EL PRÓXIMO 18 DE OCTUBRE CLUB HOUSE PUBLICARÁ EL NUEVO LIBRO DE TOMÁS DE VEDIA. TE DAMOS UN ADELANTO:
Ponernos en dos pies, el gesto más complejo de nuestro aprendizaje. El más genuino quizá porque surge realmente de un deseo propio. Nadie nos dice por qué ni cómo hacerlo. No hay una escuela ni una didáctica para ponerse en dos pies. Nos ponemos de pie investigando. Algunos animales apenas nacen se paran al lado de su madre y van a amamantarse, como los caballos, por ejemplo. Los animales nacen con las habilidades necesarias para sobrevivir. Lo que aprenden luego lo hacen a través de la copia a otros y de la experiencia. En cambio, los seres humanos nacen incapaces de valerse por sus propios medios durante una buena cantidad de años, durante los cuales, su sistema nervioso termina de desarrollarse y aprende todo lo básico para desenvolverse en el mundo: aprende a caminar, a guiarse por medio de los sentidos, a tener noción de su cuerpo en relación con el espacio, a comunicarse con otros. Ese proceso es fundamental y sienta las bases para nuestro crecimiento personal. Podemos luego ir perfeccionando esta habilidad de ser conscientes y razonar sobre nosotros mismos el resto de nuestra vida.
Presencia y desempeño
En el deporte se utiliza a menudo el término estar en la zona cuando un jugador tiene una actuación perfecta. El relato de quienes han experimentado este estado es de poder ver las cosas con más claridad, reconociendo cada detalle, escuchando los sonidos nítidamente y teniendo una sensación de mucha flexibilidad corporal a la vez de una conciencia total de cada uno de sus movimientos. Kobe Bryant, exjugador de basket que ganó con los Lakers seis anillos de la NBA, cuenta en el libro de George Mumford The Mindful Athlete, que parecía que todo transcurría a una velocidad más lenta, lo cual le daba muchas más opciones para jugar el partido, sin pensamientos estresantes que distorsionaran su performance. Es el estado soñado por cualquier deportista, pero también por músicos, actores e intérpretes. Andre Agassi cuenta en su libro Open que durante años tuvo un rival más temible que ninguno: el diálogo interno que le hacía sufrir la mayoría de los partidos y torneos de tenis que jugó. Esto cambió cuando comprendió cómo ser un observador de ese proceso interno. Cuenta el tenista que su entrenador le dio un consejo primordial: que conectara con cada momento del juego, con el agarre de su mano a la raqueta, el espacio que ocupaban sus pies en las zapatillas, el olor de la cancha, los sonidos, los colores y que ampliara el espacio para sentir todos los estímulos sensoriales tal cual llegaban sin posibilidad de caer en el laberinto de los pensamientos que lo podían alejar del momento presente y provocar una parálisis en su juego. Hemos visto a deportistas como Messi o Ginóbili tener actuaciones sobresalientes y, si les preguntáramos qué pasaba en su cabeza en aquel momento, probablemente nos hagan una descripción sensorial muy completa de la escena. Había una atención mayor. Estaban concentrados, sintiendo los estímulos. Pero además estaban atentos a que toda emoción que el juego provoca en un deportista no los llevara a un laberinto que los pudiera desconectar de aquello que estaban haciendo. Estar en la zona es, además de un estado de fluidez y concentración en lo que uno está haciendo, una habilidad para no quedarse “enganchado” con una emoción y los pensamientos que trae. Hay un rápido análisis y una evaluación de la situación para tomar la decisión más útil en ese momento. Es, en definitiva, el mismo estado que fuimos desarrollando en nuestros primeros años de aprendizaje. Todos experimentamos, sin saberlo, el estar en la zona al menos en nuestros primeros años de vida.
Estar en la zona. Presente y nada más.
Estoy en Inglaterra. Tuve mi primer entrenamiento como jugador de rugby profesional, contratado por Saracens. En el gimnasio me encontré con algunos tipos que antes solo había visto en televisión, y ahora comparto equipo con ellos. Entreno con la energía de cien personas juntas. Podría seguir entrenando cuando termina la práctica. No me importa haber firmado un contrato que me da por mes lo justo para vivir. La plata no me importa. Estoy solo, tengo veintitrés años y vivo en Inglaterra. Intuyo que es mucho más que un viaje o una experiencia en otro país. Es mucho más que una carrera como deportista profesional. Es un viaje a lo profundo. Un viaje que, en este momento de mi vida, toma la forma de guerreros que se disputan una pelota ovalada dentro de una llanura delimitada por líneas blancas y gente civilizada entreteniéndose con el espectáculo.
Estoy ahí presente con mucho más entusiasmo que miedo. Con mucha más presencia que especulación. Participo en cada entrenamiento como si al siguiente segundo el mundo fuera a terminar y no quiero que mi paso sea en vano. Juego cada partido como si estuviera aprendiendo a caminar. No hay errores, pero tampoco pienso en términos como pasar la página, soltar el pasado, estar en el aquí y ahora. Estoy ahí, y no estoy solo, estoy conmigo. Estoy con cuerpo, cerebro y corazón. Quiero estar todo el tiempo. Entonces cuando juego de titular en el estadio de Twickenham la primera fecha de la Premiership salgo a la cancha a correr todas las pelotas. Defiendo plantándome cuando viene de frente el nigeriano Ayoola Erinle con sus ciento diez kilos.
Soy un observador y aprendo. Se me cae la pelota muchas veces en el entrenamiento al empezar el otoño y las épocas de lluvias. Llueve de todas las maneras posibles: finito, grueso, con niebla, con frío, de costado y hasta parece que llueve de abajo hacia arriba. No estoy acostumbrado al clima, es por eso que hago picar la pelota. Y mis compañeros me recuerdan, algunos de manera no tan amigable, que no es un entrenamiento de básquet sino de rugby. Entonces pongo más atención y me quedo después de que terminamos a practicar más pases, para saber cómo tomar la pelota cuando viene mojada.
Cuando unos meses más tarde jugamos contra el Bayonne de Francia llueve, como siempre. Ese día agarro todas las pelotas que me llegan. Las agarro y las dejo en el ingoal de los franceses. No llevo la cuenta hasta que Kevin Sorrel, centro experimentado con más de diez temporadas en Saracens, viene corriendo con cuatro dedos levantados y me grita en castellano: “¡Cuatro! ¡Cuatro!”. Estoy presente, en la zona. El tiempo no existe. Todo parece más simple. La zona es lo mismo que cuando aprendemos a caminar: no hay juicio, estamos ahí.
Es diciembre de 2006, en un partido contra Wasps juego de fullback, un puesto que conozco pero que no es el habitual para mí. Tomo el desafío, ni siquiera pienso en que no puedo. Apenas me preguntan si me animo a jugar en esa posición, digo sí. Para el público es un día importante. Richard Hill, tercera línea campeón con Inglaterra en 2003 y una de las leyendas de Saracens, vuelve a las canchas después de ocho meses de recuperación por una rotura de su rodilla en la gira de los British & Irish Lions. El partido es parejo. Ellos patean una pelota al fondo que agarra el francés Thomas Castaignède. Corre unos metros. Lo sigo. Veo que la defensa está desordenada y le pido un pase plano, que me llega perfectamente a las manos. A pesar de la lluvia, quiebro la defensa pasando entre dos jugadores a toda velocidad. No pienso, siento. Aparece un jugador por la izquierda y le piso para ese lado dejándolo pasar. Viene otro y hago lo mismo. Tengo el ingoal a unos metros y un defensor más enfrente. Podría llegar al try, pero siento a Richard Hill pedirme la pelota a los gritos. Es su momento. Además, corrió casi toda la cancha para llegar el pobre Hilly. Le doy el pase para que simplemente se zambulla y haga el try. Los hinchas se vuelven locos. El resto del equipo se tira encima de Hilly, que, aunque después lo niegue, se quiebra y llora un poquito. Los hombres lloran y pueden entender la belleza de un momento. Este podría ser un momento de lo más mundano, pero es uno hermoso. Hace frío, llueve. La gente festeja porque el gran Richard Hill sigue vigente y tendrá material para cerrar su autobiografía por salir en mayo. Acabo de hacer una jugada increíble y tuve el gesto espontáneo de dar un pase en lugar de quedarme con la gloria. Fue generosidad sin pensar. Presencia pura. Antes de volver a mitad de cancha, Hilly me abraza y me dice: “¡Gracias!”. Yo digo gracias.
_________________________________________________________________
de Mente fría, corazón caliente. El manejo del estrés para el alto rendinmiento, de Tomás De Vedia. Buenos Aires, 2019. Club House Coach.
A partir del 18 de Octubre en todas las librerías, en Amazon y en e-book.