09/10/2024
En busca de lo primitivo
STANLEY DIAMOND
En las sociedades mecanizadas, la máquina ha incorporado las exigencias del poder civil o del mercado, y toda la vida de la sociedad, de todas las clases y grados, debe ajustarse a sus ritmos. El tiempo se vuelve lineal, secularizado, "precioso"; se reduce a una extensión en el espacio que hay que llenar, y el tiempo sagrado desaparece. La secretaria debe ajustarse a la velocidad de su máquina de escribir eléctrica; la taquígrafa, a la máquina de estenotipia; el obrero de la fábrica, a la línea o el torno; el ejecutivo, al horario del tren o el avión y la transmisión prácticamente instantánea del teléfono; el chófer, a las superautopistas; el lector, al flujo incesante de material impreso de las prensas de alta precisión; incluso el escolar, a la periodización precisa y al reloj en su muñeca; la persona "en ocio", a un entorno doméstico mecanizado y al flujo de entretenimiento programado con eficacia. Las máquinas parecen dirigirnos, cristalizando en sus pulsaciones mecánicas o electrónicas los medios de nuestros deseos. El colapso del tiempo a una extensión en el espacio, calibrada por las máquinas, ha bowdlerizado nuestros ritmos naturales y humanos y ha contribuido a disociarnos de nosotros mismos. Incluso ahora, apenas amamos la tierra ni vemos con los ojos ni escuchamos ya con los oídos, y apenas sentimos latir nuestros corazones antes de que se rompan en señal de protesta. Incluso ahora, tan fieles y exactas son las máquinas como sirvientes que parecen una fuerza ajena, persuadiéndonos a cada paso para que cumplamos nuestras intenciones que hemos incorporado en ellas y que ellas representan - de la misma manera que el perfecto sirviente corpóreo rutiniza y, finalmente, trivializa a su amo.
De tales cosas, reales o posibles, las sociedades primitivas no tienen concepción. Tales cosas están literalmente más allá de sus sueños más salvajes, más allá de su idea de alienación de la aldea o de la familia o de la propia tierra, más allá de su concepción de la muerte, que no les aleja de la sociedad o de la naturaleza sino que completa el arco de la vida. Sólo existe una analogía aproximada. El miedo a la excomunión de la unidad de parentesco, del nexo personal que une al hombre, la sociedad y la naturaleza en una ronda interminable de crecimiento, en resumen la sensación de estar aislado y despersonalizado y, por tanto, a merced de fuerzas demoníacas -un miedo muy extendido entre los pueblos primitivos- puede tomarse como una indicación de cómo reaccionarían ante los procesos técnicamente alienantes de la civilización si llegaran a comprenderlos. Es decir, comprendiendo la actitud de los pueblos primitivos ante la excomunión de la red de parentesco social y natural podemos, por analogía, entender su repugnancia y su miedo a la civilización.
La sociedad primitiva puede considerarse como un sistema en equilibrio, girando caleidoscópicamente sobre su eje pero en un punto relativamente fijo. La civilización puede considerarse un sistema en desequilibrio interno; la tecnología o la ideología o la organización social están siempre desajustadas entre sí, que es lo que impulsa al sistema por una vía determinada. Nuestra sensación de movimiento, de incompletud, contribuye a la idea de progreso. De ahí que la idea de progreso sea genérica de la civilización. Y nuestra idea de la sociedad primitiva como existente en un estado de equilibrio dinámico y como expresiva de los ritmos humanos y naturales es una proyección lógica de las sociedades civilizadas y se opone al estado real de la civilización. Pero también coincide con la condición histórica real de las sociedades primitivas. El anhelo de un modo de existencia primitivo no es mera fantasía o capricho sentimental; está en consonancia con las necesidades humanas fundamentales, cuya satisfacción (aunque en forma diferente) es una condición previa para nuestra supervivencia. Incluso el escéptico y civilizado Samuel Johnson, que se burlaba de Boswell por su romance intelectual con Rousseau, había escrito:
cuando el hombre deseó la propiedad privada, entonces entraron la violencia, el fraude, el robo y la rapiña. Poco después, el orgullo y la envidia irrumpieron en la maravilla y trajeron consigo un nuevo criterio de riqueza, pues los hombres que hasta entonces se creían ricos, cuando nada les faltaba, ahora valoraban la suya no por las llamadas de la naturaleza, sino por la abundancia de los demás; y empezaron a considerarse pobres, cuando contemplaban que sus propias posesiones eran superadas por las de sus vecinos.
Esto puede ser etnología inadecuada, pero fue el cri de Coeur de un hombre civilizado por un respiro del mero consumo y el acopio, y así interpretado, asume algo sobre las sociedades primitivas que es cierto, a saber, que la obsesión depredadora de la propiedad con fines de lucro no existe entre ellas.
La búsqueda de lo primitivo es, pues, tan antigua como la civilización. Es la búsqueda de la utopía del pasado, proyectada hacia el futuro, siendo la civilización el término medio. Es el nacimiento, la muerte y el renacimiento trascendente, la pasión llamada cristiana, la prueba de Job, la transición edípica, la metáfora triádica del crecimiento humano, sentida también en el pulso más vasto de la historia. Y esta búsqueda de lo primitivo es inseparable de la visión de la civilización. Ningún profeta o filósofo de alguna importancia ha enunciado los imperativos de su versión de una civilización superior sin asumir ciertas constantes en la naturaleza humana y elementos de una condición primitiva, sin, en resumen, comprometerse en la empresa antropológica. Una utopía desvinculada de estos dos pilares -el sentido de la naturaleza humana y el sentido del pasado precivilizado- se convierte en una pesadilla. Porque la humanidad debe concebirse entonces como infinitamente adaptable y, por tanto, incapaz de comprensión histórica o de autoenmendarse. Incluso la utopía de Platón presupone, al menos, un estado previo bueno aunque ya no viable, erróneamente concebido como primitivo por el griego refinado cuando era meramente rústico; y la República se fundó, después de todo, en una teoría de la naturaleza humana ciertamente errónea. No obstante, fue una broma, pues Platón creía que su sociedad perfectamente civilizada realizaría las posibilidades humanas y no se limitaría a manipularlas.
Incluso las proyecciones utópicas más brillantes y temibles se han visto obligadas a resolver el problema de la respuesta humana, normalmente con alguna referencia directa o alegórica a un nivel de funcionamiento anterior o primitivo. En Nosotros, de Zamiatin, una obra satírica de gran belleza, la sociedad colectiva del futuro se basa en la República de Platón y se ha convertido en una versión maléfica de la misma. El pueblo ha sido reducido a claves abstractas, sus emociones han sido controladas y centralizadas (como en la República, las matemáticas son el lenguaje más sublime; pero no es un medio de comunicación humana, sino sólo un diálogo abstracto con Dios); y la historia ha dejado de existir. Zamiatin documenta el crecimiento del rebelde interno que se educa gradualmente en la experiencia de lo que el régimen define como amor. Cuando se produce la revuelta contra este estado de felicidad, el poder civil utiliza dos armas definitivas: una es un método de desintegración instantánea del enemigo. Como el enemigo es legión, la otra es la "salvación" de la persona, como funcionario eterno, mediante una operación rápida y eficaz en el cerebro que tiene como resultado una disociación permanente del intelecto y la emoción sin menoscabo de la inteligencia técnica. La descripción que hace Zamiatin del rebelde convertido en un ser sin afecto, que describe lúcidamente los cambios en el rostro de su amada co-conspiradora y que no siente nada mientras ella muere, anticipa a Camus y transmite con una aterradora y conmovedora llaneza una verdad psicológica sobre nuestro tiempo que se ha convertido en un espantoso cliché. Zamiatin nos informa de que una utopía tan materialista, secularizada e impersonal sólo puede funcionar alterando la propia naturaleza humana.