29/05/2024
Un día como hoy, hace 266 años, Juan Pío Montúfar, nacía en Quito, el 29 de mayo de 1758, siendo el primogénito del noble español Juan Pío de Montúfar y Frasso, primer marqués de Selva Alegre y presidente de la Real Audiencia de Quito entre 1753 y 1761, y de la quiteña doña Rosa de Larrea y Santa Coloma, de una familia igualmente destacada. Él y sus tres hermanos quedaron huérfanos muy niños, pues ambos progenitores murieron en 1761, por lo que fueron criados por sus abuelos maternos.
En 1808, cuando la invasión de Napoleón a España produjo la crisis de la monarquía española, Juan Pío Montúfar convocó a varios de sus amigos a su hacienda de Chillo Compañía para celebrar la Navidad, pero también para analizar esos acontecimientos políticos. Ellos tomaron allí una decisión trascendental: desconocer al Gobierno vigente y sustituirlo por una junta de gobierno local. Esa decisión señaló el inicio del proceso independentista de Hispanoamérica y transformó para siempre la vida del propio Montúfar.
El golpe finalmente se dio el 10 de Agosto de 1809. La Audiencia fue depuesta y su presidente, el español don Manuel de Urriez, conde Ruiz de Castilla, apresado. En su lugar comenzó a gobernar la Junta Suprema, presidida por Juan Pío Montúfar e integrada exclusivamente por criollos. Pero el nuevo Gobierno duró muy poco. Fracasó, entre otros factores, porque las demás provincias de la Audiencia -Guayaquil, Cuenca y Popayán- se le opusieron y porque las demás autoridades realistas, como el virrey del Perú, la combatieron con toda decisión. Ruiz de Castilla recuperó el mando, bajo la promesa de no tomar represalias por lo sucedido. Pero cuando entraron en Quito las tropas enviadas por el Virrey de Lima, muchos de los que participaron en los acontecimientos de agosto fueron apresados, el fiscal pidió la pena de muerte para 46 personas y las de presidio, destierro o confiscación de bienes para muchas más.
Para Juan Pío Montúfar, el fracaso de la Revolución Quiteña, que él había encabezado, significó el fin de los ideales a los que había consagrado una buena parte de su vida. Cuando la independencia triunfó, varios años después de su muerte, se concretó de manera muy distinta de la que él y los suyos la habían soñado. Y, en un plano más personal, los años posteriores a 1812 le depararon muchas amarguras. Debió enterarse del fusilamiento en Buga de su hijo Carlos, por insurgente, en 1816, y someterse a una serie de juicios, confiscaciones, prisiones y destierros dentro del país, hasta que en enero de 1818 lo abandonó para siempre, pues fue desterrado a España. Allí murió, cerca de Sevilla, el 3 de octubre de 1819, a los 61 años de edad.