26/01/2025
Nuestro fracaso en el Catatumbo
Por Diego Aretz
En el Catatumbo, los ríos y las montañas de un ecosistema único, han sido testigos de décadas de violencia, la reciente declaración de estado de conmoción interior por parte del presidente Gustavo Petro es un recordatorio amargo de cómo la historia parece repetirse. Este territorio, que debería ser un bastión de riqueza agrícola y biodiversidad, ha sido reducido a un campo de batalla donde las comunidades locales soportan los costos de una guerra interminable. Las palabras de la Presidencia de Colombia, que destacan el impacto devastador de la violencia en Cúcuta y Río de Oro, no solo reflejan la situación actual, sino también la crónica de una ausencia estatal que se arrastra por al menos tres décadas.
La región del Catatumbo, ubicada en el noreste de Colombia y fronteriza con Venezuela, ha sido un escenario de conflicto desde los años 70 y 80. Grupos guerrilleros como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) encontraron en esta región un territorio estratégico debido a su ubicación geográfica y su riqueza en recursos naturales, como petróleo, carbón y tierras fértiles. La ausencia de una presencia estatal efectiva y la falta de oportunidades económicas llevaron a que el cultivo de coca se convirtiera en una de las pocas alternativas de sustento para las comunidades locales. Este fenómeno atrajo no solo a guerrillas, sino también a grupos paramilitares, que intensificaron la violencia, especialmente a partir de la década de 1990.
El reciente anuncio del ELN, declarando su intención de no cesar las hostilidades hasta consolidar su dominio territorial, subraya la complejidad de la situación. La guerra no es solo una disputa militar; es también un síntoma de cómo las comunidades han sido abandonadas por un Estado que solo aparece en forma de operativos militares o programas de asistencia temporal. Es importante recordar que la región no solo necesita seguridad, sino también oportunidades reales de desarrollo socioeconómico.
La Fundación Ideas para la Paz ha documentado cómo la combinación de factores económicos, geográficos y políticos ha perpetuado el ciclo de violencia en el Catatumbo. Su informe "Dinámicas del conflicto armado en el Catatumbo y su impacto humanitario" señala que la riqueza en recursos naturales, la economía ilícita del narcotráfico, la ausencia del Estado y su ubicación estratégica en la frontera con Venezuela han convertido a la región en un epicentro de la violencia en Colombia. Esta economía ilícita no solo ha financiado a los actores armados, sino que también ha sometido a las comunidades locales a dinámicas de control y violencia que limitan su acceso a derechos básicos.
Es cierto que este conflicto implica a muchos gobiernos, pero este tampoco ha hecho mucho. Más allá de los egos, debemos concluir que el proyecto y la ideación de la paz total no es el camino; no está funcionando a lo largo y ancho del país. Aquí no se trata de poner las ideologías antes que la razón; se trata de entender que el problema de paz, desarrollo y seguridad es un problema colectivo. Hablo del Catatumbo pero podría estar hablando casi igual del Cauca, del Chocó, de Arauca.
También debemos agregar con legítima suspicacia que este conflicto reciente, que cobra más de un centenar de mu***os y 32 mil desplazados, sucede a pocos días de la polémica elección o autoelección de Nicolás Maduro en Venezuela.
En este contexto, la declaración de un estado de conmoción interior debe interpretarse como un llamado de urgencia. No obstante, para que esta medida excepcional tenga un impacto positivo y duradero, el Estado debe ir más allá de la reacción inmediata. Necesitamos una estrategia integral que contemple tanto la protección de la vida y la seguridad de las comunidades como la garantía de sus derechos fundamentales. Es hora de que el gobierno entienda que la paz no se decreta; se construye con agendas e instituciones sólidas, inversión sostenida y un verdadero compromiso con los territorios más olvidados.
La propuesta de recaudar más impuestos para atender la crisis del Catatumbo, aunque polémica, podría ser un paso en la dirección correcta si se utiliza para fortalecer la infraestructura social y garantizar mínimos humanitarios: educación de calidad, acceso a servicios de salud, y programas de desarrollo rural que ofrezcan alternativas reales a los cultivos ilícitos. Pero esto debe acompañarse de una política de seguridad que no se limite al despliegue de tropas, sino que también priorice el desmantelamiento de redes criminales y la justicia para las víctimas.
Además, la ubicación fronteriza del Catatumbo con Venezuela ha facilitado dinámicas transnacionales, incluyendo el narcotráfico el movimiento de grupos armados a través de la frontera, complicando aún más la situación de seguridad en la región. La experiencia de los últimos 30 años ha demostrado que las soluciones parciales solo perpetúan el conflicto. La paz en el Catatumbo no puede depender de treguas frágiles ni de medidas de corto plazo. Requiere una intervención estatal decidida y sostenida, capaz de devolverle a esta región su dignidad y su futuro. Solo así podremos comenzar a saldar la deuda histórica que Colombia tiene con el Catatumbo y sus gentes.
El reto, sin embargo, no es solo político, sino también moral. Como sociedad, debemos preguntarnos cómo hemos permitido que un territorio tan rico en recursos y cultura se convierta en un símbolo de abandono y violencia. Reconocer esta responsabilidad colectiva es el primer paso para cambiar el rumbo de la historia.