23/05/2022
La Ciudad que no pudo ser
Santo Tomás de la Guayana, erigida desde el 21 de diciembre de 1595 como cabecera o capital de la Provincia de Guayana, no perduró en el tiempo. Acosada por corsarios y piratas persistía de un lugar a otro del Bajo Orinoco en busca de una estabilidad que nunca llegó sino muy tarde y escondido su nombre originario por el manto de la Angostura del Orinoco. Lo único que pervivió de esa frustrada fundación fueron los Castillos que desde lo alto de dos cerros gemelos trataban de cuidar el paso del río a la vez que las espaldas de la ciudad embrionaria, cuidar o defender con descomunales cañones pedreros que poco daños causaban al enemigo como quedó demostrado durante la segunda incursión de Walter Raleigh, quien tomó la ciudad por un costado y permaneció en ella tanto como lo permitió la resistencia heroica del alcalde José Lezama, reemplazo del gobernador Palomeque de Acuña caído bajo una andanada de mosquetes del reino de Jacobo Primero, pero se desquitaron los hispanos colonizadores apuntando moralmente a Wat, el imberbe hijo de Walter Raleigh, quien se había quedado en retaguardia señoreado sobre la isla de Trinidad o de los Colibríes como era su nombre aborigen.
La ciudad saqueada y quemada sobrevivió reconstruida por los pocos que permanecieron a duras p***s diseminados entre bosques, riachuelos y quebradas a la espera de refuerzos que al fin de varias semanas llegaron de Cartagena con Fernando, el hijo mayor de Antonio de Berrío que volvía por sus predios temporalmente perdidos entre chismes, acusaciones y juicios de residencia.
Fernando quiso hacer mucho con su impulso juvenil y terminó haciendo muy poco porque la vida tal como había sido pautada no le alcanzó. En un viaje desesperado a la Madre Patria en busca de mejor provento pues las rentas estaban tan escuálidas, fue capturado en el mar Mediterráneo por vándalos de moros que minaban las rutas. El rescate nunca llegó o llegó muy tarde y Fernando pasó a mejor vida desde las circunstancias más trágicas de su vida. Atrás quedaba huérfana y desamparada la ciudad fundada por su padre.
¡Mala fortuna! Nuevos gobernantes vinieron y duraron escasamente sobrecogidos de miedo bajo las piedras desmoronadas de los cerros y frente a un río que se perdía en su anchura de poco aliento para los cañones pedreros emplazados en las alturas. Varias veces fue mudada la ciudad o, mejor dicho, su gente, porque las casas siempre quedaban, vacías, quemadas, muertas, bajo escombros, y sólo moraba itinerante el habitante y el nombre de Santo Tomás connotado con el toponímico del lugar.
Hasta que en día de 1752 aparecieron las barcas del Capitán José de Iturriaga y José Solano y señalaron la ruta y el lugar estratégicamente conveniente, unas treinta leguas más arriba entre dos colinas que estrechan al río y una Piedra en el Medio, entonces la ciudad quedó definitivamente reubicada en un lugar más estable y seguro, pero lejos del Mar, lo cual por un lado era una ventaja dese el punto de vista de la piratería internacional y por el otro nada provechoso porque la ciudad lejos del mar hacía más distante su comunicación con la España tutelar, proveedora de los recursos que necesitaba para la subsistencia.
De suerte que la ciudad primigenia que no pudo ser, sería más tarde con otra faz y otros aires menos contaminados, más arriba hacia el Oeste, buscando el Orinoco medio custodiado por los Indios Sapoaros que hasta ese momento no habían visto más extraños que las canoas del Padre Gumilla remadas por los indios Tamanacos, en una expedición de exploración buscando rastros antiguos entre los arrecifes aflorados por el estiaje de marzo. (AF)