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06/02/2025
Los ocho apellidos manchegos: donde el amor es eterno y… la resaca también
Las bodas manchegas no se recuerdan; se reconstruyen como una película de Tarantino: empiezan con mucho diálogo, se tuercen con la bebida y terminan con gente en el suelo sin saber qué ha pasado.
La jornada arranca con el templo a reventar. Más gente que fe. Madrina de mantilla, abuelos con su traje de las grandes ocasiones y vecinas más pendientes del vestido de la novia que del sermón del párroco. San Blas, patrón de las gargantas -en este caso, de los invitados- recibe su vela con la misma devoción con la que, horas después, se alzarán los chupitos.
El novio llega con su chaqué, que le aprieta más que la presión de su suegra. Manchego de los de antes: de pocas palabras y muchas certezas. A su lado, su madre le da una palmada en la espalda, como quien manda a un soldado a la batalla. Y entonces aparece ella. La novia. Moño tirante, vestido con más encajes que dudas y la firmeza de quien ha sobrevivido a la vendimia.
Entre murmullos y abanicos, alguien se atreve con una copla. A capela. No es valentía, es inconsciencia. Porque en una boda manchega hay cosas que se permiten y cosas que se recuerdan de por vida.
Lo que viene después no es solo un banquete; es una maratón gastronómica. Queso manchego cortado con navaja, pisto con huevo, migas con uvas y caldereta de cordero. Todo regado con vino de Valdepeñas, que entra suave y luego decide por ti.
Con el tercer brindis, la jota. Aquí no se baila, se sobrevive. Luego, la seguidilla, el sudor, la exaltación y, cuando suena Rozalén, Castilla-La Mancha es un solo corazón.
El novio ya ha desaparecido. Da igual, solo lo busca la novia, que a estas alturas tampoco sabe en qué autonomía está. Cuando la fiesta toca a su fin y el destino impone un control de alcoholemia, un buen manchego sopla con la tranquilidad de quien sabe que no va a dar positivo… porque el vino en vena no es un exceso: es parte de su ADN. No es suerte. Es historia. Es genética. Es una denominación de origen.
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