosotros mismos ‘indios’; eso representa la ideología de una época”, considera el ganador del Premio Nezahualcóyotl 2023. Entrevista de Reyes Martínez Torrijos

El escritor tsotsil Mikel Ruiz sostuvo que es momento para los integrantes de los pueblos originarios de reconstruir nuestro mundo literario y concentrarse en cómo queremos contarnos, pero también de cuestionar las voces que siempre los han relatado desde afuera.

El narrador dijo a La Jornada que en su escritura no puede prescindir de la cuestión humana: el trabajo, difícil para un escritor, es despojarse de sus prendas, lengua y aspecto, y llegar al ser humano, lo cual ha sido su búsqueda hasta su novela más reciente, Sk’ak’alil ayan li ak’obale / El origen de la noche, que presentó el pasado 26 de febrero en la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, y el día siguiente, en el Museo Nacional de Culturas Populares.

Ruiz destacó lo esencial de retirar el aspecto físico y a qué cultura pertenece, pues el amor, el odio, el desamor, la muerte, el dolor, los celos y la compasión son elementos que todos los sentimos. Aunque seas tsotsil, tseltal, náhuatl, mestizo, europeo o asiático puedes amar, odiar, sentir rencor.

Reiteró que cuando da talleres a nuevos escritores hace hincapié en que, a diferencia de autores indigenistas, “no podemos contar así las cosas, llamándonos ‘indios’ a nosotros mismos, porque eso representa la cuestión ideológica de una época.

No sólo queremos contarnos, porque no son las voces narrativas, sino la cuestión de los focos que representan una ideología, donde nuestros ejes, de tsotsiles, tseltales, representan un mundo.

El narrador rechazó decir: “‘un tsotsil reacciona así’ o ‘lo que no hace un nahua’. No importa de qué cultura vengas, todos podemos reaccionar diferente, y al final hacer lo mismo, sólo falta el detonante que nos impulse a hacerlo. Todos podemos amar, sí, pero también matar, si una cuestión nos orilla a hacerlo”.

En El origen de la noche, obra ganadora del Premio Nezahualcóyotl de Literatura en Lenguas Mexicanas 2023, continuó Mikel Ruiz, “juego con el cuestionamiento de los imaginarios, de los buenos y los malos, víctimas y victimarios.

“Desde mis trabajos anteriores he buscado entrar en la mente del narcotraficante más temido y verlo desde su pensamiento, sentimientos y deseos, así como en la de la víctima. Ver cómo piensa, siente y enfrenta una situación. A veces no hay gran diferencia, la cuestión es cómo los separamos socialmente, dónde los ubicamos: ‘éste cometió este acto, es el malo; éstos son los buenos y las víctimas’.

Para mí no hay un porqué uno es malo y otro bueno; simplemente, las condiciones sociales nos llevaron a ir por un lado o por otro. Recordemos que los actores sociales son cambiantes, fluctuantes.

Mikel Ruiz recordó que esta novela surgió porque quería contar la historia de una niña que fue víctima de la masacre de Acteal, “pero mis investigaciones y otros trabajos me llevaron a otro lado y a cuestionarme algo crucial para mí: las víctimas siempre están, se les escucha, se manifiestan, están visibles (…), pero lo que me parece más complejo es cómo el gobierno ha sabido trabajar sobre los victimarios”.

Los paramilitares responsables de esos asesinatos “fueron liberados, uno por uno o en grupo, y no se sabe dónde están, de qué viven, qué hacen. Nada. Ellos desaparecieron, pero lo que sí se sabe es que están en sus comunidades, han regresado; incluso, han seguido ejerciendo cierto poder sobre sus víctimas (…) Ya están mezclados. Estoy trabajando eso en otro libro, algunos de sus hijos o parientes ya hasta tienen relaciones familiares con las víctimas”.

El también crítico literario sostuvo que según documentos de los paramilitares, muchos de ellos eran militares, pero nacieron en el mismo lugar donde fueron a masacrar. ¿En qué momento salieron? ¿Por qué? ¿Por qué luego regresaron con todo el coraje para hacer esto, deshumanizados? Y, ¿qué es ser, estar y actuar deshumanizado?

Semejante replanteamiento ficticio, añadió Ruiz, me ha permitido filtrar y entrar un poco en esa cuestión humana con el fin de entender qué pasó en su mente, en su corazón, que los llevó a hacer eso, qué está en juego; si no siente nada, no pasa nada en su mente; ¿será que no está visualizando al futuro, no tiene deseos de algo posterior? Creo que todo lo contrario: hay un montón de cosas. Es lo complejo que siempre he tratado de hallar en mis personajes, al menos en los principales.

En torno al título de la narración, explicó que el apellido del personaje Pablo Ak’obal significa noche, pero también se refiere al origen de su historia, cuando pasa por procesos complejos y va oscureciendo su alma, su corazón, la parte en que se construye este personaje desalmado para llegar a hacer esto.

Otro significado de la noche es la niña, que a consecuencia de la agresión pierde la vista y la memoria. No sólo es no ver la cotidianidad, sino ignorar el pasado. Es también el origen de la oscuridad de ella.

Ruiz concluyó: “terminé hablando del victimario porque hacerlo de la víctima es mucho más complejo. Es más fácil caer en ciertos parámetros sociales de cómo se construye la imagen de la víctima, sin respetarla, porque se politiza. Las historias oficial y no oficial intentan usar estos imaginarios para beneficios propios. Cada sexenio los gobiernos se aprovechan de estas víctimas o de los sobrevivientes para jugar en sus campañas.

Vuelvo a hablar de los victimarios. Es más difícil aprovecharlos en un discurso político del poder mismo. Es más fácil usar a las víctimas. Se ven como producto. Eso es lo más lamentable; eso sí es deshumanización.

La Jornada

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Foto: Roberto García Ortiz

OAXACA, SIGUE OAXACA EN EL TORBELLINO DE LOS ASESINATOS Y DESAPARICIONES DE DEFENSORES. JA-JA-JARA "gobierna" mientras a...
02/03/2025

OAXACA, SIGUE OAXACA EN EL TORBELLINO DE LOS ASESINATOS Y DESAPARICIONES DE DEFENSORES. JA-JA-JARA "gobierna" mientras asesinan a Cristino Castro, defensor de la tierra en Oaxaca que estaba bajo mecanismo de protección.

Oaxaca, Oax., El defensor de la tierra y el territorio, Cristino Castro Perea, de 63 años, fue asesinado a balazos en el municipio de Santiago Astata, en el Istmo de Tehuantepec. Formaba parte del Colectivo Defensores Ambientalistas de la Barra de la Cruz, y estaba incorporado al mecanismo de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas de la Secretaría de Gobernación (SG).

El Centro de Derechos Humanos y Asesoría a Pueblos Indígenas (Cedhapi) informó, en un comunicado, que la tarde del viernes Castro Perea fue atacado por dos sujetos armados que iban a bordo de una motocicleta, en la comunidad de Barra de la Cruz, municipio de Santiago Astata, cuando el activista estaba en el kiosco del poblado.

En 2023, destacó el Cedhapi, Cristino Castro fue adherido al citado mecanismo de protección.

El conflicto que dio origen a la integración del Colectivo de Defensores Ambientalistas de la Barra de la Cruz data de 2013, cuando un grupo de personas pretendió apoderarse de unas 24 hectáreas de terrenos a orilla de playa de esa comunidad, con la intención de privatizar y vender esa zona a grupos hoteleros, explicó el Cedhapi.

A partir de ese momento, recordó, se dieron una serie de confrontaciones en la defensa del territorio; incluso en septiembre de 2021 se perpetró un atentado contra José Castillo Castro, miembro del colectivo de defensores, quien recibió dos disparos de arma de fuego.

Dijo que derivado de esta situación José Castillo, Castro Perea y otros integrantes del colectivo de defensores ambientalistas fueron adheridos al mecanismo de protección de la SG por considerar que su vida estaba en riesgo.

En febrero de 2022, señaló el Cedhapi, un grupo de vecinos liderados por personas ajenas a la comunidad de Barra de la Cruz llegó con máquinas y destruyó la zona de manglares en el paraje conocido como El Nanche, con la intención de apoderarse y lotificar el área en cuestión.

Sin embargo, la lucha de los activistas rindió frutos en diciembre de 2023, cuando el entonces presidente Andrés Manuel López Obrador, declaró área natural protegida con la categoría de santuario el sitio Barra de la Cruz.

Apenas el 18 de febrero organizaciones nacionales e internacionales, en un comunicado, exigieron el cese a los ataques contra los defensores en el Istmo de Tehuantepec, ello luego del triple homicidio de militantes de la Unión de Comunidades Indígenas de la Zona Norte del Istmo (Ucizoni) en el poblado de Platanillo, municipio de Santo Domingo Petapa.

Los firmantes destacaron que en esta región del estado de Oaxaca existe un panorama preocupante e inaceptable de agresiones a personas y comunidades defensoras de derechos humanos, de la tierra y el territorio en la región, mismas que fueron documentadas por una misión de observación efectuada en 2023.

Manifestaron que de mayo de 2021 a mayo de 2024, las organizaciones defensoras han registrado al menos 72 ataques con al menos 226 agresiones, entre ellas hostigamiento, ataques físicos, probables desapariciones forzadas, desplazamientos internos forzados, detenciones arbitrarias, criminalización y homicidios, enmarcadas principalmente en el proyecto del Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec.

La Jornada

TACURO, MICHOACÁN, LOGRA SU AUTONOMÍA.  Gloria Muñoz Ramírez, Los de AbajoEl Consejo Supremo Indígena de Michoacán (CSIM...
01/03/2025

TACURO, MICHOACÁN, LOGRA SU AUTONOMÍA.
Gloria Muñoz Ramírez, Los de Abajo

El Consejo Supremo Indígena de Michoacán (CSIM), organización de la región p’urhépecha, anunció que la asamblea de la comunidad de Tacuro, ubicada en la Cañada de los Once Pueblos en el municipio de Chilchota, decidió por unanimidad autogobernarse, administrar directamente sus recursos y regirse por usos y costumbres, a pesar del intento de boicot por parte de la presidenta municipal de Chilchota, Alejandra Ortiz Suárez.

No es menor el logro de la asamblea de Tacuro en busca de su autonomía. Durante años las comunidades organizadas han sufrido la represión como respuesta, en una región asolada por el crimen organizado. En este contexto, el Consejo Supremo Indígena de Michoacán, que aglutina decenas de comunidades en la sierra p’urhépecha desde los años 70, ha sostenido a la asamblea como la máxima autoridad comunitaria para defenderse de invasiones y despojos, y para el ejercicio de su derecho a recibir y gestionar, de manera directa y sin injerencia del gobierno, los recursos públicos contemplados en el presupuesto local.

La votación, explicó el CSIM, se pudo llevar a cabo a pesar de que un grupo de habitantes de Tacuro, principalmente empleados del ayuntamiento, así como sus familiares, tomaron el pasado 27 de febrero la carretera Carapan-Zamora para intentar detener la consulta. Pero, señala la asamblea en un comunicado, el pueblo de Tacuro ya despertó, no hizo caso a las provocaciones y votó a favor de su autonomía.

Ante los intentos para frustrar la consulta, las autoridades tradicionales de las 70 comunidades indígenas que integran el consejo responsabilizaron a Ortiz Suárez y Pake Gómez de cualquier represión, detención arbitraria o criminalización que pudieran sufrir quienes votaron a favor del autogobierno. Y anunciaron que pronto se celebrará una Jornada Estatal de Lucha en Defensa de la Autonomía, tomando en cuenta este ejercicio de democracia directa.

(Este viernes, la resistencia de la comunidad otomí residente en la Ciudad de México obtuvo un logro en la búsqueda de vivienda digna, luego innumerables acciones como parte del Congreso Nacional Indígena.)

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Asamblea en el pueblo de Tacuro vota por su autonomía. Foto: Consejo Supremo Indígena de Michoacán

DOS CLÁSICOS EN UNO: LA ERUPCIÓN DEL PARICUTÍNTexto: José Revueltas. Foto: Juan RulfoUN SUDARIO NEGRO SOBRE EL PAISAJE (...
28/02/2025

DOS CLÁSICOS EN UNO: LA ERUPCIÓN DEL PARICUTÍN
Texto: José Revueltas. Foto: Juan Rulfo

UN SUDARIO NEGRO SOBRE EL PAISAJE (9 de abril de 1943)
Dionisio Pulido, la única persona en el mundo que puede jactarse de ser propietario de un volcán, no es dueño de nada. Tiene, para vivir, sus pies duros, sarmentosos, negros y descalzos, con los cuales caminará en busca de la tierra; tiene sus manos, totalmente sucias, pobres hoy, para labrar, ahí donde encuentre abrigo. Sólo eso tiene: su cuerpo desmedrado, su alma llena de polvo, cubierta de negra ceniza. El cuiyútziro —águila, quiere decir en tarasco—, que fuera terreno labrantío y además de su propiedad, hoy no existe; su antiguo «plan» de fina y buena tierra ha mu**to bajo la arena, bajo el fuego del pequeño y hermoso monstruo volcánico.
Todavía hoy Pulido vive en su miserable casucha de Paricutín, el desolado, espantoso pueblecito. Es propietario de un volcán; no es dueño de nada más en el mundo.
Como él, como este propietario absurdo, hay otros miles más, sobre la vasta región estéril de la tierra desolada por la impiadosa geología.
He visto a uno, ebrio, mu**to en vida, borracho tal vez no sólo de charanda, sino de algo intenso y doloroso, de orfandad, llorando como no es posible que lloren sino los animales. Estaba en lo alto de una pequeña meseta de arena, frente al humeante Paricutín, y de la garganta le salía el tarasco hecho lágrimas. «Era así», dijo en español, a tiempo que, vacilante, indicaba con sus dos sucias manos una dimensión: «así, de cinco medias, mi tierrita…»
Inclinóse, sentado como estaba, para humillar su negra frente sobre la monstruosa tierra. Luego, al mirar a los que observábamos, volvió el rostro, invadido por agresiva ternura. Se dirigió a otro hombre, tarasco como él, que ahí mismo, en lo alto de la meseta, vende refrescos y cervezas a los visitantes. «Sírveles una cerveza a los señores», dijo como en un lamento suplicante.
Y a nosotros:
—No me vayan a hacer menos, patroncitos. Tómensela por favor —y su ternura era la misma, contradictoria, extraña y colérica.
La «tierrita» de este hombre, tierrita pequeña, como un hijo, fue cubierta también por la inexorable ceniza del volcán.
He visto los ojos de las gentes de San Juan Parangaricútiro, de Santiago, de Sacán, de Angagua, de San Pedro, y todos ellos tienen un terrible, siniestro y tristísimo color rojo. Parecen como ojos de gente perseguida, o como de gente que veló durante noches interminables a un cadáver grande, espeso, material y lleno de extensión. O como de gente que ha llorado tanto. Rojos, llenos de una rabia humilde, de una furia sin esperanza y sin enemigo. Dicen que es por la arena, el impalpable y adverso elemento que penetra por entre los párpados, irritando la conjuntiva. Quién sabe. Creo que nadie lo puede saber.
Sobre el paisaje ha caído la negra nieve. Sobre el paisaje y la semilla. Aquello en torno del volcán es únicamente el pavor de un mundo solitario y acabado. Las casas están vacías y sin una voz, y por entre sus rendijas penetra la arena obstinada, para acumularse ciegamente. Tampoco hay pisadas ya. Nada vivo en la naturaleza, en torno del volcán, sino algunos torpes pájaros de plomo, que vuelan con angustia y asombro, tropezando con las ramas del alto bosque funeral.
Explotábase antes la resina de los árboles. Al pie del corte practicado en el tronco, se colocaba un recipiente de barro sobre el cual escurría la aromada savia. Hoy rebosan negra arena los pobres recipientes y los árboles generosos mueren poco a poco, sin respiración.
Paricutín, el pueblecito, está solo y apenas unas cuantas sombras vagan por sus calles en desorden. En tarasco su nombre quiere decir «a un lado del camino», «en aquel lado». Ahora está verdaderamente «a un lado del camino». ¿Cómo se diría en tarasco «al otro lado», al lado de la vida?
En San Juan Parangaricútiro hay un pavor religioso, una fe extraída del fondo más oscuro de la especie, cuando el hombre huía de la tempestad y un dios frenético ordenaba el destino. Tarascos de Sirosto, de Santa Ana, desfilan en procesiones tremantes, arrodillados, despellejándose la carne. Piden perdón y que las puertas de la gloria se abran para sus almas desamparadas, definitivamente sin abrigo. Las procesiones se realizan llevando al frente una bandera nacional y junto a ella otra, sarcástica, de la Unión Nacional Sinarquista. «México ha agraviado a Dios —dicen los jefes sinarquistas—, hay que salvar a México del pecado». Y atizan el pavor con un fanatismo seco, intolerante, rabioso, agresivo. Se les ve agitando, con la conciencia fría y calculadora, de un lado para otro, atentos sólo a su fin oscuro y primitivo. Las procesiones religiosas, de esa manera, resultan el más deprimente de los espectáculos.
Hemos visto una —mis compañeros y yo— que entre todas las demás tuvo la virtud de impresionarnos particularmente.
Fue por la tarde del día cinco. En todo el ámbito de la plaza escuchábase el canto, roto, inarmónico y tristísimo, de las jaculatorias.
La plaza de San Juan impone por su aspecto, que no es antiguo, que está por encima de lo antiguo, por su aspecto de cosa que comienza, por su aire bárbaro. El espíritu, entonces, evoca alguna cosa, atávicamente, y se sobrecoge de pronto con una memoria remota y áspera. Así, como esta plaza, debieron ser las de los primeros días de la conquista, vastas, desiertas, con los soldados españoles ahí, crueles y católicos. La iglesia de San Juan, sin terminarse de construir, contribuye a la visión: apoyándose en los andamios contra la pared, un malacate sirve para izar los grandes bloques de cantera para la torre inconclusa y esto mismo nos traslada a los tiempos duros y fanáticos, cuando se inició la conversión de infieles.
Porfiado, lleno de dolor, oíase el canto. Los Indígenas, de rodillas, se dirigían al templo, la cabeza inclinada, pidiendo al Señor de los milagros el perdón y la puerta del cielo. Al frente una mujer levantaba la bandera sinarquista. ¿Qué entenderían aquellos hombres sumisos y empavorecidos? El sinarquismo era para ellos, en aquel instante, como una forma de la religión; tal vez una forma de aplacar la ira de dios. Pero también, quizá, ni siquiera del dios católico, sino de aquel otro, terrible y sombrío, que desde el fondo de la tierra, vomitando fuego, había asolado sus verdes campiñas, su antigua tierra fértil, hoy calcinada. El sinarquismo era su miedo, su inseguridad, su desposesión, lo mismo que para los viejos hermanos de la conquista fue la negra cruz refugio por todo lo que se les había quitado, ceguera de piedad para no ver su desgracia.
Vimos eso terrible en la plaza de San Juan Parangaricútiro. Vimos esa vuelta al seco pasado y otra vez vimos, también, las mismas fuerzas de negación, pesando sobre el alma elemental de los indios.
Tomamos el camino de la ceniza. A nuestras espaldas se quedó Morelia, cuyo cielo aún es transparente. Perdiéronse las hermosas torres de la antigua Valladolid y frente a nosotros tan sólo restó la recta, obsesiva línea de la carretera.
Me entretuve leyendo una biografía, extraordinariamente amena, de Francisco Pizarro, mientras nuestro camión nos llevaba en pos de aquel cielo negro y enrarecido de Uruapan. Cruel negocio de mercaderes, la conquista del Perú; de mercaderes ignorantes y ruines, como el trujillano, o ambiciosos y torpes como Diego de Almagro y Hernando de Luque. Vergonzosa página de la historia de España el «contrato» de Panamá, en 1526, y vergonzosa, también, la «capitulación» de la reina nombrando capitán general, adelantado, etcétera, a ese chapucero de Francisco Pizarro, peor que Cortés.
Nuestro recelo de indios y mestizos, ese nuestro complejo de inferioridad —que tiene variedades tan extrañas, tan contradictorias—, todo eso humillado que tenemos, proviene de cómo fue hecha la conquista, de quiénes vinieron para hacerla y del modo como les fue otorgada a los conquistadores la merced de conquistar.
Atahualpa —Atabalipa, llamábanle los cronistas del XVI— cree en Pizarro. Confíase absolutamente en su palabra y acude a la primera entrevista con el conquistador, sin arma alguna y con gran regocijo, «muy holgado» de verlo. Sin encontrar ningún pretexto apoyándose en el cual pueda hacer prisionero al inca —que Atahualpa no da pie para ello—, Pizarro recurre a la farsa monstruosa del nefasto cura Valverde, quien lee al emperador quechua los santos evangelios, en voz alta y sin que el indio los entienda, pretendiendo mediante procedimiento tan absurdo como leguleyesco que el inca se convierta a la fe católica. Un gesto, un ademán de pura ignorancia por parte «del Atabalipa» hace al cura Velverde proclamar el sacrilegio y dar órdenes a los soldados de apresar al inca, con un salvoconducto teologal como el «yo os absuelvo, prendedle», o algo por el estilo. Y éste fue tan sólo un episodio entre muchos. La historia de la conquista está hecha de numerosas felonías que, forzosamente, debieron influir sobre la contextura psicológica de nuestros pueblos, creándoles todo eso triste, resentido, lleno de desconfianza y prevención que tienen.
En torno de nosotros extendíase el campo michoacano. Por esos rumbos, adelante de Morelia y aún adelante de Pátzcuaro, las cenizas del Paricutín no han causado un daño considerable. Se ven aún los surcos rectos, oscuros, feraces y el cielo es claro, apenas ligeramente gris.
Más tarde corríamos junto a las riberas del lago de Pátzcuaro. Éste no es el de Lawrence. El de Lawrence es Chapala, pero sin embargo son parecidos o así lo creo. El caso es que, involuntariamente, me puse a evocar la figura de aquellos niños indígenas que en La serpiente emplumada dedícanse al juego bárbaro de hundir bajo el agua, por algunos instantes, a una pobre gallina a la que sacan, después, para hundirla nuevamente, mientras aletea con desesperación infinita. Luego, también, a los remeros de bronce que conducen a Kate —la he***na neurasténica, incomprensiva, a la vez extraordinariamente inteligente e insoportablemente estúpida—, a quien cautivan y sobrecogen con su hermosura.
Éste —se me ocurrió— es México, sombra, luz, desaliento y esperanza; se precipita, como la tierra cuando se acomoda, en formaciones sísmicas terribles, sangrientas, oscuramente nobles y plenas de dignidad interior.
Corríamos por la carretera hacia la ceniza. El hecho era increíble pero nuestro paisaje de cristal de esos momentos debía trocarse por uno sucio y borroso.
—En Uruapan —narraba un pasajero— a las doce del día tuvo que encenderse la luz en las calles. Era imposible ver, de tanta arena.
Tal vez no fuese cierto, ni fuese cierto, tampoco, el propio volcán. Porque en México, tan vasto, todo ocurre como en la casa de los espejos y de pronto uno se t**a consigo mismo o con una puerta que lo deja en el aire; es un país de irrealidad, de fantasías completamente verosímiles.
—Dicen que se hunde uno hasta las rodillas, en la arena de las calles de Uruapan.
Todos volvieron la cabeza hacia quien hablaba. Era un viejecito absurdo, con voz de mujer. «¿Quién lo traería?»
Pero nos acercábamos a la ceniza. El camión ya levantaba una columna de polvo, pese al asfalto de la carretera. Se trata de un polvo extraño, que se puede encontrar hoy y se encontrará todavía durante algún tiempo. Un polvo negro, que no pica en la nariz, un polvo singular, muy viejo, de unos diez mil años. Con ese polvo tal vez se hizo el mundo; tal vez las nebulosas estén hechas de él. Y los peces también, quizá, aquellos de los primeros grandes mares.
Algo sentíamos en el espíritu, en el espíritu y de ninguna manera como una sensación física. Como si se regresase a un lugar ya conocido en el tiempo, pero el cual no se hubiera visto jamás; conocido sólo en el tiempo. O como si fuese uno testigo de alguna cosa anterior a uno mismo y anterior, igualmente, a los demás hombres.
Paracho afirmó la sensación: la gente de Paracho tiene esa actitud comunicativa, risueña y asombrada, de las gentes que ven nevar en un sitio donde nunca ha caído nieve. Cualquier transeúnte o cualquier vendedor de guitarras o cualquier comerciante en jícaras de Quiroga está presto a explicar cuanto se le pregunte sobre el Paricutín y, de su peculio, a soltar toda la fantasía que le llegue a la imaginación, sin necesidad de preguntarle. Que si ayer era imposible llevarse una taza de café a la boca porque en un segundo se llenaba de arena o que si tal otro día se escucharon imponentes ruidos subterráneos. En Paracho todos tienen esa nerviosidad alegre de quienes, de súbito, cambian de sistema de vida o alteran la monotonía de su existencia con un suceso inesperado a la vez que común.
Aunque, en realidad, la ceniza de Paracho sube arriba de las banquetas y los techados de tejamanil están negros por el polvillo del volcán.
A nuestra derecha —¡por fin!—, camino de Uruapan, elevóse la columna negra del Paricutín. Aún no nos encontrábamos bajo el penacho sombrío y sobre nuestras cabezas todavía brillaba un extraordinario cielo de estrellas. Tan poderosa como es, tan superior, tan llena de ciego misterio, la columna del volcán ejercía una extraña fascinación sobre nosotros.
Es difícil explicar los minutos de aproximación a esa zona de las tinieblas. Corríamos, raudos, hacia ellas, pero por un instante la circunstancia perdió el tono deportivo para volverse vacía, atroz, angustiosa. Si el mundo fuese plano y uno corriera hasta llegar a su extremo, tal vezo eso inaudito de encontrarse al borde de una dimensión inimaginable correspondiera a la sensación de tal momento. Sobre nosotros, el cielo estaba dividido en dos: uno, encima justamente, con estrellas; otro, allá, sin medida, negro.
Volví la cabeza para mirar a Venus, final estrella náufraga, y de pronto me sentí ya bajo la lluvia que, hasta aquel sitio, lanza el Paricutín. Lluvia dura, arena vertical que hace de la atmósfera un tejido donde la luz se desmaya quedamente, como si le faltase la respiración.
En Uruapan la gente se mueve de un lado para otro, aprensiva, ya sin la desenvoltura de los de Paracho. Los transeúntes, con el pañuelo en la boca para no aspirar el polvillo del volcán, cruzan la acera mirando turbiamente los montones de negra ceniza.
—Imagínese usted —me dijo un pequeño propietario— que antes del volcán invertí tres mil pesos en la compra de una huerta. Ahora veré si los salvo. Quién iba a saber. Y la arena sigue subiendo.
Sus palabras eran muy serias. Visiblemente le preocupaba el problema, pues su huerta, de continuar cayendo arena, se echará a perder sin remedio.
En el mercado pregunté por el precio de la masa. La rolliza molinera repuso, con sequedad: —Doce centavos el kilo, patrón.
Sin apartar la vista de sus manos extraordinariamente limpias, torné a preguntar, ya con un poco de ironía: —¿Y antes del volcán? —la mujer me miró con estupor: —¿Pues a cómo iba a valer si no a ocho? —Su respuesta fue de una sinceridad absoluta.
Sobre las famosas carnitas de Uruapan cae una fina lluvia de polvo. Casi no pueden comerse, de tanta tierra. Tierra del Paricutín. Pude observar una escena interesante: derrengado, flaco, con su cobija mal terciada sobre el hombro anguloso, un indígena se acerca a la fondera de un establecimiento, en la plaza, una guarecita, tarasca también.
—¿Pus no tienes tortillas, pues? ¡Dame un cincu…! —y tendía la moneda.
—Pus qué de tener. ¿Pus no se acabaron, pues?
El indígena se comió su carnita sola, llena de tierra, sin el sabroso pan, delgado y redondo, de maíz.
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LA MAJESTAD DE LA TIERRA ANTES DEL HOMBRE (11 de abril de 1943)
Los aficionados al volcán, los turistas de todas partes de la República, se agitan nerviosos, esperando un camión que los lleve a San Juan. Escuchan todos los relatos, todas las exageraciones, creyéndolos a pie juntillas. Se dejan esquilmar tranquilamente por los camioneros que les cobran tres pesos por el viaje. Los camioneros obtienen, de cada excursión, noventa pesos. Quiere decir que deben cargar, apeñuscadas en la forma más inverosímil, a treinta personas, en un mal camión en el que no caben veinte desahogadas.
A un amigo de Mayo, fotógrafo él también, se le ocurrió informarnos, frente al grupo de turistas, ya subidos, después de mil trabajos, en el camión: —Se apagó el volcán. Ya no vayan. Aquello es puro humo. —Lo dijo a voz en cuello y parecía muy satisfecho de habernos hecho el favor.
Los turistas lo miraron con unos ojos de rabia infinita. —¿Y a él qué le importa?
¿A qué diablos tenía que meterse con el volcán, propiedad común, belleza del pueblo, más del pueblo que todas las honorables legislaturas juntas y que todo lo más inalienable de los ciudadanos?
La gente «de fuera» adora al volcán. Está dispuesta a cualquier sacrificio con tal de admirar la majestuosa, imponente fumarola del Paricutín. La gente de Uruapan no; es más escéptica. La gente de San Juan más aún. Y la otra gente, la de Paricutín, la de Santiago, toda aquella que no usufructúa siquiera los beneficios del turismo, ésa ya no tiene esperanzas.
—¿Qué voy a hacer con mi tierra? —se nos acercó un hombre en Parangaricútiro, con una lamentable sonrisa de apocada dulzura—: ¡Deme un diez, patrón, para la charanda!
En Parangaricútiro los hombres, en su mayoría, andan borrachos por la calle. Borrachos de una borrachera sombría, silenciosa. Se emborrachan para poder llorar sin que se les haga burla. De cuando en cuando gritan. Invariablemente una mentada, dirigida a quién sabe quién. Luego piden limosna, sin el menor recato.
Y ahí está la iglesia, en mitad del pueblo. Y en torno de la iglesia, las cantinas. Y el sinarquismo.
El arroz, el maíz con que se les ayuda, por las autoridades, apenas es un remedio provisional. Quieren saber algo más, porque ya perdieron este año: se dembió sembrar en marzo. Este año, ¿y el próximo?
Paricutín es terriblemente triste, en desorden, sin amparo, como si una mano inmensa lo hubiese sacudido, desvencijándolo. En todo el tiempo que estuvimos ahí —cerca de treinta horas— no llegué a contar más de veinte habitantes, entre ellos, desde luego, tres miembros de la Defensa Rural, con su carabina parda, sus cobijas cenicientas y los ojos prevenidos, fieros y quebrados a la vez, como si hubiesen perdido un hijo.
Los saludamos:
—Buenos días.
—Natzaranscu (buenos días) —respondieron como si nos contestaran desde otro mundo.
En Paricutín hay sólo unas cuantas casas de mampostería, las demás son de madera. Estas últimas están constituidas en tal forma que los tablones de las paredes y del piso ensamblan como para desarmarse. De esta suerte no son inmuebles; se las puede trasladar de uno a otro sitio sobre una carreta tirada por bueyes.
Así emigraron los habitantes de Paricutín, en fila interminable, por esos caminos atroces, quién sabe a dónde. No respondían cuando se les preguntaba por su destino; apenas una mirada torva, absorta, como si acabaran de despertar de un sueño sin sentido. ¿A dónde?
—¡Quién sabe! ¿Onde pues hay tierra?
Son delgados, los tarascos de Paricutín, flacos, y se han vuelto de arena ellos también, como sin sonido. Acaso se conviertan en piedra, verdaderamente. Tienen ceniza en los ojos, en los dientes, en la nariz, en las mejillas, y ya no se bañan, para qué, desde febrero, desde que apareció el volcán sobre los terrenos del Cuiyútziro, en los terrenos del águila, del águila ciega y mu**ta.
Nos rodearon con curiosidad, con un abandono terrible, únicamente como pretexto para moverse y no llegar a cosa sin mirada y sin espíritu.
—Natzaranscu (buenos días) —otra vez—. ¿Van a la volcana?
Felipe Chávez, Bruno Rangel, Pedro Hernández, Esteban Rangel, Manuel Cervantes, Cipriano Gutiérrez, Fermín Santiago. Estos nombres también podían estar, con los clásicos torpes caracteres, dibujados sobre una prieta cruz. Los mismos seres que cobijan son como una cruz humana, de carne y lágrimas, con los brazos caídos sobre el cuerpo, cruz sin brazos, ambulante, peregrina fija, inmóvil en el sitio oscuro de la muerte.
—Yo tenía cinco medias.
—Yo ocho.
—Yo era mediero.
Lo dicen secamente.
—Natzusco (buenas tardes).
Y desde los buenos días a las buenas tardes, hemos hablado con ellos, como dentro de una pesadilla en la cual se repitiesen, hasta la locura, las mismas palabras del tema obsesivo: la tierra, la resina, el tejamanil, todo de lo que se vivía, se ha perdido para siempre.
—Y las vacas, jefecitos. ¿Qué haremos cuando se nos acabe el rastrojo?
Aquello es la majestad de la tierra antes del hombre. Cuando ella reinaba sola e inclemente, antes, siquiera, de los animales. La base del cono volcánico —nos lo dijo el ingeniero Ezequiel Ordóñez— mide setecientos metros de diámetro, y la altura es de doscientos ochenta metros. Un pequeño volcán.
Ezequiel Ordóñez es un viejo gigante de setenta y tantos años, geólogo, que ama al volcán con todas sus fuerzas de roble derecho, de roble varonil.
Al segundo o al tercer día de la erupción, cuando el pánico se había apoderado de las gentes, el «padre geólogo», como desde entonces lo llaman los indígenas, fue el primero en impartirles consuelo, seguridad, confianza, en la medida en que esto era posible. Los tarascos de la región dicen que se llama Quisocho Ordoñie: graciosa deformación, en lengua indígena, del castellano nombre de este personaje singular. Y Ezequiel Ordóñez es así, vasto, severamente cordial, recto, con una mirada de águila y grandes manos, como alas de ángel antiguo.
Cuando habla no aparta la vista de «su» volcán.
—Fíjese usted —afirma— cómo las volutas tienen un clásico aspecto de coliflor…
Nos explicó que en el Paricutín no se producen explosiones, sino que se trata de una «erupción continua».
—El volcán —dijo— se encuentra en su periodo máximo de actividad. Es decir que en términos generales «no pasará de ahí». Ahora que quién sabe cuánto tiempo dure…
—Representa este fenómeno —agregó— un ciclo volcánico muy antiguo, que tal vez se encuentre en su periodo de extinción.
Ordóñez tiene algo de apóstol, mezclado al hombre de ciencia que es. Quiere a los campesinos, los ayuda. En su campamento de observación siempre hay dos o tres, quietos, mudos, silenciosos, como piedras del volcán.
Sin embargo, Bañuelos —fotograbador, compañero nuestro en el viaje a Paricutín— cree firmemente que Ordóñez no existía antes del volcán y que de ahí, de sus entrañas, donde estaba estudiando, fue arrojado durante la erupción. Pero no. Eso no es cierto, porque Ordóñez había escrito ya, en 1889, en la Revista de la Sociedad Antonio Alzate, un sesudo estudio sobre la erupción del Jorullo, ocurrida, como se sabe, en el año de 1759, que hasta pudo contemplarla el barón de Humboldt.
El «padre geólogo» observa el volcán por el lado norte. Pero nosotros, por nuestra parte, decidimos admirarlo por el noroeste, hasta una distancia aproximada de ciento cincuenta metros de su base. Nuestra osadía nos valió soportar —mientras huíamos despavoridos— una terrible granizada de arena gruesa que estuvo a punto de hacer que los guías —Manuel Mateo y Delfino Rangel— nos abandonasen a nuestra suerte.
El admirable Mayo, en su afán de obtener las mejores fotos, se quemó los pies —no gravemente, por fortuna— al pretender subir por una cuesta que , con seguridad, ardía.
Cuando el día seis por la noche, avistando el valle de México y la luminosa pedrería de la ciudad, le pregunté: «¿No te parece la ciudad de México, en estos momentos, con sus millones de luces, como la falda del Paricutín después de una bocanada de fuego?», Mayo asintió silenciosamente con la cabeza.
Sí. Ahora hay que preguntarnos: esa pedrería, esa arena luminosa de los palacios de nuestra ciudad, de los palacios de nuestros viejos y nuevos ricos, ¿no extinguirá, como aquella otra, los campos y la tierra, agostando las flores, cubriendo de ceniza improrrogable la tremenda patria?
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NOTA:
El 20 de febrero de 1943, a las 5 de la tarde hizo erupción el volcán Paricutín en el pueblo del mismo nombre al cual destruyó. En pure’pecha, Paricutín significa: ‘A un lado del camino’, ‘En aquel lado’. El Paricutín fue el volcán más joven del siglo XX, la lava que expulsó abarcó 11 kilómetros y su secuencia principal de actividad duró nueve años.
El diario El Popular, que dirigía Vicente Lombardo Toledano, mandó al joven escritor de izquierda José Revueltas, de 29 años. El trabajo lo realiza Revueltas en Uruapan, 40 días después de la erupción: un texto de once cuartillas que publica del 9 al 11 de abril de 1943 con el título Visión del Paricutín.”

Rulfo fue tiempo después.

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San Juan Parangaricútiro: Iglesia y volcán. Foto: Juan Rulfo

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