29/12/2023
Secreto
A lo lejos se oían las risotadas cuando Ricardo atravesó zigzagueando los veinte metros que había entre la orilla del mar y la arena donde yo, aplastado como un lagarto, me distraía leyendo Siddhartha. Pese al candente sol, la tarde se nos mostraba gratificante y fresca. Deliciosamente agradable podría añadir, gracias a la brisa que se colaba entre el follaje que protege la playa de Todasana. Ricardo, o el Gago, como le decíamos a mi amigo de la calle Bolívar, había sido esta vez el blanco de un chalequeo intenso del grupo que cada vez que abría una botella de Cacique se transformaban en monstruos. En un tris eran otros. Sobre todo ahora cuando el sol y el ron explotaban sobre sus cabezas inspirándoles a cometer todas las marranadas posibles e incluso las más torpes maldades. De manera que cuando el Gago apareció arrastrándose y no hizo más que echarse en la arena como si hubiese sido fulminado por un rayo, lo miré y sonreí. El fragor de la lucha para emerger del mar se asomó en los ojos enrojecidos. “¿Qué te pasó, chamo?”, lo saludé. Fue una pregunta retórica. El Gago no respondía. Más que cansancio exhibía el semblante de quien había visitado otro mundo. Seguí leyendo y dos minutos después Ricardo decidió revelarme lo ocurrido. “No se los vayas a contár pero creo que me ahogué, mi pana, y estoy vivo, aquí, de milagro”. Lo expresó en voz baja, forzada, lenta, como si confesara un pecado, mirándome a la cara con un dejo casi suplicante que me obligó a cerrar el libro y a escucharlo tratando de no reírme. Era la confidencia de alguien que acababa de tutearse con la muerte y, esta vez ante mi estupor me aseguraba que la joda de los amigos había ido demasiado lejos. Al repetirlo reprimió un espasmo de angustia en la garganta. Unos segundos después lloró.
El tema es que, enloquecidos por el ron, el grupo se había confabulado para joderlo dado que Ricardo había hecho alardes de su capacidad para aguantar varios minutos debajo del agua. Debo admitir que si yo hubiera estado ahí también me habría sumado a la acción de hundirlo en el mar, tal y como pasó. Según Ricardo, una vez que se sumergió y sintió que no aguantaba quiso aflorar a la superficie pero los chamos le impidieron a la fuerza que saliera a tomar aire. Primero vino el miedo, la natural desesperación y pasados tres o cuatro minutos se dejó vencer oyendo de lejos las risas de los coreaban su nombre. “¿Es verdad que cuando uno está a punto de morir ahogado oye como campanitas?”, me preguntó ingenuamente y no tuve más respuesta que burlarme. “Marico ¿tú crees en esas vainas del cine?” Pero el Gago, a riesgo de ser tomado por id**ta me niró y se explicó. “Pana, cuando estos carajos me derribaron, me hundieron y no dejaban que sacara la cabeza para respirar, acabé por rendirme y me dejé llevar… noté que descendía y hubo un momento en que no oí las risas, no escuché nada y nada me importó… lo que sentía eran como campanitas… hasta creo que sonreí”. Más que sorprenderme, el Gago me estaba asustando en verdad con su relato. Tanto que me desarmó porque yo no poseía la información necesaria y porque me había pedido que guardara el secreto, lo que me impidió reclamarle al grupo y hacerles notar que estuvieron a punto de cometer un as*****to. De modo que mi impresión ahora fue de ansiedad. Cierto que la muerte continúa siendo un misterio aterrador. Quizá porque nadie puede saber qué sucede al cesar la vida y volver para contarlo. Pero el Gago me juró ese domingo de agosto mientras veíamos a nuestros amigos retozar en el mar que estuvo a unos segundos de fallecer. Claro, ahora podemos consultar Google y saber que ahogarse puede ser una de las muertes menos dolorosas pero también una de las más mortificantes debido a la sensación de pánico al no poder respirar y mantener la cabeza fuera del agua. Al no lograrlo pierdes las fuerzas y te abandonas. Los expertos afirman que hay una sensación de desgarramiento a medida que el agua invade las vías respiratorias. Luego sobreviene un estado de quietud por la falta de oxígeno en el cerebro. ¿Será por eso que Ricardo insiste en que oyó campanitas y que se dejó llevar en un estado de paz?
“Ah vaina… ¿y estos pendejos ahora son novios?”, dijo Javier, para seguir la guasa cuando nos vio hablando muy cerca. Acababa de llegar el grupo, cansados de jugar y de abrir una segunda botella de ron. Llegaban y caían abatidos en la arena, uno a uno. El Gago y yo nos reímos y les mentí explicándole que Ricardo se había enamorado de una profesora del liceo. El resto me compró el cuento; otro le felicitó por haber aguantado más de cinco minutos bajo el agua. “Gago, eres arrecho… lo tuyo fue todo un récord”, le dijo Alberto. Pero ese tránsito a los límites de la muerte Ricardo y yo lo compartimos como un doloroso secreto incluso después que perdimos contacto. Todavía ese relato me tortura cuando veo en el cine la escena de alguien que lucha para no ahogarse. Lo que pasó ese domingo fue la vivencia de un homicidio frustrado. Años después supe de Ricardo había ingresado a la Policía y, orgulloso, me enviaba fotos por whatsaap en las que aparecía ascendido a inspector jefe. Le pregunté por el incidente en Todasana. Me confesó que desde esa tarde dejó de ir a la playa. “Es más, algunas noches despierto con la angustia por lo que viví ese día”. No le confesé que a mí también me pasaba lo mismo, y le pregunté por los muchachos porque llevaba tiempo sin saber de ellos. Se ha visto con algunos y había quienes le recordaban aquel domingo cuando intentaron ahogarlo. Me preguntó ¿no contaste nunca lo que pasó, verdad?”. Claro que no, Gago, respondí y nos despedimos. Al rato volví a recordar no el incidente sino la frase que esa tarde leía en el libro de Hermann Hesse: Ninguna palabra sirve para explicar los secretos que guarda la amistad.