Jose Yeneris

Jose Yeneris Bienvenidos, sean felices. Prometo que te llevaré a mundos inimaginables.

17/06/2024

CAPÍTULO 1. EL PRECIO DE LA CORONA.

Es una niña —anunció la matrona, con las palmas empapadas de sangre, tan escarlata como el interior del volcán Forkin. El fuerte y recio sollozo de la recién nacida resonaba en la estancia. Era la tercera del linaje real. Si era digna, habría que averiguarlo.

—Y además, tiene unos fuertes bronquios —expresó su padre, Elión stonefist, hijo del gran Galdor el blanco, digno representante de Quioné y campeón invicto del ébel. El rey se erguía alto y poderoso, su cabello blanco fluía hasta los hombros como una cascada de plata. Una abundante barba enmarcaba su rostro regio, mientras su imponente figura estaba envuelta en ropajes de oso, adornados con guantes de lince gris y una capa de marta parda que reposaba con la misma majestuosidad que la nieve recién caída. Era el más sofisticado y finísimo traje de los Trikklutt.

Según la ley ancestral de los Trikklutt, la niña sería sepultada viva bajo la nieve y debería sobrevivir una luna. Si no lograba hacerlo, no era digna de portar el apellido stonefist, ni de liderar a su pueblo.

—Es hora, Aidan —ordenó el rey al sacerdote. No había ni un atisbo de emoción en su mirada, solo una calma helada que lo envolvía todo.

El sacerdote asintió. Aidan era el único digno de realizar el ritual de iniciación. Su rostro, arrugado como la piel de un topo, y su cuerpo, curvado como un garfio, eran testigos de su experiencia. En su iniciación, había perdido la visión en su ojo derecho.

A lo largo de su vida, había visto morir a innumerables niños bajo la nieve. Para ellos no era una pérdida, sino devolverle a Quioné lo que no era digno de ellos, purificando así su tierra.

—Elión, no lo hagas, por favor —rogó con voz desgarrada Elena starfall, madre de la pequeña y señora de Trikklutt. Su semblante evidenciaba el cansancio y sacrificio, pero no perdía el encanto que la caracterizaba, tan fina como un cisne. Sus ojos azules capturaban la luz como dos zafiros brillantes, y su cabello negro, liso y sedoso, caía en cascada hasta rozar sus nalgas, enmarcando un rostro de facciones finas y delicadas. Su figura, esculpida a la perfección, emanaba una presencia que cautivaba a quienes la contemplaban.

Hija de Amantista starfall, quien heredó el apellido de su esposo en una muestra de fidelidad eterna, maestra de guerra y una de las figuras femeninas más importantes del pueblo.
Elena sabía que el peso de la corona implicaba un tributo de sangre.

—Elena, es nuestra ley —dijo el rey, con mirada vehemente y espalda recta. Observaba a la hermosa niña gimotear, sus facciones reflejaban dolor e impotencia. Aunque no deseara hacerlo, sabía que un rey no podía cambiar las costumbres generacionales.

—No otra vez, Elión, por tercera vez no —Elena dirigió sus ojos azules, cargados de tristeza e impotencia, hacia su esposo. Sus ojos estaban llenos de una emoción tan intensa que amenazaba con hacerla llorar, pero en esa parte del mundo, y especialmente para los Trikklutt, estaba prohibido derramar lágrimas. Era una ofensa para Quioné y el mayor signo de debilidad.

—Aidan —el rey desvió su mirada hacia el sacerdote, ignorando las súplicas de su esposa. Parecía cruel, pero trataba de no mostrarse débil.

—Mi señor —respondió el sacerdote de inmediato, con la mirada baja y notable serenidad. Nadie podía mirar a los ojos del rey.

—Que comience la iniciación.

—¡No, no, no! —Elena trató de proteger a su hija. A pesar del dolor en su vientre y entrepiernas, intentó cubrirla con el instinto de madre. El esfuerzo exagerado era más un impulso de culpa que cualquier otra cosa.

Era la tercera vez que podía sentirse afortunada. En años previos, había acunado en sus brazos a dos varones, futuros herederos del trono. Uno murió en la iniciación; la muerte tardó solo un cuarto de luna en reclamarlo, debido a la somnolencia y deficiencia en su sistema respiratorio. El segundo, cuyo deceso fue más doloroso, murió a los quince años. Rainfor stonefist fue asesinado sanguinariamente en el ébel; una lanza fue enterrada en su tórax, mientras sus brazos y cabeza fueron guillotinados a la vista de todo el pueblo, incluida Elena.

Trikklutt es un pueblo pequeño a diferencia de los demás, religiosamente entregado a sus costumbres y creencias. Fieles servidores de Quioné, diosa de la nieve, han reinado en estas tierras inhóspitas durante milenios. Es casi imposible coexistir en estos terrenos, donde los recursos son escasos y la nieve y frigidez son las señoras veneradas. Sus cabelleras largas son su religión; creen que el honor, la vitalidad y la valentía se reflejan en sus velos. Un Trikklutt nunca llora, y si lo hacen, el espíritu de Quioné se ofende.

Se cree que al nacer y mientras los pequeños aún se encuentran en brazos y amamantando, cada lágrima que derraman es una forma en que Quioné los libera de sus debilidades. Cada luna que cumplen, Quioné drena sus miedos, hasta convertirlos en seres diferentes, superiores a los demás hombres.

El ébel es solo la graduación como hijos del rey. El heredero debe batallar a muerte en el campo de batalla contra cautivos de otros pueblos. El último que permanezca de pie y respirando es dejado en libertad, pero si es el hijo del rey, será el próximo en guiar a su clan.

—Todo está preparado, mi señor —Aidan rindió acatamiento. No era fácil para un anciano de noventa años, pero las costumbres eran inquebrantables.

—Hazlo —ordenó Elión sin quitar la mirada de la ventana del castillo, donde observaba a su pueblo reunido para ser testigos de la iniciación.

La luz tenue de la luna abrazaba elegantemente la corona del rey, brillando como una señal divina. Se dice que es el ojo de Quioné, que recorre toda la tierra, más poderoso que el sol. Quien no se deja ver, oculta sus mayores debilidades, pero aquellos que se dejan apreciar poseen la infalibilidad de su poder.

Trikklutt es un pueblo fuerte, pero débil en comparación con sus enemigos. Por eso viven geográficamente aislados; una estrategia para hacer de su hogar un terreno por el cual nadie quiere luchar. Han forjado fuertes alianzas, siendo su mayor arma la estrategia. sobreviven vendiendo pociones curativas, objetos sagrados y estrategias para conquistar territorios.

—¡Pueblo de Trikklutt! En esta tarde, mientras nuestra gente se encuentra en la cúspide de la permanencia, honraremos el espíritu de Trikklutt y a nuestra siempre guía Quioné, entregando la vida de mi hija —las palabras del rey, perfumadas con coraje, alimentaban el deseo de sacrificio en todo el pueblo. Quienes lo escuchaban pensarían que no amaba a su hija, pero era mentira. Él mantenía el mismo dolor cada día y sabía que la probabilidad de aumentar ese sufrimiento era mayor.

—¡Si Trikklutt la halla apta y Quioné la bendice, mi hija surgirá de la nevisca. Pero si muere, bendecirá nuestras tierras! —El rey mantenía su inexpresivo rostro, con la boca apretada y la mirada puesta en cualquier cosa menos en su hija. —¡Ukufa bubomi! (¡La muerte es vida!) —gritó Elión, liberando la rabia que lo consumía.

—¡Ukufa bubomi! ¡Ukufa bubomi! ¡Ukufa bubomi! —Como si de un grito de guerra se tratara, el pueblo entero gritaba en coro, con los mismos tambores que usaban para la batalla. Sabían que la niña libraría su primera guerra, y la contrincante era la muerte.

El clan dobló sus rodillas. Llegó el momento de inhumar a la pequeña. El sacerdote Aidan la cargaba en sus brazos, mientras la recién nacida lloraba desconsoladamente. El pueblo gritaba "ukufa bubomi" en coro. Para ellos, la muerte era solo la mascota de la reina vida; los apresaba con su hoz y luego los llevaba hacia la verdad.

Elión observaba con rostro inexpresivo, incapaz de ocultar su dolor. Sabía que no había otra salida; si lo evitaba, el consejo real y todo su pueblo lo catalogarían de "débil". Su familia sería sacrificada y él desterrado; el precio de llevar la corona.

—¡Ukufa bubomi! ¡Ukufa bubomi! —El eco de la muerte retumbaba entre los ríos congelados, en los riscos sin vida y los pinos cubiertos de nieve. En la habitación real de Elena Triklu, su mirada perdida entre las paredes blancas, intentaba olvidar el momento en que se ganó el título de reina, como en todo pueblo salvaje, con sangre. Ellas no lo pedían, pero si eras una joven de veinte años y aún seguías soltera, el rey posaría su mirada en ti, y deberías pelear a muerte.

¿Pero qué importaba? En esos momentos era lo que más deseaba, era la mejor decisión para ella. El rostro angelical de Elena, sus ojos azulinos como el fondo impenetrable de un glaciar, su delicada piel como una flor de biznaga, su figura perfecta, hermosa como ninguna otra.

Elena era todo lo que un guerrero de Trikklutt deseaba. Pero ella se rehusó a cualquier amor, aún sabiendo que su decisión la llevaría ante los ojos del rey y, posteriormente a la arena.

Ahora, tras perder a dos hijos, en su habitación resonaba el coro de todo un pueblo, un pueblo que adoraba a la mascota de la vida, un pueblo que sentía que si su hija moría, sencillamente era una equivocada, una indigna.

Aunque su corazón latía descontroladamente y su elegante espada, que yacía en un lugar especial de la habitación, la seducía, ella sabía que no podía hacer nada; había sido su decisión y tenía que asumirla.

La niña fue enterrada, sus gritos menguaron poco a poco bajo la presión de la nieve. Mientras el coro a la mascota se intensificaba, una flecha atravesó el cuello de un Trikklutt.

—¡Nirax! —se escuchó a lo lejos. La sonoridad del shofar alarmó al pueblo, causando exasperación en todos los presentes.

—Señor, son Nirax. Tenemos un tratado vigente con ellos —pronunció Henry, con el rostro cargado de preocupación y las palpitaciones aceleradas por los considerables peldaños de la escalinata, pero manteniendo su cuerpo recto, frente en alto y pecho erguido ante la presencia del rey.

—Sé por qué están aquí —respondió Elion sin inmutarse, observando desde la ventana del último piso de la torre la masacre que vivía su pueblo.

—¡Queremos al rey! ¡Queremos al rey! —vociferaban los primeros del ejército Nirax, cubriendo a su despiadado líder. Su número triplicaba al de los Trikklutt; los tenían cercados y no podrían hacer nada, aunque lo intentaran.

—Elion, ¿qué sucede? —Elena, con su rostro decadente y débil, su inhalación agitada, perfumaba el lugar con su esencia de pétalos rojos. Intentaba sacar del trance al rey, pero él solo miraba fijamente a sus mu***os.

—Señor, hay que huir de aquí —Henry también lo intentaba; había jurado desde niño proteger a su rey—. Señor, por favor.

—Elion, debemos huir.

—Ellos me quieren a mí. Debo responder por mis actos —tragó saliva mientras observaba a Elena, para luego besar sus labios—. Perdóname, Elena.

—¿Qué haces? ¡Elion! ¡Elion! —sus gritos dolientes y su intento de sujetar la pierna de su amado fueron en vano. No había nada que Elena pudiera hacer en esos momentos.

—Señor —Henry se interpuso en medio de la puerta.

—A un lado, Henry.

—Juré ante Quioné protegerlo con mi vida, señor —el cuerpo del hombre temblaba. Debajo de su casco de acero, su frente se humedecía de sudor. Era la primera vez que se oponía a su rey; sus ojos ardían al ser tocados por el líquido.

—No puedes proteger a alguien que no quiere ser protegido, Henry —el rey intentó tener contacto visual con él, pero Henry desvió la mirada. "Nadie puede ver a los ojos del rey."

El protector abrió paso a su rey, con el rostro en tierra, tragando saliva y una ira manifestada al arrojar su espada. Sabía que su decisión anulaba el pacto con Quioné, pero como dijo el rey: "No puedes proteger a quien no quiere ser protegido."

—Henry —manifestó Elion.

Conocía el dolor inducido por el sonido de la espada al chocar con el suelo; conocía la importancia del pacto con Quioné para sus hombres. El amor hacia el rey estaba en segundo plano; decepcionar a Quioné era lo que un guerrero Trikklutt jamás querría.

—¿Señor? —respondió nervioso, manteniendo su posición. Pensaba que su actuar había ofendido al rey.

—Si mi hija aún está viva, debes ampararla con tu vida —expresó Elion, con voz de esperanza para Henry, brindándole una nueva oportunidad para hacer válidas las innumerables marcas en su espalda, cicatrices causadas en medio del sacrificio a la diosa.

Henry asintió, sin girar su cuerpo para ver al rey. Recordó cada minuto en el monte del sacrificio, minutos semejantes a horas, la sagrada roca enlodada de sangre, sangre de valiente, sangre de un nuevo protector, su sangre que bañó su nueva espada, la espada que protegería al rey; esa misma que había tirado con odio.

—Lo juro por Quioné, mi señor —susurró.

Henry tomó su refulgente espada, acero inoxidable, su hoja tan virgen como él; jamás había tocado una humanidad, jamás había atravesado el umbral de la vida y la muerte, nunca había arrebatado una vida con ella.

Veinte años al servicio del rey, joven y afortunado, pero igual a su espada, jamás había cruzado el umbral del amor y el deseo. Lo pensaba cada noche mirando a la luna, ataviada de boda, revestida del color plomizo brillante como todas las noches, hermosa y coqueta como una novia; en la torre de guardia ella encendía el calor, uno que solo con pensar en su reina, sí, en la espléndida y sobrenatural Elena, mitigaba el aberrante frío que gobernaba con mayor poder las noches de guardia.

—¡Queremos al rey! ¡Queremos al rey! ¡Queremos al rey! —se escuchaba con más intensidad a las afueras de la torre real.

Los mu***os no cesaban. Algunos lograban escapar de la masacre, en su mayoría mujeres. Los hombres luchaban por el honor; a pesar de las innumerables pérdidas, solo se escuchaban gritos de batalla, alaridos de ira, ninguna lágrima en ellos.

—Aquí estás —una maliciosa sonrisa de oreja a oreja se dibujó en el rostro de Lord Vikin. Sus viles retinas observaban a Elion salir paulatinamente de la torre, rotando su cabeza de lado a lado, esculpiendo en su mente los cientos de mu***os.

—¡Pueblo de Trikklutt! —Vikin se dirigió pausadamente a Elion—. ¡Su rey les ha fallado! En nuestros libros de alianza existen reglas, y su rey... —lo miró con odio— ¡ha violado la más importante!

—¿Ven a esta mujer que está aquí? —dos hombres tomaron de los brazos a la chica, arrastrándola por la gélida nieve, amordazada y con marcas en los brazos y la sangre coagulada.

—Era nuestra reina hasta hace unos días. ¡Su rey y nuestra reina violaron carnalmente nuestra más sagrada regla! —Vikin empujó la cabeza de la mujer, provocando el choque de su rostro contra la nieve.

—Era mi esposa, la hice ser alguien cuando no era nadie, la tomé y la vestí de lino fino, cubrí su cuello de joyas hermosas, le dí la oportunidad de ser recordada como una gran mujer, pero esta clases de traiciones, son imperdonables.

La ley sagrada de la alianza impedía que dos pueblos se unieran carnalmente. Todos pensaban que era una ofensa para sus dioses; cada sangre mantenía una originalidad especial, esencia de un solo espíritu, y dos no podían permanecer en un mismo cuerpo. Era una abominación.

—¿Qué? —Elena llevó su mano al pecho.

En ese momento sintió cómo su valor se partía en mil pedazos, como un ánfora golpeada por un gran ma****lo. Un golpe de espada dolería menos que esto.

El asombro entre los que quedaban de Trikklutt era notorio. Su rey, el hombre que los hizo fuertes durante años, los traicionó y los condenó a una vil muerte, o peor aún, a una muerte en vida siendo esclavos.

—Haz lo que tengas que hacer, Vikin —Elion se arrodilló como cualquier traidor, como los culpables de robo y as*****to cuando son llevados a pagar sus pecados en la guillotina. En ese momento era el peor de los pecadores, el mayor usurpador en la historia de los reyes de Trikklutt—. Pero deja a mi pueblo que viva, por favor.

—¡Ya no somos tu pueblo! —se escuchó en la lejanía la expresión de una anciana que luchaba para mantenerse de rodillas, con la cabeza de su esposo en sus manos.

—¡Traidor! —expresó el guerrero que había dejado su espada para cargar el cuerpo de su pequeño atravesado por una flecha.

Las palabras ofensivas y el odio se manifestaron hacia el rey. Elion solo observaba cómo su pueblo lo odiaba y despreciaba. Rasgaba su vestido con remordimiento, ira y desprecio.

—¡Basta! —gritó.

Quedó completamente desnudo, mordiendo su labio hasta que la sangre empezó a fluir.

—Redime mi pecado ahora.

—Bajo la ley que me legitima como rey y bajo la gracia y honor de nuestros ancestros, con la sabiduría de Tyrius, dueño de este mundo, ¡yo, Vikin de Nirax, entrego sus vidas para la redención de mi pueblo!

—¡Decapítenlos! —ordenó.

El frío del metal de las dagas, que ya habían degollado a muchos más, se hizo sentir. Manchadas de sangre y malditas por quitar innumerables vidas sin remordimiento, tan filosas como la obsidiana, esas mismas dagas cortaron el cuello de los dos culpables, manchando la nieve con su sangre y maldiciendo la tierra de los Trikklutt con sangre de traidores.

—Elogith ro gomplo (Hasta la próxima vida).

Bienvenidos, sean felices.
Prometo que te llevaré a mundos inimaginables.

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