17/09/2025
No era un médico titulado. No tenía licencia. Y aun así, Martin Couney se convirtió en el hombre que salvó a más de 6,500 bebés prematuros cuando la ciencia los había dado por mu***os. A inicios del siglo XX, un bebé que nacía con menos de un kilo era sentenciado a morir. Los hospitales no tenían incubadoras, y muchos doctores ni siquiera intentaban ayudarlos. Pero Couney se atrevió a hacer lo imposible. Había viajado a Europa en su juventud, donde conoció a un doctor, pionero en el uso de incubadoras en París. De él aprendió todo: cómo mantener a los bebés calientes, cómo alimentarlos con leche donada y goteros esterilizados, cómo prevenir infecciones. Y con ese conocimiento, llevó la idea a un escenario impensado: ferias y carnavales. Las incubadoras que usaba no eran juguetes. Él mismo mandaba a fabricarlas en Estados Unidos, siguiendo los diseños que había visto en Europa. Eran de acero y vidrio, con un sistema de agua caliente circulando en tuberías internas para mantener una temperatura constante. En esos tiempos, era como tener una máquina del futuro. Sí, la gente pagaba una entrada de 25 centavos para verlos como si fuera un espectáculo. Pero ese dinero no era para él: servía para pagar las incubadoras, las enfermeras y la alimentación de cada niño. Ninguna familia tuvo que pagar un centavo. Los padres solo tenían que entregar a sus hijos y confiar. Muchos llegaron llorando, con médicos diciéndoles que no había esperanza, y salían viendo a sus bebés respirar, crecer y vivir. Para callar a quienes decían que era un circo, Couney exigía algo insólito: que las enfermeras abrazaran a los bebés frente al público, para recordarles que no eran “atracciones”, sino vidas frágiles que merecían amor. Los médicos lo llamaban charlatán, pero los resultados hablaban más fuerte que cualquier título: más del 85% de los bebés que pasaban por sus incubadoras sobrevivían, cuando en los hospitales la mayoría moría.