15/12/2024
Historia de una infancia perdida
Era un Viernes Santo del 2007, un día solemne en la región de la Mojana, donde todo el pueblo se detenía en silencio, reflexionando sobre lo sagrado del día. Sin embargo, para nuestros amigos, el sentido de "reposo" de la festividad no aplicaba. La emoción de nuestras aventuras de campo era más fuerte que las tradiciones, y ese día, lejos de ser tranquilo, se convertiría en una de las historias que nunca olvidaremos.
Aquella época tenía un encanto único: salir a cazar iguanas, pescar en las ciénagas y esperar con ansias la llegada de la temporada de la orejera, una fruta que, al transformarse en dulce, era un manjar codiciado en Piza y toda la región. Pero más que las frutas, lo que nos llenaba de emoción eran los manjares del galápago, que se servían como un banquete en días especiales.
Recuerdo que una mañana decidimos partir hacia la finca de los Cures. Era un lugar lleno de promesas: galápagos, frutas como mango, guama y coco, y la posibilidad de nuevas aventuras. Salimos temprano, después de compartir una docena de tajadas de patilla (sandía), y emprendimos nuestra caminata con la mochila llena de expectativas.
Al mediodía, ya de vuelta en el pueblo, hicimos una parada estratégica en el club de Freddy "Aquí te espero risa no me acuerdo el nombre". Allí, como era costumbre, pasamos horas jugando billar. Con Chayanne, otro de nuestros amigos, siempre dábamos de qué hablar; éramos los más destacados, y jugadores de otros corregimientos venían a medirse con nosotros. Entre partidas y costeñitas (las cervezas verdes de la región), el ambiente se llenaba de risas y camaradería.
Sin embargo, aquel día no terminaría en el club. La verdadera aventura nos esperaba más tarde, cuando decidimos ir hacia la finca de Neiver Muñoz, cerca de un pueblo vecino llamado Lana. Nuestro objetivo: recolectar orejeras. El árbol estaba cargado, y la emoción de ver las ramas repletas de fruta nos hizo olvidar el cansancio.
Éramos seis: Cristian Navarro, José Manuel Gómez, Mario Luis Sánchez, Milton Sánchez, el famoso Bebo y yo. Llenamos costales con las frutas caídas, pero no nos conformamos. Mario, con su espíritu intrépido, decidió trepar hasta la copa del árbol para alcanzar las más altas. Fue entonces cuando ocurrió lo inesperado.
Desde abajo escuché un grito. Al alzar la mirada, vi cómo Mario caía desde lo alto. El golpe fue seco y contundente. Corrí hacia él, le hablé, lo moví con cuidado, y entonces noté su cuerpo rígido, con calambres. Cristian comenzó a llorar desconsolado, y sus gritos alertaron a Neiver, quien llegó rápidamente a ayudarnos.
Le dimos agua con azúcar para intentar calmarlo y emprendimos el regreso a Piza. La recolecta quedó abandonada; lo importante era salvar a Mario. Un conocido que pasaba en moto nos ayudó a llevar a Mario al pueblo. La situación era crítica, pero algo en el aire nos decía que no sería tan grave como parecía. Al llegar a Piza, lo trasladaron rápidamente al hospital de Majagual. Allí, los médicos confirmaron lo que habíamos temido: Mario había sufrido una intoxicación. La combinación de tanta fruta ácida y cerveza, sin comer nada de sal durante todo el día, provocó una severa descompensación en su cuerpo.a bajada de presión y, finalmente, aquella caída.
Ese día entendimos que Dios estaba con nosotros. Fue un susto grande, pero Mario se recuperó sin secuelas. Hoy, recordamos esta historia como si hubiera sucedido ayer, entre risas y nostalgia.
A veces pienso que esa infancia perdida no fue más que un conjunto de aventuras que nos moldearon, nos enseñaron y nos conectaron con nuestra tierra y nuestras raíces. Espero que esta anécdota sirva de inspiración para las nuevas generaciones, recordándoles que no hace falta más que el campo, amigos y un poco de adrenalina para ser realmente felices.