07/05/2022
¿Leer o dar clic?
Rubén Darío Cárdenas Ríos
“… el fin de la lectura es que la lectura acabe y se
reinicie de nuevo, para que miremos con otros ojos a quien tenemos al lado…
El lector hermeneuta, por tanto, lee bajo la doble premisa de que debe abrirse al texto en su plenitud y de que su lectura es un acto articulado en una previa comprensión del mundo y de sí mismo”.
(Fernando Bárcena. El delirio de las palabras: Ensayo para una poética del comienzo)
En fracción de segundos un navegante tiene acceso a información sobre la guerra en Ucrania, pero la mayoría de los lectores no pasa de los titulares y de las imágenes fuertes, muy pocos se detienen a leer y conocer sus pormenores. El dedo se desplaza rápidamente a otras noticias y el lector toma posición respecto al conflicto bélico, sin tener mayores elementos de juicio. Este es el esquema bajo el cual se mueve la generalidad de los cibernautas. Nunca antes un lector había tenido a su disposición tantos libros, bibliotecas enteras, tanta información. La extraña paradoja es que de esos billones de navegantes son más bien pocos los que realmente leen. Estos viajeros pueden atender varias páginas a la vez, pero en ninguna se detienen. Un saludo aquí, un me gusta allá; la experticia en la escogencia de emoticones y de gifs, una búsqueda insaciable ¿de qué? La gran comunidad de solitarios que se muestran incapaces de sostener una conversación con otros internautas y rápidamente dan clic para seguir buscando ¿qué? No es posible precisarlo, pareciera un asunto de estímulos, se pasan día y noche brincando, de sitio en sitio, y nada termina de saciarlos.
Muchos de estos internautas son padres, ¿a qué horas son padres? El caso es triste. A los dos, tres años se deshacen de los pequeños, les entregan primero sus dispositivos electrónicos y luego les dan una tablet para que jueguen a su amaño. La motricidad fina que antaño se afinaba con muñecos de plastilina, crayolas, colores y uso de témperas, ahora el niño desliza sus deditos y grita de placer con la magia que destila la pantalla. Así puede pasar horas a su libre albedrío. Al ir creciendo descubrirá ese mar sin límites que es Internet y ya no habrá quien lo despegue. En la mesa, espacio otrora sagrado de la conversación, de los encuentros, cada uno con su dispositivo. En el carro no se habla, los acompañantes están “elevados” con sus celulares. La fiesta está muy divertida, se toman algunas selfies y cada uno se entretiene a su manera. En casa el niño preferirá estar solo en su cuarto. ¡Tan lindo!, dirán sus padres, todo un hombrecito, no quiere ser incomodado.
En los juegos construirá su propio mundo, su propia isla si lo desea –en Fortnite- o “socializando” con cientos de jugadores en Free Fire. Ha escalado a juegos de auténtica acción. Ya poco le atrae Pokémon; Gacha Life, Parchis Star online o Subway Surfers, para el chico ya no son referentes. Con Roblox, Brawl Stars y Minecraft la cosa es a otro nivel. El mensaje que le llega, en todos estos videojuegos, es corto y contundente: debes armarte muy bien, matar y matar, sin piedad, si quieres sobrevivir. Los estímulos siguen siendo táctiles y encuentran efectos especiales cada vez más sofisticados.
¿Querrá este chico leer, leer, verdaderamente leer? Es posible que en su jardín infantil haya disfrutado los libros ilustrados. Pero para este pequeño, sobresaturado de contenido audiovisual, los libros serán lo más soso y aburridor. Para él leer una página entera será una completa tortura. Tomar el lápiz y atrapar el mundo en una página en blanco no tendrá nada de mágico, no despertará su imaginación. Poco o nada le asombra. No le han permitido ir, poco a poco, descubriendo el mundo: todo lo habido y por haber le ha sido dado. En par segundos, sin dejar de ser niño, se ha devorado la infancia.
Cuando el maestro de tercero lo invite a disfrutar las fábulas de Esopo se reirá, no, se burlará cuando imposte la voz y le permita hablar al junco. ¡Profe, las plantas no hablan… muy sencillo que le tire una granada a ese roble para que no le jorobe más la vida! Los maestros le invitarán a escribir, a inventar cuentos, ¿lo disfrutará? No, para él será un verdadero suplicio. ¿Una página completa, a mano? “Este profe, está loco”, pensará. El profesor dará cantidad de ideas para armar los cuentos: una historia de amigos, sobre la vida familiar, experiencias de viajes, anécdotas, la vida del colegio, una historia de la vida real, un relato sobre una historia de amor. “¡Qué oso, profe, espere le doy su historia!”, y en todas ellas aparecerá el escenario truculento y sangriento de sus videojuegos.
En su mejor intención el profesor les regalará las bondades de una buena narración, sus recursos –las descripciones, el lenguaje metafórico, la intensidad narrativa-, aquello de ir armando un tinglado para que el desenlace deje gratamente atónitos a los lectores. Para este pequeño será un desperdicio de palabras. Hay que ir a la acción, profe, el amigo que se pudra, al papá que lo maten, a esa mamá que le metan su tracked para que no joda, y a ese viejo chuchumeco que le den chumbimba para que no moleste más. ¿Amor? ¿Cuál amor, profe?, dirá la adolescente. Para eso está Facebook, si sirve bien y si no pues se elimina y se busca otro.
El chico se dormirá en la clase. Ha trasnochado en los videojuegos. Señora, su hijo se duerme en las clases. Su hijo es irascible, su hijo pierde el control fácilmente y golpea a sus compañeros. La jovencita es respetada por sus compañeros: el que se meta con ella la paga en redes, le m***a su película, con fotos y con inventos y lo convierte en foco de bullying.
La niña va en octavo grado. Señora, su hija va perdiendo el año. ¡Qué raro!, ella nunca sale de su cuarto y siempre está estudiando. ¿Estudiando? Falso, la niña nunca supo qué es leer, mucho menos qué es estudiar. Ya no se estudia. La joven pelea con sus profesores: ¿para qué copiar lo del tablero? Le puedo tomar una foto con mi cel y ya. Un reporte de lectura de un libro lo puede comprar. La tarea o las respuestas de una evaluación le llegan por el pantallazo de otro compañero. En los próximos años vendrán las pruebas de Estado, ¡qué mamera!, dirá. Mi hermano quiere ser futbolista, mi prima quiere ser chef; Claudia, mi mejor amiga, será bailarina o cantante, no sé qué camino coger. ¡Ojalá encuentre un buen partido o un “traqueto” que me ponga a vivir sabroso!
¿Qué opción tenemos los adultos y profesores? La posición más cómoda es tirar la toalla y ¡deje así! El maestro deja que todo pase ante sus ojos y no hace nada. El otro camino es asunto de titanes y de apasionados por la vida. Los maestros que desde la primera infancia regalan la sonoridad de las palabras en cantos y rimas, los que narran cuentos, los que utilizan títeres para entregar relatos imperecederos, los que hacen de la lectura un rincón lúdico para los estudiantes, los que comunican su amor por los libros que dejaron huella en sus vidas, por las palabras que han creado a Ulises, Julieta, Efraín, los Buendía y que hacen cabalgar de nuevo al Quijote y al extrovertido Sancho Panza. Son los maestros que atrapan por su relación con los textos, que hacen del salón de clase un hervidero de palabras incitadoras de la curiosidad y la investigación, de discusión y controversia. Busca en Internet, pero no te quedes con lo primero que encuentres: lee y lee, les repite hasta el cansancio a sus estudiantes. ¿Cómo incorporan los estudiantes pensamiento crítico? De una sola manera: leyendo.
Se habla de una “patria de la infancia” y ésta solamente se arma de vivencias y de relatos imborrables en la voz de nuestros padres, nuestros abuelos o nuestros maestros. Los niños van a la escuela para trepar en el tren de sus sueños y apropiarse de un mundo hecho de palabras. El acontecimiento de leer está unido a la sensación de crecer, de empezar a recibir esos tesoros guardados en páginas que jamás se olvidan. Se va tomando la pita de una herencia cultural que nos hará valorar y entender mejor el contexto del mundo que nos ha tocado. Es un degustar. Leer, poco a poco, las claves para descifrar e interpretar esa realidad que se va ampliando a nuestro alrededor.
Así tendrá la suerte de entender e interpretar la multiplicidad de guiños retóricos, de metáforas, de alusiones históricas y literarias que aparecen en los contenidos a los que accederá en sus dispositivos electrónicos, de esa manera, como afirma Michael Oakeshott, conocerá y participará de esa gran conversación “iniciada en los bosques primitivos y extendida y vuelta más articulada en el curso de los siglos. Es una conversación que se desenvuelve en público y dentro de cada uno de nosotros”. Y seguramente cultivará ese legado para entregarlo a sus hijos.
Sé que soy un poco crudo. En ocasiones el paisaje espeluznante nos hace regresar los ojos hacia lo realmente valioso: leer pausadamente, como quien rumia palabras y resignifica mundos y sentidos, es el único camino para que nuestros hijos y nuestros estudiantes naveguen, con brújula y ojos críticos, el insondable mundo virtual.