03/12/2025
No nos toquen la patria con manos de plomo
Colombia, tierra de ríos que no piden permiso para llegar al mar, de montañas que se alzan como espinazos de antiguos titanes, de selva que guarda en su vientre verde los secretos de la vida y la muerte. Aquí, donde el cóndor aún vuela más alto que cualquier dron, donde la sangre de Bolívar late todavía en las venas de los campesinos y en las palabras de los poetas, alguien desde muy lejos se cree con derecho a apuntarnos con el dedo y amenazar con fuego.
Donald Trump ha pronunciado la palabra “ataques” contra nosotros. No es la primera vez que el Norte nos mira como quien mira un jardín ajeno donde crecen flores que no le gustan. Pero esta vez lo dice sin rodeos, sin la máscara de la “cooperación”: bombardear, castigar, corregir. Como si fuéramos niños traviesos y él el padre severo que llega con la correa en la mano.
Y yo, que nací oyendo el rumor del Magdalena y el canto de las cigarras en las noches de enero, siento que algo muy antiguo se me quiebra por dentro. No es miedo. Es rabia sagrada. La misma que sintió Policarpa cuando la llevaron al patíbulo, la misma que sintió Gaitán antes de que lo callaran para siempre. La rabia de quien sabe que la dignidad no se negocia, que la soberanía no es un regalo que nos dieron los tratados ni una limosna que nos puedan quitar los poderosos.
Porque esta tierra no es un laboratorio de nadie.
Estos campos no son patio trasero de imperio alguno.
Estos mu***os que cargamos —por balas propias y ajenas— no son estadísticas para justificar invasiones.
Hemos quemado nuestros propios laboratorios con nuestras manos curtidas, sin pedir que nos filmen ni que nos aplaudan. Hemos arrancado la mata de coca con las uñas sangrantes de nuestros campesinos, mientras el mundo seguía consumiendo la nieve que nos endilgan como pecado exclusivo. Hemos llorado a nuestros soldados, a nuestros policías, a nuestros niños, en una guerra que nunca declaramos pero que nos impusieron desde la demanda insaciable de los barrios ricos del Norte.
Y aun así seguimos de pie.
Con la frente alta y el corazón abierto,
como el árbol de ceiba que no se dobla aunque le corten las ramas.
Señor Trump:
no venga con misiles a enseñarnos cómo se destruye el mal,
porque llevamos décadas destruyéndolo con menos ruido y más dolor del que usted jamás imaginará.
No venga a bombardear la selva que nos queda,
porque cada cráter que abra será una herida en el alma de América entera.
No venga a decirnos cómo se gobierna un país
cuando usted ni siquiera sabe pronunciar “Chocó” sin equivocarse.
Colombia no es un problema que se resuelve con explosivos.
Colombia es un poema que aún no termina de escribirse,
y nadie, nadie, va a venir a romperle la pluma al poeta.
Que tiemblen los que creen que el poder se mide en portaaviones.
Nosotros medimos la grandeza en la capacidad de resistir sin odio,
de perdonar sin olvidar,
de seguir cantando cuando todo parece silencio.
Esta es nuestra respuesta, no con balas, sino con memoria:
Aquí no entra el que llega a humillar.
Aquí solo entra el que llega a abrazar.
Y si algún día el cielo se llena de aviones que no son nuestros,
que sepan los pilotos que debajo de ellos no hay narcos ni terroristas:
hay madres que amamantan,
hay niños que aprenden a leer con la luz de una vela,
hay ancianos que todavía recuerdan cuando esta tierra era libre de verdad.
No toquen a Colombia.
No toquen lo que duele cuando lo tocan.
Porque esta patria, aunque herida, aunque cansada,
aún tiene voz para decir:
hasta aquí llegaron los que llegaron de lejos a mandar.
Y esa voz no se calla con bombas.
Esa voz se hace más fuerte cuando truena el cielo.
Viva Colombia,
Viva entera, viva libre, viva nuestra.
Y que nunca más nadie se atreva a mirarnos desde arriba
como quien mira un mapa que puede borrar con un borrador.
Porque los mapas mienten.
La patria no cabe en ellos.
La patria late, sangra, canta, resiste.
Y hoy late más fuerte.
Gener Usuga