28/12/2025
A Don Rafael el estómago le dolía desde hacía años, pero él siempre decía lo mismo:
—Eso es gastritis… a mí se me quita solo.
Al principio era una molestia leve, una quemazón después de comer. Dejó el café, luego el picante. Tomaba té de manzanilla, bicarbonato, lo que le recomendaban los vecinos. Nunca pensó en médicos. Nunca le gustaron los hospitales.
Con el tiempo dejó de tener hambre. Comía por compromiso, porque su esposa insistía. Empezó a bajar de peso, primero poco, luego de golpe. La ropa le quedaba grande. Cuando vomitó sangre por primera vez, dijo que era por la úlcera, que eso “pasaba”.
—No quiero que me digan que tengo algo malo —repetía—. Prefiero no saber.
Las noches se volvieron largas. El dolor ya no era solo ardor, era una presión profunda, constante. Se despertaba sudando frío, abrazándose el abdomen. A veces sentía que la comida se quedaba atascada, como si el estómago ya no quisiera trabajar.
Su familia le rogó. Sus hijos le suplicaron que fuera al hospital. Él se negó siempre. Decía que allí la gente entraba caminando y salía en ataúd.
Un día ya no pudo levantarse. Estaba débil, pálido, con los ojos hundidos. Apenas podía beber agua. Aceptó ir al hospital, no por él, sino para que dejaran de insistir.
El diagnóstico fue rápido. Cáncer de estómago avanzado. Metástasis. Nada que operar. Nada que curar. Solo aliviar.
Rafael no lloró cuando se lo dijeron. Cerró los ojos y dijo en voz baja:
—Ya lo sabía.
Pasó sus últimos días en casa, sin fuerzas, sin apetito, con un dolor que los medicamentos apenas calmaban. A veces miraba el techo en silencio. Otras veces pedía perdón a su esposa, como si la enfermedad hubiera sido una decisión.
Murió una madrugada tranquila, sin ruido, sin hospital, como él quiso.
Pero se fue con algo que nadie vio: la certeza de que, si hubiera ido antes, tal vez la historia habría sido distinta.
Porque el cáncer no avisa fuerte.
Susurra.
Y cuando uno decide no escuchar… ya suele ser tarde.