25/11/2025
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Un año de vida — y un país que no alcanzó a protegerla
En Apure, Magdalena, la mañana empezó como cualquiera: el canto de los pájaros sobre los techos de zinc, el murmullo del río avanzando como si no hubiera prisa. Nada anunciaba que ese día el país volvería a romperse.
Tenía apenas un año.
En esa edad en la que la vida es solo descubrimiento: una risa que se escapa sin motivo, un balbuceo que intenta hacerse palabra, unos pasos torpes que todo el mundo celebra. Un año… tan poco tiempo, y sin embargo bastaba para que su familia la amara con una intensidad que desborda.
Pero la violencia, esa sombra que se cuela donde menos debería, llegó antes de que pudiera entender siquiera lo que era el miedo. Su ausencia no dejó un vacío: dejó un abismo. Su cuna quedó quieta, sus juguetes inmóviles, y en la casa el tiempo se detuvo como si fuera una fotografía dolorosa de lo que ya no volverá a ser.
El caso estremeció a la comunidad.
¿Cómo entender que a una bebé de tan solo un año se le arrebatara el derecho más básico: vivir?
Mientras la noticia recorría el país, muchos recordaron otras tragedias que parecían olvidadas, como si formaran parte de una historia que Colombia repite sin aprender.
Hace unos años, en un pueblo del interior, un niño de tres años fue hallado sin vida luego de salir a jugar frente a su casa. Su madre, con la ropa aún empapada de lágrimas, decía que él apenas estaba aprendiendo a pronunciar su nombre. No hubo respuestas suficientes; nunca las hay cuando se trata de la muerte de un niño.
Y en otro rincón del Caribe, una niña de cinco años desapareció camino al jardín infantil. Su comunidad la buscó con la desesperación de quien sabe que cada minuto podría ser una vida. El desenlace fue el mismo que hoy nos duele: otro límite que nunca debería cruzarse.
Tres edades distintas, tres historias diferentes, un mismo dolor: la infancia rota antes de tiempo.
Cuando un niño es víctima, la pregunta no es “¿qué pasó?”, sino “¿cómo permitimos que pasara?”
Porque un bebé de un año depende absolutamente de los adultos: de sus cuidadores, de sus vecinos, de las instituciones, del Estado.
Depende de que alguien esté mirando.
De que alguien actúe a tiempo.
De que la violencia no tenga espacio para entrar.
Y la verdad es que como sociedad hemos fallado.
Fallamos cuando callamos.
Fallamos cuando normalizamos señales de alerta.
Fallamos cuando no exigimos seguridad para quienes no pueden defenderse.
La niña de Apure no tuvo tiempo de aprender a hablar, pero su historia debería hablarnos a todos:
de la urgencia, de la responsabilidad, del deber de proteger a los más vulnerables aunque no sean nuestros hijos.
Porque los niños no pertenecen solamente a sus familias:
son responsabilidad de un país entero.
Si no somos capaces de garantizar la vida de quienes apenas empiezan, ¿qué futuro estamos construyendo?
Hoy, en Apure, el viento parece cargar un lamento que no se borra.
Una vida de un año —tan pequeña, tan frágil, tan intensa— se convirtió en un grito silencioso que nos obliga a mirar de frente lo que no queremos aceptar:
Que no basta con llorar después.
Que proteger a la infancia es una tarea diaria, compartida, inaplazable.
Porque cada niño perdido es un mañana que nunca llegará.
Y cada vez que eso sucede, es el país entero el que se oscurece un poco más.