03/11/2024
Veo lo catastrófico con incredulidad y dolor, pero también con el alivio culpable de saber que no me está sucediendo a mí. Las imágenes parecen ficción porque las palabras imaginadas es el único lenguaje para esta realidad. Imagino cómo actuaría si me pasara, por dónde subiría hasta la azotea, qué cogería, animales y una foto, quién sabe, tendría tiempo o no, qué haría.
El alud, el desprendimiento, es inevitable. Esa manía que tiene la vida de arrancarte de cuajo el paisaje, dejarte sin padre o sin calle, de decir ahora me toca a mí, te jodes. Y es que al mundo le da igual quiénes seamos, por qué nos estemos peleando, si estamos enfadados o enamorados, si nos duele el labio inferior o si queremos perder peso, cuáles son nuestras aspiraciones o terrores, no le importa, al mundo le damos igual, pero a nosotros no nos debería dar igual el mundo, cómo lo tratamos, qué derrota le estamos infligiendo, no nos debe dar igual porque frente al concepto de tragedia cabe siempre preguntarse cuáles son los soportes comunitarios con los que contamos, qué estamos haciendo con lo público, con lo que es de todas las personas, qué es lo prioritario en nuestras existencias.
Pienso en esto que nos hemos inventado entre todos un lugar en el que lo principal en la vida es producir, en el que es impensable no ir a trabajar, estas frágiles rutinas ciertas que hemos construido en torno a ello, que parece ser lo más importante para los cuerpos, cuerpos obedientes y dóciles, cuerpos sujetos a la obligación hasta que son arrastrados. Pienso en este lugar en el que se desmembran los soportes comunitarios, en el que hay que pedir responsabilidades por ello y en que cuando llega el huracán, la riada o la lava, lo que nos queda son los demás, a menudo aquellos que llamamos enemigos. La vecina que te cae mal, pero la mano que te agarra y te sube al tejado, el que te mira a los ojos y sostiene tu tristeza, quien te salva, quien está, qué perdemos a la vez.
Ante el dolor del otro, lo que importa de verdad.