28/04/2022
La Curva sin frenos: Crónica de un parche
En Medellín hay una curva. No es cualquier curva, es La Curva y es quizás una de las curvas más famosas de Colombia. La Calle 66A es una estrechez asfaltada que sale a la avenida del Ferrocarril, a la calle Barranquilla y a la Carrera 55. No es un lugar de paso, es un lugar pesado, que no pasa, pese a la pandemia y a los edificios tecnócratas que se disputan el sector con los tugurios, las plazas de vicio y las pensiones. Queda a un paso de la Universidad de Antioquia y hereda sus aforos noche tras noche, principalmente de jueves a sábado y masivamente al final del semestre. Está ahí para cuando da hambre o sed, sed de la mala.
La Curva tiene 4 entradas y cada una ofrece algo distinto. Por el Occidente es un bulevar gastronómico lleno de puestos de comida, donde diferentes culturas se calientan, revuelven, sazonan, mastican y saborean o se envuelven para llevar. La comida es principalmente foránea, con gran oferta caribeña: carimañolas, arepas de huevo, plátano con queso y para pasarlo hay jugo de corozo o de tamarindo. También hay manjares internacionales, principalmente platos barrocos embarrados de salsa y picante, rellenos de panceta, chorizo o garra. Un venezolano vende comida mexicana en un puesto que se llama ‘El Paisa’, burros conchudos a 8mil y megachonchudos a 12mil.
La entrada sur es un orinal. El olor se mete por la nariz y hace sacar el tapabocas del bolsillo. Se puede ver el chorro de berrinche que se bifurca por la calle hasta estancarse en una acera o un zapato. Esta parte de la Curva hace las veces de parqueadero y de taller. Una empresa de taxis desvara sus amarillos todo el día, mientras sus choferes se comen un paquete de papas o se toman una cerveza, o quizá algo más fuerte. Antes, en la flota tenían su propia marca de vino: El Iluminado, pero ya no se consigue. Las motos se apilan al final de la calle y en las celdas siempre están los mismos carros empolvados. En las aceras una señora horna pandebonos y otra tiene una repisa llena de gomitas de todos los sabores. Hay bodegas, cerrajerías y marmolerías que dan al otro lado y en medio hay otra calle en la que están las fotocopiadoras y las papelerías. Allí un mural que dice ‘Y Nunca Volvieron’ recuerda que La Curva gira hacia la izquierda.
Por el Occidente la entrada está llena de bares donde antes sólo estaba uno, Bantú, un bar rockero que crió en vicios a la Generación X y bautizó el sector durante 20 años. Bantú ahora queda a 3 cuadras y en su lugar hay otro que se llama La Curva, rodeado de pequeños pubs reguetoneros. En la entrada al callejón, al frente de la estación de buses, hay un mural que decora el frontis de una empresa de enchapes, pero una vez adentro los muros están enchapados con grafitis. La Mafia, Loca Love, Blesse, Estafa Secta, Perros Libres, un esqueleto amarillo, un perro salchicha rojo, una ballena de 5 ojos, un alien, el retrato de un mu**to, entre otros rayones ininteligibles.
Cualquiera de las entradas llega al mismo punto, la parte más pronunciada de La Curva, donde los pelados llegan desde que el sol comienza a menguar a eso de las 4 de la tarde. También llegan los de la plaza de vicio, un tipo gordo y una señora mayor administran el chuzo: ‘Vení en 5 minutos que está demorada’, le dice el gordo a los que van llegando por ‘crespudos’ o ‘baretos’ sencillos. La gavilla la completa un hombre flaco, carichupado, que se menea con la música que le cuelga del cuello en un bafle. Después de 20 o 30 minutos llega el domicilio: una bolsa de baretos que luego camuflan debajo de un pedazo de césped.
La noche va cayendo y las bodegas cierran sus rejas. Cada vez llegan más jóvenes que se arriman a alguna de las ventanas y vuelven con litrones de cerveza o con medias de guaro y ron. En La Curva en casi todas las ventanas venden trago. Algunos se parchan en las 4 o 5 bancas que no dan abasto, otros prefieren la grama o el murito que la bordea. A medida que cae la noche los espacios se agotan, entonces las nalgas ya reposan en la acera y después de las 8 la calle se vuelve tapete. Se oye un cuchicheo estridente mientras uno de los bares que pone salsa a todo taco. Un señor toma ron de bolsa mientras baila con El Pito de Cheo Feliciano. Cierra los ojos para sentir el ritmo pero de vez en vez los abre para ver quién lo está mirando.
La humareda sube desde las pipas, puros, porros, peches y desaparece entre los edificios cercanos, en gran parte colonizados por estudiantes de otras provincias. A lo lejos suenan las ambulancias que pasan a toda velocidad para la Policlínica o para la León 13, mientras a lo cerca suena una mezcolanza de música con matices tropicales, argentinos y noruegos, por los metaleros de más allá. A veces, a fin de mes, suenan explosivos y perdigones cuando hay protestas y se siente la vibración del helicóptero de la Policía, que pasa bajito como queriendo sentir el aroma.
No hay menuda que sobreviva a la sentada. Pasan vendiendo confites a lo que les quiera colaborar, incienso a mil, pasteles de pollo con tocineta a 3mil, fanzines a 4, canciones a lo que le nazca del corazón y ci*******os, chicles o maní inflados por la carestía. Otros no tienen nada que ofrecer entonces piden la moneda directamente o si no tienes, un vasito de cerveza, un sobrado de salchipapas o por lo menos la botella vacía, que luego venden en la chatarrería por 300 pesos. En la esquina un metalero en silla de ruedas, con gorra y chaleco de jean, canta a grito herido una canción en inglés.
El último metro, el de las 10:54 p.m se lleva a varios de los enfiestados, otros se van en buses o se meten a bailar a Balcones o a El Timbalero ya medio borrachos, para no tener que gastar mucha plata en trago. Quedan los que no tienen energía para coger rumbo, los que viven en el vecindario, los que duermen en las aceras o los que consiguieron amanecida. También quedan los de siempre: familias que han vivido en La Curva toda la vida acostumbradas al olor de los gases lacrimógenos y de la ma*****na. Doña Aleida vive en una de las casas, que también es estanquillo, fotocopiadora y guardadero de carros de comidas. Vive ahí desde siempre y no le molesta, porque mientras la gente bebe afuera ella bebe adentro, compartiendo así la filosofía del lugar: “Uno debería morirse borracha”, dice.
Por: Julio Caicedo