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09/12/2024



Una vez liberados los derechos de la obra de Stefan Zweig, sus libros han inundado las librerías. Pareciera que el austriaco publica un par cada mes. Especialmente apreciadas por el público son sus novelas cortas, especialmente la tríada de Carta de una desconocida, Novela de ajedrez y Veinticuatro horas en la vida de una mujer. Cuando un autor cosecha semejante éxito de ventas, en tantos y tan diferentes países, está claro que ha tocado temas universales. Y en el caso de Zweig parece ser la pasión, un arrebato epiléptico que entela nuestra capacidad lógica, una atracción fatal que hace saltar por los aires la más juiciosa de las vidas. En Carta y en Veinticuatro horas se trata de la virulenta emoción que un hombre despierta en una mujer. En Novela de ajedrez, de la fijación de un hombre con ese juego, en el que encuentra su único vehículo de salvación. En cualquier caso, encontramos lo mismo: obsesión. Pura adicción. Y la conciencia de que semejante obstinación no puede acabar bien. Tal vez sea eso a lo que se refería Faulkner con aquello de que la literatura trata, básicamente, de los conflictos del corazón consigo mismo. Hablemos de Veinticuatro horas en la vida de una mujer (aviso: hay destripe).

Una mujer de sesenta y siete años, Mrs. C, relata una anécdota en su vida. O más bien, y ella misma se hace cargo, lo que debería contar como una anécdota, pero gravita sobre su biografía con un peso desproporcionado. Con cuarenta años, quedó viuda del único hombre con quien había estado, veintitrés años había pasado con él, y con quien había tenido dos hijos. Su vida, una vez que los hijos echan a volar, se sume en el tedio. A los dos años de enviudar, con cuarenta y dos años, viaja a Montecarlo, donde visita los célebres casinos. Allí, en la mesa de la ruleta, le llama la atención un muchacho, bastante más joven que ella, por su tremenda excitación, cara desencajada, labios apretados, dedos que se retuercen nerviosos. Tras perderlo todo, el joven marcha y Mrs. C teme que se su***de. Va tras él, lo lleva a un hotel, paga el hotel. Y —estas cosas pasan ahora, pero no le pasaban tanto a las mujeres de la Viena de finales de siglo, mucho menos a una viuda adinerada y conservadora— acaban compartiendo lecho. Al día siguiente, salen de excursión en carruaje. Ella se siente morir de vergüenza por la noche de deshonra con un desconocido, pero a la vez siente una llama palpitante en el pecho. Esos instantes en el carruaje junto al muchacho, admite, son las más felices horas de su vida. En una iglesia, postrado ante Dios, le hace prometer que no volverá a jugar. Le prestará dinero para que vuelva a casa y arregle sus asuntos y nunca más volverán a verse. Pero él no coge el tren de vuelta. El dinero, por supuesto, se lo gasta en el casino y se permite repudiar a la mujer que le recrimina no honrar su promesa.

"Zweig se revela como un gran conocedor del alma humana y, en particular, del alma femenina. Lo que siente la mujer es perfectamente trasladable a un hombre, pero con matices"

La historia, digámoslo, es predecible. ¿Se ha curado algún ludópata de su mal por hacer una promesa? A estas alturas nadie cree en semejante voluntarismo. De hecho, todo en la historia es predecible. Dada la educación de la mujer, era evidente que se arrepentiría del affaire. Dada su situación, de tan profunda soledad, y su empeño en ayudar a uno de los muchos ludópatas que pueblan los casinos, era predecible que se encoñaría. Como era predecible que él se gastaría el dinero en la ruleta y la acabaría despreciando. Y sin embargo, y a pesar de lo predecible, la novelita tiene una fuerza incontestable. ¿De dónde la saca?

Zweig se revela como un gran conocedor del alma humana y, en particular, del alma femenina. Lo que siente la mujer es perfectamente trasladable a un hombre, pero con matices: un hombre sería más desenvuelto en sus acciones, más esquemático en sus pensamientos, menos sutil en sus apreciaciones, menos dado al dilema moral y al ulterior remordimiento de conciencia. Un detalle delata a Zweig como conocedor del espíritu femenino: ¿ha reparado algún otro escritor —algún otro hombre— en que las mujeres se fijan mucho en las manos de los hombres?

"No se trata aquí de que la historia que durante un tiempo la hizo feliz acabara haciéndola sufrir, eso es moneda común, sino que en la misma historia hay dolor y felicidad a la vez"

La enjundia de la historia está en cómo la mujer siente que aquellas horas que pasó con el mozo suponen una mancha en su vida de mujer honorable y sensata y, a la vez, son las horas de mayor intensidad que ha vivido en sus casi setenta años. Esta es la idea: incluso aquello que nos hizo sufrir puede entrar sin contradicción en el top de los momentos de nuestra vida que merecerán ser evocados en la vejez. Es más, y aquí entramos en profundidades filosóficas, sentir que uno no debió hacer algo no implica que deba arrepentirse después de haberlo hecho (el filósofo británico Derek Parfit desarrolló esta idea). De no haber vivido esta historia, habría una gama de emociones que Mrs. C moriría sin conocer. Habría una parte del mundo y de sí misma que no habría conocido, un lugar —tal vez inhóspito, pero desde luego peculiar— del mundo y de sí misma que no habría visitado.

Mrs. C sufrió por partida triple: por acostarse con un desconocido, cosa que atenta contra sus principios y que ni había hecho ni volvería a hacer; porque este no movió un dedo por retenerla cuando ella le dio el dinero para que volviera a casa; y por cómo le gritó y la humilló en público cuando se reencontraron en el casino. Pero hay que reparar en que no se trata aquí de que la historia que durante un tiempo la hizo feliz acabara haciéndola sufrir, eso es moneda común, sino que en la misma historia hay dolor y felicidad a la vez: la angustia y el placer se solapan desde el mismo comienzo.

Así de complicado es todo: hay historias dolorosas que merecen ser vividas y novelas predecibles que merecen ser leídas.

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09/12/2024



Moharr significa en la lengua vernácula de las tierras sangrientas Dios, mundo y s**o, que en Ka-Moharr son lo mismo. El prefijo “Ka” funciona como partícula intensiva y privativa a la vez; la afirmación del término requiere su negación y viceversa.

Las tierras rojas y el polvo rojo de Ka-Moharr no tienen más historia que la arena y la sangre. Aquí el mundo es pequeño e ignoto. El más viejo de los hombres, de piel seca y barba larga, tiene el alma tapiada por dos esferas blancas, límites de su universo. A oscuras, vigila sentado la ceremonia y aguarda tranquilo la noche y la muerte. Habita entre dos losas esculpidas de inscripciones que son cosmogónicas y proféticas al mismo tiempo. La piedra cuenta que el mundo brotó de la sangre derramada desde el cielo cuando Moharr fue mutilado. De la abundante sangre se formó la tierra escarlata, y del caudal albino surgieron las nubes y las estrellas. Él creó el mundo gritando, y el grito era el canto de la creación y las nuevas formas. Su canto es el rugido tectónico de la profundidad de la tierra, el silbido del viento, la pugna de las dunas errantes, el trueno y el oscuro pálpito de la tormenta. Modos superiores o más sofisticados son el rumor de los animales y, por encima, el lenguaje. Moharr perdió su forma primitiva una vez creado el mundo y se diluyó en él, traspasando su grito al universo y dejando como máxima herencia la forma de dolor suprema que es el latido del hombre.

"La población de Ka-Moharr se mantiene estable, pero desde siempre ha sido más bien reducida, por lo que la sangrienta gloria de Húlek-Ad exige desde hace ya tiempo balancear el número"

En el rito, los cantos también son salvajes. Se grita hasta hacer sangrar la garganta y se llena un cuenco central que recoge los esputos para ungüentos y bálsamos. Las tripas trenzadas suenan en cadencias caóticas y dolientes mientras un humo denso acaricia el suelo y los cuerpos grises de ceniza. El niño ha nacido y berrea con fuerza en los brazos de su madre. Por el tamaño de la criatura, dos guerreros colosales sospechan y defienden que es suyo. En la disputa el más fuerte le arranca la cabeza y el Moharr al otro con su piedra afilada al grito de la muchedumbre, que celebra la lucha alrededor. El coloso alimenta así de sangre la tierra y se convierte en el padre verdadero. La ceremonia prosigue con el caudillo repartiendo humo y tiñendo finalmente de rojo la frente del primogénito, bautizado como Húlek-Ad.

El tiempo no es medible en Ka-Moharr. No hay estaciones ni más ciclos que el implacable sol y la luna, símbolos de la lucha eterna que cada tarde colma de sangre el cielo. Las generaciones son una constante afirmación del absoluto poder de Moharr, resurgido en cada tensión liberada y en cada prole; también en cada muerte. La existencia en Ka-Moharr se mide en el número de vidas dadas y arrebatadas. Así, por ejemplo, la sacerdotisa Alidhimarr tiene siete nacidos y tres mu***os. El maestro de ceremonias Thulmaddir, veinte hijos demostrados por la fuerza y veinte ejecuciones. El caudillo, treinta y dos de cada. El equilibrio de las cifras no es casual. Húlek-Ad, convertido en un guerrero gris y gigante, cuenta ya con la espeluznante y venerada cifra de ciento tres hombres asesinados. Hasta entonces solamente la ficción oral había conseguido arrancarle a Moharr cien vidas, con el epíteto épico Yah-Taluh, que podría traducirse de manera muy imprecisa como la oscuridad encarnada, o la nada en persona, o el hacedor de negrura. La población de Ka-Moharr se mantiene estable, pero desde siempre ha sido más bien reducida, por lo que la sangrienta gloria de Húlek-Ad exige desde hace ya tiempo balancear el número. Esa exigencia por parte de los más atrevidos fue lo que, llegado un punto, incrementó notablemente la cantidad de ritos funerarios; confundir la valentía con la temeridad en Ka-Moharr se paga con sangre. La naturaleza extremadamente violenta de Húlek-Ad tampoco es una razón menor. Pocos insolentes quedan ya en Ka-Moharr que el guerrero tenga que silenciar, pero para mantener su estatus de vez en cuando se ve obligado a hundir su hacha en el cráneo de algún infeliz. Las víctimas no son elegidas por capricho. De su enorme potencia no nace una violencia libre y antojadiza, sino que, al contrario, se ve obligado por ella a derramar sangre con absoluta precisión. Húlek-Ad ha demostrado tener una conciencia moral y una idea de la justicia muy superiores a las que imperan en la tierra ardiente; de entre todos los habitantes de Ka-Moharr elige solo a los más abyectos. Una de sus últimas víctimas sintió la fina línea de la daga en la garganta como una liberación: había cometido filicidio. Otro desgraciado había enterrado vivo a su vecino por un supuesto robo de víveres: matar sin derramamiento de sangre es una gravísima ofensa hacia Moharr. En este caso el ejecutado perdió su última gota de sangre ya bajo tierra.

"Una vez cumplida su tarea la máxima autoridad de la tribu coincide con la sacerdotisa Alidhimarr en que hay que darle muerte y satisfacer con su sangre a Moharr. El caudillo aprueba su ejecución con una implícita mirada"

La demanda más fuerte de equilibrar el número de vidas arrebatadas, sin embargo, proviene del mismo Húlek-Ad, que hasta ahora ha sido capaz de resistir a la terrible pulsión. Conoce bien su naturaleza y su destino, y sin embargo sigue rehuyendo a la preciosa hija del primer nigromante, a la hermosa sacerdotisa Alidhimarr, y en general a todas las mujeres que tienen la suficiente audacia como para olvidar o admirar la violencia y asumir el desmesurado Moharr. Las razones nadie las conoce con certidumbre, pero todos los hechos apuntan claramente hacia una misma hipótesis. En las ceremonias de alumbramiento Húlek-Ad jamás hace acto de presencia. Cuando un niño nace en Ka-Moharr, el violento guerrero se aleja solitario entre las dunas de rubíes para mezclarse con la arena infinita en el eterno desierto. A veces transcurren varias jornadas y pasa las noches enteras mirando las estrellas. Nadie sabe que Húlek-Ad derrama entonces abundantes lágrimas. A los ritos funerarios, sin embargo, acude el primero y con toda diligencia asume las tareas más arduas como en voto de silencio. Conforma la hoguera con entusiasmo y mueve las pesadas piedras disponiéndolas en círculo para el sermón del caudillo. También caza bestias enormes para ofrecer su sangre a Moharr en los sacrificios. Finalmente, abandona el último el lugar de las exequias, con una solemnidad que inspira en todos gran devoción. Algunos incluso ven en él la figura de un futuro caudillo, pese a ser innegablemente guerrero por naturaleza.

La mujer de curvas laberínticas no es del color de la ceniza. Cuando aparece entre las dunas lentamente, a lo lejos, su blancura refulge entre la arena roja, y su melena de fuego para algunos la emparienta con el dios de la sangre. La expectación de Ka-Moharr la recibe con maravilla y recelo. Trae un mensaje al caudillo y, sensata, ofrece su montura al sacrificio. Una vez cumplida su tarea la máxima autoridad de la tribu coincide con la sacerdotisa Alidhimarr en que hay que darle muerte y satisfacer con su sangre a Moharr. El caudillo aprueba su ejecución con una implícita mirada. Alidhimarr desenvaina su daga e inmediatamente su brazo derecho cae plúmbeo a la arena, con el hierro todavía en su mano y un corte limpio a la altura del hombro. La sangre de sacerdotisa llueve sobre el rostro impasible de Húlek-Ad, cuya hacha riega con gruesas gotas la tierra. Alidhimarr cae de rodillas y grita desgarradamente, con la boca rompiéndosele dirigida hacia el cielo. Al poco se desangra ante el examen silencioso de la muchedumbre, desplomándose sobre su propio charco. Arrebatar la vida a una devota de Moharr, y más frustrando la orden de un caudillo, es un delito mayor, pero Húlek-Ad inspecciona todos los rostros, y congruentemente los ojos apuntan al suelo. Limpia la hoja con parsimonia, guarda su arma y da media vuelta. La extranjera sigue de lejos al colosal guerrero, que se para un instante y la rechaza inspirando violencia. Pero la mujer blanca como la luna piensa que cerca de Húlek-Ad está a salvo e ignora su amenaza. Las dunas los acogen y comparten la jornada plácidamente, entre el azul y el bermejo, hasta que el negro comienza a imponerse sobre el horizonte y las estrellas vencen en el cielo. En Ka-Moharr la conjuración ya está en marcha.

"Los dos saben lo que deben hacer, la muerte de la extranjera es inminente, pero Húlek-Ad se interpone y la cifra aumenta a ciento cuatro. Esos son los hechos"

Húlek-Ad pasa las noches solo en una especie de jaima. Entre sus telas no se ofrecen más comodidades que un humilde catre a ras de suelo y un jarrón con agua para las libaciones, al que jamás se asoma desde arriba para no verse reflejado. Tal austeridad no es propia de un guerrero, que normalmente se adueña de las riquezas de sus adversarios por derecho de fuerza. Puede decirse que Hulek-Ad es un asceta y un apóstata, una decisión que padece con gravedad, y que lo obliga a ser el más brutal asesino si quiere seguir manteniendo con dignidad su postura, es decir, si quiere seguir con vida. Cada muerte es una moneda que paga y a la que renuncia. Cada mujer y cada hijo que no tiene es un precio aún mayor. Su jaima vacía no es más que un símbolo que se sigue necesario. Hasta ahora ha vencido a cada noche y su silencio doloroso, pero la mujer de pelo ardiente y piel de nácar doblega la voluntad de Húlek-Ad con la magia de otro mundo y lo acompaña esa noche en su lecho. El Moharr colosal como el guerrero responde a la llamada visceral que es ya una guerra, atraído por el núcleo del fuego, y acude a la devastación de las entrañas de un ser minúsculo en su medida, entre sangre y gritos desatados que invocan al mismísimo Moharr en la dolorosa creación. A la lumínica explosión argentada le sobreviene de nuevo el silencio. La mujer se pronuncia finalmente para dar su nombre, Celistés, y le confiesa a Húlek-Ad su origen y su ya cumplido propósito. Proviene de la tierra de la luz, hasta donde llega la historia del colosal e inmaculado guerrero Húlek-Ad, invicto en el amor y la guerra. Sabe que los hijos de Húlek-Ad heredarán algún día la tierra de la luz y Ka-Moharr, el mundo en su totalidad. El mensaje que Celistés trae al caudillo y que a su vez le es transmitido a Alidhimarr es este: para que el número de vidas arrebatadas por el guerrero comience a ser balanceado en honor a Moharr, basta con que el pueblo de la tierra roja le dé buena acogida y le permita habitar en él durante un tiempo. Húlek-Ad comprende de inmediato que en el breve parlamento entre el caudillo y la sacerdotisa se duda de todo lo que Celistés cuenta, pero también sabe que su pueblo es taimado. Caudillo y sacerdotisa no se arriesgan, primero, a que exista otro mundo llamado el de la luz, del que en el pasado ya se habían tenido difusas noticias, y cuya existencia bajo ningún concepto se debe conocer en Ka-Moharr, el único mundo posible; segundo, que sean ciertos los poderes de alumbramiento que Celistés asegura dominar. Su deslumbrante belleza es, incuestionablemente, de otro mundo. Las consecuencias son inasumibles para ambos: Alidhimarr pierde la oportunidad de ser la madre del primogénito de Húlek-Ad, privilegio inaudito; el caudillo ve amenazado su rango si el coloso comienza a tener descendencia y equilibra la escalofriante cifra de ciento tres ejecuciones. Los dos saben lo que deben hacer, la muerte de la extranjera es inminente, pero Húlek-Ad se interpone y la cifra aumenta a ciento cuatro. Esos son los hechos. Al placer y la comprensión le sucede el descanso, y Húlek-Ad comienza a soñar, con Celistés al lado.

"Es el primer día de la era Húlek-Ad, precursor del tiempo y su medida. La ceremonia funeraria exige incontables soles y lunas, infinitas luchas y sacrificios. Moharr ocupa el centro de los ritos de la sangre, separado ya para siempre del cuerpo del guerrero Húlek-Ad"

Dos silenciosos mercenarios se deslizan entre las telas de la jaima, con sus dagas empuñadas, no sin mucho temblor. Otros dos vigilan fuera temerosos del posible desastre. Dos cortes se ejecutan al mismo tiempo con la justa precisión: el cuello níveo de la extranjera se abre en horizontal y de él mana una densa cascada granate en la oscuridad; el temible Moharr del guerrero es seccionado y una fuente brota como la explosión de un gran volcán. La mujer yace inerte en el lecho, y el mutilado decapita a los dos condenados en un solo movimiento. Húlek-Ad nunca duerme tan profundamente, pero siempre duerme armado. Los dos vigilantes corren despavoridos al intuir los hechos. En el interior se despliega un charco cada vez mayor y el colosal guerrero comprende que no volverá a luchar jamás. Su sangre no deja de brotar, fundiéndose con la sangre del cuerpo al que ha amado y con la de sus verdugos. Finalmente, de rodillas y en silencio, la pierde toda.

Con los primeros despuntes del nuevo día y el cielo todavía encarnado la gente se acerca a la jaima, que es una roja marea. La muchedumbre aglutinada decide sin discordia retirar las telas y develar el terrible escenario. La sangre forma una pequeña laguna en la que flotan los cuerpos vaciados. Abren paso al caudillo que, en marcha solemne y dejando el rastro de un humo denso, se aproxima al descomunal Moharr y lo rescata de la superficie elevándolo hacia el cielo, todavía chorreando. El caudillo revela entonces su verdadero nombre, Possestés, el mensajero. Pronuncia un indescifrable discurso que encandila el ánimo de todos los habitantes de Ka-Moharr, postrados ante la monstruosa y sangrante figura, profiriendo gritos salvajes y desgarrados. Saludan la llegada de Moharr, hasta ahora prisionero del guerrero colosal, encarnación del dios en las tierras rojas y libertador en la unión con la mujer luminosa, según el sermón de Possestés. Es el primer día de la era Húlek-Ad, precursor del tiempo y su medida. La ceremonia funeraria exige incontables soles y lunas, infinitas luchas y sacrificios. Moharr ocupa el centro de los ritos de la sangre, separado ya para siempre del cuerpo del guerrero Húlek-Ad. La desintegración deja en su lugar el gigantesco símbolo tallado en roca, construido bajo el imperio de Possestés, voz de Moharr en la tierra roja. Su altura escapa a la comprensión de cualquiera. Alrededor de la roca Moharr acontecen los combates y las libaciones, los discursos del caudillo, las ejecuciones, las uniones luminosas y los alumbramientos. Húlek-Ad salva su fatal destino con uno mucho más abominable, ser eterno por un instante.

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09/12/2024



Marida es el tercer título poético que Alberto Escabias Ampuero nos regala, publicación que ha realizado en El Toro Celeste, dentro de su colección «La Federica». Este es autor también de prosa, sin embargo, es en la poesía donde podemos encontrar su expresión más íntima y personal. Así, Marida debe ser reconocida por su enorme calidad, pues en esta obra el poeta explora la idea de conexión emocional y espiritual entre dos personas que se aman, con las notables sensibilidad y profundidad que caracterizan su poesía, transformando lo ordinario en algo extraordinario, capturando la esencia de los momentos simples y transmitiéndola al lector para conmoverlo.

En el poemario observamos una división binaria: en la primera parte, los poemas están encabezados por los lugares de Córdoba en los que él y su mujer, Jennifer, forjaron recuerdos, mientras que en la segunda estos llevan por título fechas importantes para ambos.

En el primer poema, «Mezquita-Catedral», ya podemos conocer cuál es la situación del autor:

Bien sé que soy entre lo vivo,

que mientras regresa a mí

la hora descarnada,

el talar de mi sangre,

puedo hallar un lenguaje más hábil

que el de la muerte (p. 15).

Alberto Escabias Ampuero deja claro en la entrevista que la filóloga Sandra Janicijevic le realiza —y que se plasma al final del poemario— que pretendió que Marida fuese «luciente de principio a fin» (p. 63), puesto que anteriormente su poesía había estado plasmada de sombras debido a la pérdida y al duelo. No obstante, estos sentimientos no desaparecen, dado que el poema que da paso a la segunda mitad del poemario, «Casa del Caballo Andaluz», recuerda uno de los últimos grandes días en la vida de su abuelo, el de su boda con Jennifer:

Mira al abuelo ahí en un agua

y en un aire

y en un sueño

y en todo lo que tiene textura

para el alma,

[…] como un bello recuerdo

entre la luz y el poema (pp. 23-24).

El autor, además, nos cuenta en dicha entrevista que en este poemario ha decidido alejarse del lector para acercarse a sus seres queridos: «He tendido sobre la mesa de hule florido, donde reposa el calor del guiso que a todos nos reúne, los poemas a la marida, al abuelo y a la abuela, poniendo por delante la delicadeza y la verdad a la tendencia o a la filiación inmediata de quien los lea para que, de esta forma, ni un solo verso deje de ser nuestro» (p. 63). No obstante, este poeta es capaz de plasmar su historia en el lector con cada quejío y cantar, transmitiendo el amor por su marida, por la familia, por Córdoba y por su luz, pues su poesía está cargada de imágenes evocadoras y metáforas sugerentes que te hacen pasear por esos lugares y aspirar sus olores, sentir el correr del agua y el reflejo de la luz sobre la propia piel. Así, en «Calleja de las Flores», un poema cuyos versos se dividen en dos columnas, leemos:

La calleja estrecha

[…] entre el oleaje de flores

en macetas que penden del asa del aire

como zarcillos que azulean.

Van y vienen las primaveras,

y de aquí no se mueven

sus aromas, tejidos siempre

a la calleja y a sus flores.

[…] y tú la caminas con el alma niña

casi todo el tiempo sin mirar las flores.

Con claro prodigio te he visto

buscar tan solo los colores

dentro de mis ojos (p. 22).

Este es un ejemplo claro de la capacidad que el poeta posee para situarte en un lugar determinado; asimismo, lo es de la intensidad de los sentimientos que se comparten en el poemario. Es por ello por lo que el autor titula a la obra Marida, porque para él este término es su modo de llamar «al amor: al amor total; de darle forma, de construir, a partir del recuerdo y de la esperanza, la imagen de la mujer que conmigo fue a casarse; de la mujer que, más allá de lo sacro, quiso sembrar en mí todas sus edades» (p. 57). Durante todo el poemario se habla de la unión; sin embargo, esta va más allá del matrimonio legal, ya que es algo espiritual y emocional, es trascendente; se trata de la unión de dos almas para compartir un vínculo profundo y sincero.

Los sentimientos perduran, pero como la luz, se van transformando con el pasar del tiempo. Así, la segunda parte del poemario comienza con el aniversario del día de la boda:

Y un poema

que no necesite las palabras sabidas del amor

para nombrar lo eterno.

Y un paisaje atardecido,

quietamente en su luz (p. 29).

Estos sentimientos siguen siendo cálidos, serenos y sinceros, pero no brillan con la intensidad que lo hicieron en el pasado, han progresado hacia la calma y la costumbre:

Llevo en los ojos la costumbre

de quererte

y, quizá sea por eso, que no te miro,

que no te abrazo como antes,

como juré, ante Dios, que haría (p. 30).

Al contrario de lo que pueda parecer, esta evolución no es negativa, pues Escabias Ampuero reconoce que «lo que no ha cambiado sí ha cambiado, es decir, ha crecido. Ahora amo mejor» (p. 63). Y es que en eso consiste el amor, no en conservar la intensidad de las emociones, sino en que los lazos que unen a dos personas perduren, en los momentos buenos, pero también en los malos:

Y es ahora, llenos de vacío

y vestida de negro tu luz,

es ahora

cuando más marida te siento.

Aunque lleve en los ojos

la costumbre de quererte,

de ti quiero decir lo hermoso

deteniéndome en lo hermoso (p. 31).

Con esa esperanza escribe nuestro autor en «El día que fuimos poema»:

Desde el poema yo te escribo

con el labio recién besado,

y desde el poema

—con labio nuevo

sobre estrofa antigua—

nos decimos: «Sí, quiero».

[…] para recitarlo como verso nuestro

o como verso inamovible (p. 43).

Marida es excepcional en tanto que Escabias Ampuero logra adentrarse en los rincones más íntimos del alma humana, explorando la conexión, la intimidad y el destino compartido mediante una sensibilidad poética admirable. Es distinguible como en este poemario se captura la esencia de las relaciones genuinas y se ofrece al lector una experiencia que resonará profundamente en su corazón.

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Autor: Alberto Escabias Ampuero. Título: Marida. Editorial: El Toro Celeste. Venta: Todos tus libros.

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09/12/2024



¿En qué momento es posible considerar al poeta como tal? ¿Es el poeta el creador del poema o es el poema el que da existencia al poeta? ¿Cuántos poemas deben escribirse para que un poeta sea considerado poeta? ¿Es la extensión de su obra o la capacidad para conmover a través de un verso lo que da entidad al poeta? ¿Y es la publicación el umbral que convierte al poeta en poeta, o es suficiente con la escritura circunscrita a un ámbito privado? ¿Es imprescindible la publicación de un libro en una época donde la poesía se comparte y difunde también de forma oral, digital o efímera? La trayectoria poética de Amparo Conde Gamazo nos aboca inevitablemente a cuestionar los presupuestos desde los que la poesía se define. Cuaderno de Bitácora (poesía escogida 1948-2024) (Lastura, 2024), con selección y estudio de la profesora y poeta Elia Saneleuterio, viene para desafiar las convenciones establecidas.

Nacida en ese año crucial para la poesía de 1927, comparte generación con otras relevantes poetas valencianas como María Beneyto (1925) o Francisca Aguirre (1930), no obstante, su poesía y trascendencia no ha tenido la repercusión de aquellas, en gran medida debido a que, a excepción de su Trilogía poética (1984), su obra no se difundió por los cauces editoriales, sino a través de autopublicaciones artesanales, en un primer momento, y de Facebook y su blog (https://amparocondegamazo.wordpress.com/) más recientemente. Autora de casi setenta poemarios y autodidacta, Amparo Conde Gamazo siembra un universo simbólico propio que esta antología, a modo de brújula, nos desvela.

"La palabra es un universo cuyo centro anida su existencia y la conciencia de que en la escritura habita un mundo en el que es posible ser y ser al margen de quien lo sepa"

Consecuencia de ello, su escritura transita por una metapoética mantenida en el asombro durante casi setenta décadas. Pájaro libre en el verso, la necesidad de escribir se alza sobre la entidad e identidad de ser reconocida como poeta: Si soy poeta, no lo sé/ ni me importa. Lejos del poema se estrecha el aire y la vida, en el canto resucita, de ahí el empeño por que la palabra cimbree la rama en la que el pájaro (Y yo, /más pájaro que personaje /verdadero) se posa e impulse su voz más allá de la jaula, esa jaula que no es más que ese mundo que desconoce o ignora su poesía: Casi a punto de renacer/ en la palabra / que me sobreviva. La palabra es un universo cuyo centro anida su existencia y la conciencia de que en la escritura habita un mundo en el que es posible ser y ser al margen de quien lo sepa: Si quemara mis versos, / el fuego lamería las palabras… La reflexión metapoética anuda toda su poesía, en tanto esa palabra poética arrasa el vacío:

Un día me di cuenta

de la gran magnitud

de las palabras.

Podían como pájaros

surcar el aire,

atravesar el mundo,

perforar el sistema

abastecer de energía

a las centrales nucleares…

Así pues, la palabra germina un tiempo en presente continuo y perfecto desde ese transcurrir vital que el verso trata de asir. Los topos del tempus fugit y el carpe diem se enlazan para fracturar la soledad y la muerte, la monotonía y la esperanza de una poética de tono confesional, que refracta su biografía desde una voz que, siendo femenina, no se adormece en los temas comunes ni en aquellos que, se presuponen, debe ocuparse una mujer de la posguerra. Se interroga desde la honestidad y la libertad de la no aquiescencia a corrientes y gustos, ya que no se restringe a escribir aquello que los cánones literarios o líneas editoriales imponen:

La madrugada azul

me sobrecoge. Un orgasmo

de luz se extiende sobre ti,

bautizando tus olas.

Porque cuestiona desde una mirada poética el mundo, no se puede dejar de afirmar el compromiso de la poeta con su momento histórico y los sucesos acontecidos. Testigo de casi el último siglo, Amparo Conde niega el silencio a las sombras grabadas en la memoria colectiva y tanto si sus versos reverberan sobre las depredadoras guerras, como sobre el racismo, su voz se hace imprescindible para no dilatar el dolor y proclamar la hartura ante la incomprensión de los Homo sapiens, apelando a un cierto humanismo y universalismo:

Al fin todos sois hermanos,

de sangre y de injusticia.

Hi**er no ha mu**to todavía,

resucitó en Afganistán, en Israel,

en Norteamérica, bajo los distintos

nombres, su fantasma

es el espejismo ra***ta que alimentan

las religiones y los mitos

de los que gobiernan este mundo,

hitleriano en esencia y en memoria.

Imposible no preguntarse dónde está Dios. La relación de la poeta con la divinidad titubea en la orilla de la renuncia. Su presencia constante es un refugio o una pregunta y un grito. La muerte de su esposo, el amor de su vida, la longevidad que le obliga a contemplar las amistades desde la memoria, a que aboca su despedida, dice y desdice su existencia y su estar:

Juego contigo, Dios

juego contigo.

Me das una andanada larga

de silencio,

y a cambio

yo te esquivo, yo te niego

tantas veces o más

para engañarte.

Huidizo y contradictorio territorio para aceptar su pequeña y sencilla realidad, la frágil y breve verdad que se asila en la palabra, en el verso:

Cuando el trigo

era solo promesa del pan,

cuando aún no era un mito

encontrar la verdad.

Si ser poeta se define por una forma de estar y percibir el mundo, Amparo Conde es, indudablemente, una poeta. Si ser poeta es anudar la existencia a la poesía al margen de los circuitos literarios, Amparo Conde es, imprescindiblemente, poeta. Esta antología tan necesaria para alumbrar con una edición “canónica” a la poeta Amparo Conde, donde trasluce el trabajo minucioso y entusiasta de Elia Saneleuterio, no deja ninguna duda de todo ello, ya no queda espacio para esa desolada voz de mi fracaso. Sin duda alguna, esta edición y las razones de sí misma nos posibilita el cuestionarnos los presupuestos desde los que leemos la poesía y se verterban los cánones poéticos hoy en día.

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Autora: Amparo Conde Gamazo. Título: Cuaderno de Bitácora (Poesía escogida 1948-2024). Editorial: Lastura. Venta: Todos tus libros.

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