Hablar del mal y convertirlo en bien, hablar del bien y convertirlo en dolor, hablar de la muerte y transformarla en sembradora, en dadora de vida. Por eso, en sus poemas suceden cosas extraordinarias: el hambre del deseo pide una fruta, y para que llegue, le dice al sol que la apure; otro hambre, el del amor, se come la noche; otro amor, el de la muerte enamorada, siembra al enterrador. Es cierto
, estas son canciones, pero son al mismo tiempo hermosos poemas: canciones-poemas de amor. Un amor hiperbólico, porque Gabo Ferro trata de abarcar todas sus formas, desde las más idílicas a las más desgarradas, hasta llegar a construir casi una épica del despecho. Pero la herida de amor no se encierra en sí misma, sino que, justamente, por volverse canto, poesía, se abre hacia otra cosa, se convierte en la huella de una transformación, y por eso escuchamos hablar de ese dolor con gozo. Es un dolor lanzado a la espera de una felicidad futura. La espera no es pasiva, porque el que vive esos amores intensos y traicionados combate contra sí mismo y a la corta o a la larga el amante desencantado encuentra nuevamente el jardín que vuelve cuando los ojos se abren, y atentos, recuperan la tensión amorosa hacia lo propio, hacia el jardín que somos. La magia que hace Gabo no me deja pensar, no quiero pensar, quiero cantar, y volverme como él una maga que hace ríos, ser “un mago… un buen partido”. Susurrar por lo bajo y que todo se arme y se desarme, que nada se quede quieto o sea de una sola manera, u obedezca a un solo paradigma. Entre sus pases mágicos uno de los más brillantes es el de la ironía, al que quizás sólo se le iguale su descomunal dulzura. “A vos te han hecho un daño –canta en uno de sus temas- / me dijiste al oído / mientras me sonreías / como firmando un cuadro / El cuadro de mi daño”. Ironía que se vuelve certeza sin desmayo, si del amor se trata, en ese verso que me suscita risa todo el tiempo: “Cuando el amor no entra, no empujes que no va a entrar”, aunque se trate de un buen partido, como lo es este maguito, incluso cuando se convierte en ajuar y es el ajuar de otro, o de otra, no lo sé, porque cualquier cosa es posible para él, todo se transforma y hace de unas ropas un sujeto con el que cualquiera se identificaría. Quisiera ser el ajuar de Gabo Ferro. Si como decían aquellas mujeres de los setenta, lo personal es político, esto se advierte fuertemente en la escritura de Gabo, y cuando canta alguno de estos poemas, su voz explora registros múltiples en todos los sentidos, registros que parecen no pertenecer ni a un varón ni a una mujer, recursos vocales del canto lírico que hace entrar con soltura y audacia de contratenor en la canción popular. Así desestabiliza las convenciones e inscribe con la voz algo que también está presente en los textos, esa potencia emocional que captura el alma. Como los geniales jugadores de fútbol, podría afirmar que este muchacho alegre y osado, tiene un modo feliz de hacerle una gambeta al sentido común, a ese dedo que siempre se levanta para señalar lo que está bien y lo que está mal. Walt Whitman vagaría feliz por las letras de muchas de sus canciones, como lo haría, por ejemplo, en “El amigo de mi padre”. Un mundo de roles y etiquetas se derrumba como un castillo de naipes, lo construido por el imperio de lo social, y no se desordena para reemplazarlo por otro orden, sino para hacerlo parpadear con su bella incertidumbre contra “todo el terror de la naturaleza”. Además de esa naturaleza humana, construida como orden, afectada de una fijeza que oscurece la emoción, hay otra, más viva, que hace brillar y metaforiza los sentimientos humanos y al mismo tiempo echa luz sobre la experiencia total de la vida: “Yo que lloro salado lloraré los mares / Vos que llorás tan dulce, mi amor / los ríos y los lagos”. En “Agua blanca, pato negro”, y en otras canciones como “Árbol de naranjas”, o “Dios me ha pedido un techo”, la poesía de Gabo Ferro evoca los cancioneros anónimos medievales, son como cofrecitos que guardan formas finas de la lengua, una manera misteriosamente arcaica, que al leerlas o al escucharlas parecen no tener “ningún secreto”, y por eso nos llegan directo al corazón. En sus poemas, los héroes sensibles y siempre heridos, tienen oficios antiguos y artesanales, son carpinteros, costureras, jardineros, oficios que bordan el detalle y en los que el cuerpo se vuelca amorosamente sobre su quehacer. Todos los poemas de Gabo Ferro llevan un motivo que siempre regresa, el que señala el carácter doble del amor, que puede dar vida y a la vez destruirnos, porque lo sagrado hace eso, te da vida y te da muerte. En la canción “Ahí va tu cuerpo al fuego” recurre a una manera más directa, incluso violenta, de lo que llamé antes una épica del despecho: “Ahí va tu cuerpo al fuego / Que lo consume pronto, lo acaba sin tocarlo / porque a un cuerpo traidor no lo quiere ni el diablo”. Como en muchos de sus poemas se despliega aquí esa magia que es al mismo tiempo negra y blanca, empuñando la hipérbole, una figura que le permite hablar del amor, o mejor dicho de esa dimensión inconmensurable de lo amoroso: “Tu amor es como el hambre que se come la noche / […] los gatos que se aman fuera / los perros que esperan dentro / la sonrisa del que sueña y la angustia del despierto”.
“Carne fría” es otra de las letras que pone en escena la potencia de la voz poética de Gabo Ferro, al hacer de esa, su carne fría, una suerte de oxímoron, el sacrificio a la herida de amor en el momento en que parece que nunca podrá ser reparada. Sin embargo, esa herida encontrará, paradójicamente, su sutura: “soltá” nos dice, “soltá el dolor”. Y luego galopa el “solcito lindo” al que imperativa y alegremente se le exige “apurá la fruta / que tengo hambre y el hambre empuja”. Es el hambre del deseo que vuelve al mundo nuevamente terso y brillante. En “Mi buitre en este invierno” se habla de la liberación del dolor, del mal que produce el dolor. El buitre, ave de frontera entre lo vivo y lo mu**to, anida del lado del amante ausente, empolla sus pichones, y finalmente, luego de tragarse todo el mal, juntos parten para dejar “latiendo lo tibio, lo vivo, lo real”. Finalmente se abre el último disco del mago, con el sugestivo nombre de El veneno de los milagros. Aquí, donde señala que “en mi niño había un hombre, en el hombre había un niño”, aquí, donde dice “Donde suene mi voz, ahí es donde estoy”, aquí, donde afirma “en el presente se es cuando el futuro se fue”, y “¡Ay Santito de las flores hoy te pido para mí, / Quiero ser lo que he reído, no sólo lo que sufrí”, es cuando la ordalía de la luz se abre en los poemas de Gabo Ferro. “Los cuerpos se desarman con la luz”, exclama. “¡Qué amable es la violencia del color!,
Diana Bellessi