29/04/2024
Harari: ese «sapiens» contador de relatos
Sapiens. De animales a dioses. Breve historia de la humanidad
Yuval Noah Harari
Debate, Barcelona, 2014
Se cumplen ahora diez años de la primera edición en inglés, y también en español, de uno de los libros de divulgación histórica más exitoso de nuestro tiempo. Sapiens. De animales a dioses1, del historiador israelí Yuval Noah Harari, ha sido traducido a más de 60 idiomas, ha vendido decenas de miles de ejemplares y ha convertido a su autor en referente intelectual a nivel internacional. Sapiens ha tenido además secuelas igualmente influyentes como Homo Deus, 21 lecciones para el siglo XXI; Sapiens: Una historia gráfica, y la serie Imparables, para un público infantil.
Escribir una «breve historia de la humanidad» en menos de 500 páginas no deja de ser audaz y temerario, pero también es digno de encomio. Desde la academia olvidamos con demasiada frecuencia que una de nuestras obligaciones con el público que nos sostiene debería ser la divulgación. Pero esto no resulta siempre fácil, ni el resultado es siempre convincente, como veremos al analizar este ambicioso intento.
El relato que ofrece Harari es una narración absorbente, en muchos momentos provocadora para el lector no especializado, que obliga a adoptar una visión amplia en la consideración de los acontecimientos históricos. El autor maneja un rico arsenal de conocimientos provenientes de distintas disciplinas además de la histórica. Eso le permite incorporar algunas de las perspectivas teóricas más recientes, en un lenguaje directo y sugerente. Harari trata de insertar la historia de la humanidad en la historia más amplia de los homínidos y los animales que han convivido con ellos. Y se atreve a indagar en posibles trayectorias futuras.
Todo esto es arriesgado. Cuando alguien habla de tantas cosas y en tan breve espacio, cualquier especialista en una de ellas podrá siempre señalar que el relato no es completo, que se han obviado muchos aspectos y matices, que se simplifican en exceso procesos sociales muy complejos… Nuestra crítica no incidirá tanto en esta dirección, no solo porque sería necesario manejar una erudición tan grande como la que el libro despliega, sino porque puede ser algo injusto exigir profundidad en una obra de esta naturaleza.
Sin embargo, aun moviéndonos en el nivel de la mirada amplia, y a pesar de la evidente maestría del autor, hay carencias y limitaciones que no son tan justificables. La primera es la falta de referencias. En un libro que nos habla de tantísimos periodos y espacios, solo hay un capítulo con 20 notas y otro con 10: el resto contienen un número menor. A menudo se nos afirma que los expertos han llegado a tal o cual conclusión sin que luego se mencione a los autores en cuestión. Ciertamente, un número de citas excesivas agotaría al público general, pero la ausencia de una bibliografía final, con las obras más importantes utilizadas en cada capítulo, desmerece en gran medida el trabajo de Harari. Solo a posteriori el autor ha proporcionado referencias bibliográficas adicionales en su página web.
Relacionado con esto, a lo largo del libro se transmite la idea de que efectivamente los especialistas han llegado a las conclusiones que se nos van presentando como definitivas. En general se nos ocultan los intensos debates que se mantienen dentro de las distintas disciplinas sobre muchos de los aspectos y procesos abordados. Un libro que reflexiona tanto, como veremos, sobre la importancia de la ciencia, ignora así prácticas básicas en las ciencias sociales como la cita de las fuentes o la mención de las controversias existentes.
El trabajo de Harari pareciera a veces querer configurar una «gran teoría» de la historia humana, una interpretación histórica a la manera del ya denostado Estudio de la Historia de Arnold J. Toynbee (1933-1961), del aún influyente El moderno sistema mundial, de I. Wallerstein (1974), o del más reciente Armas, gérmenes y acero, de Jared Diamond (1998). Pero otras veces parece una reunión de teorías menos ambiciosas, no siempre coherentes entre sí. En este sentido, se plantean a menudo argumentos de mayor o menor interés que sin embargo no se siguen en capítulos subsiguientes, quedando como hilos sueltos a lo largo de la trama. Tal vez fuera mejor considerar el libro como un conjunto de ensayos de carácter historicista, algunos francamente entretenidos (como el capítulo sobre el dinero, o sobre las religiones).
Pero no es esa la intención del propio autor, que pretende ofrecer una visión de conjunto. Para ello entreteje a lo largo del texto una serie de argumentos fuertes que nos disponemos a comentar en lo que sigue.
1. El curso de la historia humana se ha conformado a partir de tres revoluciones: la cognitiva hace 70.000 años, la agrícola desde hace 12.000 años y la científica de hace 500 años
Estas revoluciones articulan la estructura básica del libro. Pero la naturaleza misma de la revolución cognitiva y de la revolución científica genera muchos interrogantes.
La primera se refiere a un supuesto cambio radical en la manera de funcionar el cerebro humano, hace 70.000 años, que permitió la producción de utensilios elaborados sin que ello supusiera otros cambios fisiológicos. Una pregunta inmediata que genera esta idea es cómo pudo afectar esta revolución al cerebro de todos los sapiens, que en ese momento ya estaban desperdigados por el continente africano y habían recorrido el sureste asiático hasta llegar a Indonesia y las costas del mar de China. Por otra parte, se han encontrado indicios de cultura (huesos grabados, por ejemplo) mucho antes de los 70.000 años e incluso entre otros homínidos cercanos, como neanthertales o denisovanos. La aparición de decoraciones y artefactos cada vez más sofisticados, para diversos usos y en distintos contextos humanos, puede explicarse mejor como producto de una evolución social, de la capacidad humana de adaptación creativa al medio o de procesos de difusión cultural, que de una revolución cerebral.
Por su parte, la elección de la revolución científica como el tercer gran hito en la historia de la humanidad también plantea grandes interrogantes, tanto sobre su misma esencia (como comentaremos más adelante), como sobre su selección frente a otras posibilidades. ¿Por qué no escoger la revolución urbana hace 5000-6000 años, o la revolución industrial de hace dos siglos, o la industriosa que la precedió?
Harari reconoce que el transcurso de estas fases genera víctimas, a las que dedica el capítulo titulado muy expresivamente «No hay justicia en la historia». Sin embargo, en el conjunto de la obra se presta muy poca atención a los conflictos, las tensiones y contradicciones que se producen a lo largo del devenir humano, y que en gran medida explican los procesos históricos que se han ido dando. El de Harari es un relato en exceso lineal, que ilumina una única trayectoria dominada por unas pocas lógicas sucesivas.
Sea como fuere, por debajo de esta estructura subyace una idea importante: las distintas fases de la humanidad nos han ido conformando como somos. Así, «si nuestra mente es la de los cazadores recolectores, nuestra cocina es la de los antiguos agricultores» (p. 96). Lástima que la última fase histórica, como veremos, se plantee como una ruptura bastante radical respecto de todo lo anterior.
2. El ser humano es capaz de cooperar y organizarse por miles y millones de individuos, y de dominar el planeta, gracias su capacidad única de crear ficciones colectivas
Esta es tal vez la idea más persistente del libro, con la que se explica la aparición tanto de estados e imperios, como de creencias religiosas y hasta de formas de intercambio económico. «Cualquier cooperación humana a gran escala (…) está establecida sobre mitos comunes que solo existen en la imaginación colectiva de la gente» (p. 41). «Las bandas merodeadoras de sapiens contadores de relatos fueron la fuerza más importante y más destructora que el reino animal haya creado nunca» (p. 79, énfasis mío).
Harari sintetiza de esta manera sencilla y sugerente (y de nuevo sin citar) parte de toda una tradición constructivista en Ciencias Sociales, que desde los años sesenta ha dado obras ya clásicas como La construcción social de la realidad de Berger y Luckmann (1966), La interpretación de las culturas de Clifford Geertz (1973) o Comunidades imaginadas de Benedict Anderson (1983). Un problema es que nuestro autor reduce a la ficción toda reflexión sobre la cultura y su papel en la historia humana. La cultura implica símbolos, ideas, imaginarios, pero también instituciones y normas sociales, incorporadas en prácticas y artefactos.
Los imaginarios colectivos son, efectivamente, un ingrediente esencial y constitutivo de toda realidad social, pero en un libro de pretensiones tan amplias no deberían descuidarse otras dimensiones. Una esclava en las Antillas no necesitaba creer en las justificaciones religiosas o raciales que permitían a traficantes y terratenientes dormir tranquilos, para verse obligada a trabajar de sol a sol hasta la extenuación en un ingenio azucarero. Las redes e instituciones sociales, no digamos las armas y las cadenas, tienen existencia y materialidad más allá de las ficciones sociales que las alimentan, y merecerían mucha mayor atención de la que les presta nuestro autor. También la geografía y el medio ambiente parecen supeditarse en exceso a la capacidad imaginativa y transformadora del ser humano.
En cualquier caso, resulta especialmente sugerente su afirmación de que el dinero o el crédito se mantienen sobre ficciones sociales y el capitalismo constituye un «orden imaginado» (p. 132). Personalmente considero que esta es una línea de reflexión prometedora para deconstruir el propio concepto de capitalismo, como antes se ha hecho con otros. Desafortunadamente, de nuevo nuestro autor deja ese hilo suelto y en otros momentos, especialmente en la cuarta parte del libro, el capitalismo ya se ha convertido en un orden social mucho más sustantivo.
3. La revolución agrícola fue una calamidad, tanto para la humanidad como para el resto de animales del planeta
Que el neolítico supuso, allí donde fue surgiendo, más horas de trabajo y menos de ocio, más dolencias e inseguridades, procesos crecientes de diferenciación y jerarquización social y de género, y en última instancia la posibilidad de construcción de ciudades, estados e imperios, con su correspondiente nivel de dominación y opresión sobre la mayoría, no es una idea novedosa al menos desde la obra del antropólogo Marshall Sahlins (Stone Age Economics, 1972), aunque probablemente sí lo sea para muchos lectores.
Más original es la incorporación de una especial sensibilidad hacia el resto de seres vivos del planeta. Harari describe el efecto trágico para los animales, tanto salvajes como domésticos, de la expansión del sapiens por todo el mundo y la posterior aparición de la agricultura, con una crudeza que nos conmueve, acostumbrados como estamos a no considerar esta dimensión en la historia humana. Este hilo se retomará al hablar de la mucho más reciente ganadería industrial.
Esta agria reflexión, junto con otras anteriores sobre la relación del sapiens con otros homínidos cercanos, constituye una de las aportaciones más valiosas del libro: el cuestionamiento de la «soberbia de especie» que a menudo destilan muchas reflexiones (religiosas, filosóficas y hasta científicas) sobre el ser humano. En esta y otras ocasiones, Harari no evita los juicios de valor continuos y explícitos, que desmerecerían cualquier trabajo científico. (En este punto considero, sin embargo, que el carácter divulgativo y polemista de la obra soporta mejor que un trabajo más académico las pretensiones normativas del autor).
No tan justificable es, sin embargo, la homogeneización y hasta linealidad con la que se plantean estos fenómenos: si es cierto que la agricultura fue demostrando a lo largo del tiempo un carácter expansivo, no lo es menos que han existido distintos tipos de agricultura (más o menos extensiva o intensiva, en torno a la crecida de un gran río o itinerante de quema y roza…) que han implicado muy distintas cosas para los órdenes sociales y políticos. Asimismo, el papel de las poblaciones nómadas (cazadoras-recolectoras y sobre todo pastoras) a lo largo de la historia y en diferentes lugares del mundo, no solo como víctimas sino también incluso como constructoras de imperios, se invisibiliza si se plantea la expansión de la agricultura como un fenómeno tan irresistible.
Harari desarrolla una hipótesis inspiradora para entender cómo se produjo este gran «fraude de la historia»: la trampa del lujo. Según esta hipótesis, fueron pequeñas mejoras en la producción de alimentos lo que llevó a los humanos a adoptar, sin darse cuenta, una forma de vida cada vez más dependiente del trigo y otros cereales. (Se llega a afirmar, desde unos parámetros biologicistas muy alejados del tono general del libro, que fue el trigo quién domesticó al sapiens). La idea de que muchos fenómenos históricos son productos imprevistos de decisiones que las personas toman con otros fines es importante y tiene resonancias weberianas. Pero un proceso que se dio en lugares dispersos del planeta, y coincidió no por casualidad con un importante cambio climático y el aumento de la población en esos lugares, no puede explicarse solo como producto de «una serie de decisiones triviales» (p. 107).
Más insatisfactorio es aún el tratamiento de las desigualdades de género, que se afirma como característico de todas las sociedades humanas, «al menos desde la revolución agrícola». Curiosamente, Harari no indaga en el papel que pudo tener la misma agricultura en la consolidación de los roles sociales asignados a hombres y mujeres. Su conclusión de que existen muchas teorías (aunque «ninguna convincente») para explicar este rasgo universal no parece casar demasiado con esta obra, presta a adoptar como probadas muchas otras teorías que en la práctica son debatidas en sus respectivas disciplinas. Nuestro autor ignora aquí la extensa historiografía desarrollada en torno a la categoría de género (véase por ejemplo Gerda Lerner, 1986), así como otros muchos trabajos antropológicos que muestran una gran diversidad en las relaciones entre hombres y mujeres, en diferentes momentos y lugares.
4. La historia tiene un sentido y se dirige a la unificación de la humanidad: las culturas pequeñas y sencillas se han aglutinado gradualmente en civilizaciones mayores y más complejas. Los órdenes sociales unificadores fundamentales son el monetario, el conformado por los imperios y el propiciado por las religiones universales
Hace un tiempo que la corriente de la llamada Historia Mundial defiende la necesidad de analizar las conexiones, redes e instituciones que han vinculado distintos lugares del planeta a lo largo del tiempo. Estos historiadores estudian el comercio (como K. Pomeranz, 2000 o P. D. Curtin, 1984) y los Imperios (J. Burbank y F. Cooper, 2011), las religiones universalistas (como M. G. S. Hodgson, 1974) y también los gérmenes que atraviesan los océanos o el papel de las ideas y las personas que migran (como P. Manning, 2012). Y lo hacen frente a las habituales historias nacionales (e internacionales), pero también a la tradicional historia eurocéntrica, que habla de una expansión de la civilización a partir del Mediterráneo y Europa.
Harari parece por momentos sumarse a esta fructífera y caudalosa corriente de la historia mundial. Su énfasis en los imperios, las religiones y el dinero (aunque en este caso se limite a un aspecto particular del fenómeno más amplio de los intercambios comerciales), entendidos como fenómenos fundamentales en la historia humana, merece nuestro aplauso. Pero no todos los historiadores de esta corriente aceptarían la idea de la disminución progresiva de la diversidad cultural. Para Harari la pluralidad de formas culturales caracterizó el mundo de los cazadores-recolectores, pero desde entonces no ha hecho más que disminuir. Sorprende la invisibilización de la diversidad actualmente existente: no solo la que pervive de épocas anteriores, sino la producida permanentemente por individuos y grupos como algo intrínseco al desarrollo de la cultura entre los sapiens. Estar conectados por relaciones comerciales y de otro tipo no implica necesariamente homogeneidad cultural.
De hecho, el trabajo más actual sobre la historia de los imperios, de Jane Burbank y Fred Cooper (2011), subraya que una de las características compartidas de estas grandes formaciones políticas es «que mantienen la distinción y la jerarquía conforme van incorporando a diversas gentes» (p. 23). Los imperios han permitido efectivamente la difusión cultural a gran escala y en algunos casos han impuesto un determinado rasgo cultural a todos sus súbditos (el catolicismo en el Imperio español, por ejemplo). Sin embargo, también han conservado y promovido la diversidad como forma de mantener el orden y la legitimidad. Y, en cualquier caso, nunca ha existido un único imperio mundial. La convivencia habitual de varios de ellos y con otras formas políticas no imperiales ha promovido también la pluralidad política.
La misma reflexión podríamos hacer sobre las religiones universalistas, ninguna de las cuales ha conseguido imponerse mundialmente a las demás. Las religiones unifican y al mismo tiempo diferencian a las personas y los grupos humanos. Especialmente si consideramos otros fenómenos afines, como con acierto hace Harari, el liberalismo, el socialismo y el fascismo. Ninguna se libra de procesos de sincretismo, de indigenización y de interpretación particularista y localista de sus principios.
Con este intento de identificar el «sentido» al que se dirige la historia, el libro rezuma teleología, por mucho que en el capítulo 13 se critique la inevitabilidad de la historia («La historia tiene un horizonte muy amplio de posibilidades, la mayoría de las cuales no se realiza nunca», p. 272). En la última parte, además, nos encontraremos con otro viejo y denostado conocido, hasta ahora sorteado: el eurocentrismo.
5. La revolución científica dio paso a la modernidad como una fase radicalmente distinta en muchos aspectos a las anteriores. Apareció entonces el imperialismo moderno y el sistema económico capitalista
La cuarta parte de Sapiens desarrolla, con el peculiar estilo de su autor, una vieja tesis: existe una ruptura histórica en torno a los siglos XVI y XVII, liderada por los europeos, que acabará afectando a la historia mundial. Para algunos será el nacimiento del sistema capitalista, para otros el sistema de estados, y para muchos simplemente la modernidad. Harari sitúa también aquí su tercera revolución, la científica, que pondrá las bases de otros procesos como la construcción de imperios ultramarinos europeos o la industrialización capitalista.
La revolución científica consistiría en una transformación en la forma de pensar y de conocer el mundo, cuyo impacto sería equivalente a lo que supuso la aparición de la cultura o de la agricultura. «La ciencia moderna difiere de todas las tradiciones previas de conocimiento en tres puntos fundamentales: a) La disposición a admitir ignorancia (…) b) La centralidad de la observación y de las matemáticas (…) c) La adquisición de nuevos poderes (…)» (p. 279). La idea de progreso y de que los problemas sociales (¡incluso la muerte!) son solventables a través de la adecuada tecnología, fruto de la investigación científica, caracterizarían así la tercera fase histórica.
Varias son las debilidades de una tesis como esta que, no por conocida y popular, plantea menos problemas que otras del autor. De alguna manera reproduce la dicotomía entre pensamiento mítico y pensamiento racional, y sitúa en un momento y un lugar concretos la consolidación de este último. Por otra parte, rinde poco reconocimiento a la diversidad de la propia ciencia, excluyendo de su definición a la que él mismo profesa: la Historia es una ciencia social fundamentalmente interpretativa o hermenéutica, más que nomotética, y solo en ciertos momentos utiliza el instrumento matemático de la estadística, superada con mucho por métodos más cualitativos.
Harari se encuentra en este punto con el problema de explicar nuestra época, en la que no habrían desaparecido las ficciones sociales necesarias para la cooperación masiva, pero en la que al mismo tiempo dominaría un pensamiento científico, que pondría en cuestión cualquier ficción. Ante el dilema, parece inclinarse hacia un humanismo liberal que tendría que «dejar fuera la ciencia y vivir según una verdad absoluta no científica» (p. 282). O por un budismo desprovisto de su dimensión más espiritual. El relato chirría por momentos.
Una versión más contextualizada y relativa de la ciencia podría haber evitado estos problemas, aunque hubiera sido difícil mantener entonces a la revolución científica como un hito tan importante en la historia de la humanidad. La idea de que antes del siglo XVI el ser humano no había utilizado el método científico (la observación, el análisis, la obtención de conclusiones, la formulación de teorías abiertas a ser testadas) plantea más preguntas que problemas resuelve. Lo que llamamos «revolución científica» no es la aparición de una nueva forma de pensar (profundamente humana), sino un proceso histórico de especialización: se trata más bien de la conformación de la ciencia como campo social, y de los científicos como una clase de profesionales dedicados exclusivamente a la investigación empírica. Y aun así, habría que incorporar, junto a los europeos, a los anteriores científicos chinos, árabes y de otras latitudes para hacer realmente una historia mundial de este fenómeno.
Que la ciencia hay que estudiarla en el contexto de los imperios o los procesos de industrialización está bien traído. Pero no lo es tanto la total convergencia de estos fenómenos. Los imperios ultramarinos europeos no fueron tan diferentes a los que les precedieron: tuvieron los mismos problemas, y a menudo utilizaron parecidas estrategias que otros muchos imperios en la historia mundial (Burbank y Cooper, 2011). Por otra parte, la industrialización no fue producto de una aplicación sistemática de la ciencia: como nuestro mismo autor afirma contradiciendo su tesis principal, eso no ocurrirá antes de 1850 (pp. 310-311).
Es precisamente en el análisis de la industrialización donde encontramos expresadas más claramente tanto las contradicciones como el eurocentrismo de Harari: al parecer, si esta no se produjo en China o Persia fue porque «carecían de los valores, mitos, aparato judicial y estructura sociopolítica, que tardaron siglos en cobrar forma y madurar en Occidente, y que no podían copiarse ni asimilarse libremente». Cuáles fueran esos valores o estructuras, más allá de «la ciencia moderna y el capitalismo», no queda nada aclarado en el libro. Y sigue: «los europeos estaban acostumbrados a pensar y comportarse de una manera científica y capitalista aun antes de g***r de ninguna ventaja tecnológica significativa» (p. 312).
Todo esto plantea demasiadas preguntas y objeciones. Por ejemplo, se obvia el papel de actores no europeos en la propia historia de Europa. Y se ignoran trabajos como el de Kenneth Pomeranz que analiza en profundidad la cuestión de por qué la industrialización se produjo en Gran Bretaña y no en el valle del Yangtze en China, llegando a conclusiones muy alejadas de la respuesta excesivamente culturalista de Harari. El lugar donde se encontraban las fuentes de energía, y la existencia o no de colonias que producían materias primas parecen factores mucho más fundamentales.
6. En el presente, el ser humano se ha adueñado del planeta, y ha creado un mundo de estados, mercados e individuos fuertes, en el que los conflictos se han reducido drásticamente y se está dando paso a un imperio global. Por su parte, el futuro de la humanidad estará marcado por sus desarrollos tecnológicos.
La caracterización del presente que hace Harari está entre lo menos original y más cuestionable de su libro. La idea de un «círculo moderno» de familias y comunidades débiles, sustituidos por estados y mercados fuertes que a su vez facilitan la aparición de individuos fuertes, opuesto al «círculo premoderno» del que apenas se nos ha hablado con anterioridad (p. 396), recuerda demasiado a la ya denostada entre los historiadores teoría de la modernización. A pesar de su insistencia en que la historia se desarrolla a menudo a partir de casualidades, contingencias y «trampas», también resuenan aquí con más fuerza que antes algunas tesis teleológicas como la del fin de la historia de Fukuyama.
Afirmaciones como que en la actualidad «existe paz real y no solo ausencia de guerra», que han desaparecido los imperios a manos de estados independientes, que se está formando un imperio global, o que los avances tecnológicos resolverán los problemas de escasez de energía y materias primas, son cada una de ellas profundamente cuestionables, especialmente leídas en 2024. Pero hace 10 años ya existían innumerables conflictos internos, era evidente la degradación medioambiental y sus derivadas, así como la capacidad de manipulación social y política que han ido adquiriendo las nuevas tecnologías de la comunicación. Ninguno de estos asuntos es apenas abordado en Sapiens.
Una mirada alternativa nos mostraría que la humanidad se dirige (como siempre, por otra parte) a muchos lugares al mismo tiempo. Y uno de ellos, más que la construcción de un imperio global que apenas se conceptualiza, es la reconstrucción de grandes imperios como China, Rusia o Estados Unidos. Paralelamente, podemos observar procesos de integración regional en áreas del mundo más fragmentadas políticamente, en tensión con un repunte de los nacionalismos. Por otra parte, una diversidad de dinámicas, como conflictos armados, cambios climáticos, procesos económicos o movimientos sociales (más o menos simpáticos a nuestros ojos) no dejarán de producir cambios profundos difíciles de prever.
Claro que Harari no es de los que se achantan a la hora de imaginar futuros posibles. Así, llega a sugerir que el homo sapiens, a través de las posibilidades abiertas por la ingeniería genética, la ingeniería cíborg y la creación de seres inorgánicos, podría ser un eslabón en una cadena evolutiva que nos lleve a transformaciones fundamentales de la conciencia y la identidad humanas y al surgimiento de otras formas de vida inteligente. Entramos así en el campo de la historia ficción, ante la que poco tiene que decir quien esto escribe: lo que sí se me ocurren son muchos desarrollos científicos y tecnológicos actuales que podrían haber servido igualmente al autor para imaginar futuros posibles.
Con independencia de sus pronósticos, lo que Sapiens expresa en su último capítulo es una mirada tecnologicista de la historia, en la que los artefactos inventados y utilizados por el ser humano parecen dirigir, en un deus ex machina, los cambios sociales y políticos. Pero la tecnología no es más que una dimensión de la realidad humana (presente desde el surgimiento de la cultura), y está condicionada asimismo por estructuras y prácticas sociales. El futuro será, como siempre, producto de muchos procesos entrecruzados, de maneras poco sistemáticas y previsibles, donde la tecnología en manos de distintos grupos e individuos será un factor más de los cambios por venir.
Llegados a este punto, y a pesar de todo lo dicho, Sapiens sigue siendo un libro recomendable: es entretenido, nos obliga a repensar cosas que sabemos, y se está convirtiendo en parte del acervo de conocimientos de la gente medianamente informada. Pero su pretensión de encontrar el sentido del ser humano a partir de su historia, sustituyendo en este intento a la religión o la filosofía, puede dejarnos aún más insatisfechas que estas últimas. Mi sugerencia es destejer la trama de los muy distintos niveles que el autor ha entrelazado, y disfrutar de muchas de sus reflexiones y provocaciones como historias separadas. Porque en este libro Harari se ha reivindicado como un gran «contador de relatos», provocador de muchas reflexiones como las aquí expresadas.
OBRAS CITADAS:
Benedict Anderson, Comunidades imaginadas (México: FCE, 2006. 1ª ed. 1983).
Peter L. Berger y Thomas Luckmann, La construcción social de la realidad. (Buenos Aires: Amorrortu, 1968. 1ª ed. 1966).
Jane Burbank y Fred Cooper, Imperios. Una nueva historia visión de la historia universal. (Barcelona, Crítica, 2012. 1ª ed. 2011).
Philip D. Curtin, Cross-cultural trade in World History. (Cambridge: Cambridge University Press, 1984).
Jared Diamond, Armas, gérmenes y acero. Breve historia de la humanidad en los últimos trece mil años. (Barcelona: Penguin, 2006. 1ª ed. 1998)
Clifford Geertz, La interpretación de las culturas. (Barcelona: Editorial Gedisa, 2003. 1ª ed. 1973)
Marshall G.S. Hodgson, The venture of Islam: conscience and history in a world civilization. (Chicago: University of Chicago Press, 1974).
Gerda Lerner, La creación del patriarcado. (Barcelona: Crítica, 1990. 1ª ed. 1986)
Patrick Manning, Migration in World History. (Nueva York: Routledge, 2012).
Kenneth Pomeranz, The great divergence: China, Europe, and the making of the modern world economy. (Princeton University Press, 2000).
Marshall Sahlins, Economía en la Edad de Piedra. (Barcelona: Akal, 1987. 1ª ed. 1972)
Arnold J. Toynbee, Estudio de la Historia. (Madrid: Alianza Editorial, 1970. 1ª ed. 1933-1961)
Immanuel M. Wallerstein, El moderno sistema mundial. (México: Siglo XXI, 1980. 1ª ed. 1974).
Alicia Campos Serrano es profesora titular de Antropología Social de la Universidad Autónoma de Madrid.