14/11/2024
—¿𝐌𝐚𝐦á, 𝐩𝐨𝐫 𝐪𝐮é 𝐡𝐚𝐜𝐞 𝐭𝐚𝐧𝐭𝐨 𝐟𝐫í𝐨? —me pregunta Javier, su vocecita apenas es susurro. Mis brazos los envuelven, y aun así sé que no basta. Su piel, tan frágil, se siente helada contra la mía.
—Es solo el invierno, mi amor. Pronto pasará, —le digo, sintiendo la mentira en cada palabra. No tengo fuerzas para buscar consuelo en la verdad, no cuando el hambre y el frío nos han cercado. Y, aunque intento mantener la calma, me consume la desesperación de no poder protegerlos.
Hoy busqué en el campo algo que los alimente, algo que los mantenga vivos un día más, pero la nieve ha enterrado todo. Mis manos vacías son el reflejo de mi impotencia, y mi pecho se siente hueco, como si el frío hubiera cavado un vacío en mí.
—¿Nos contarás otra historia, mamá? —me pide Ximena, su voz apenas un eco, casi un ruego.
Trago con dificultad y asiento. Si esto va a ser lo último que escuchen de mí, será una historia hermosa, una que puedan llevarse a donde sea que vayan.
—Claro, pequeña. Les voy a contar sobre un lugar en el que no existe el hambre ni el frío, —susurro, y ellos se acomodan a mi lado, con esos ojitos encendidos que me desgarran. Esos ojos que aún confían en mí.
—¿De verdad, mamá? —me pregunta Javier, y siento su aliento débil en mi cuello.
Asiento, con una sonrisa que se desmorona mientras hablo.
—Sí, mis amores. En ese lugar, el sol brilla todos los días, y el viento es suave, como una caricia. Los árboles están llenos de frutas dulces, y hay ríos de leche y miel que no se acaban nunca. Nadie sufre allí, nadie tiene que preocuparse por el frío o el hambre. Es un lugar de paz y alegría.
Me detengo, mirando sus caritas, intentando grabar cada detalle en mi mente: la manera en que Ximena apoya la cabeza en mi hombro, cómo Javier lucha contra el sueño, resistiendo, como si supiera que se trata de nuestra última noche.
—¿Cómo llegamos allí, mamá? —me pregunta Javier, y su voz es apenas un susurro.
Los abrazo con más fuerza, deseando que este calor, mi amor, mi vida entera, sea suficiente para protegerlos.
—Solo cierren los ojos, —murmuro, y beso sus frentes heladas—. Cierren los ojos y sueñen. Yo estaré con ustedes.
Mis ojos se llenan de lágrimas, pero sonrío. Mientras ellos escuchan con los ojos brillantes, yo tomo una decisión.
En cuanto se quedan dormidos, me levanto con cuidado y me acerco al fuego casi apagado. Tomo un cuch//illo y, respirando hondo, cierro los ojos para no pensar en el dolor que vendrá. Sé que solo me queda esta última cosa para darles, y aunque me cuesta moverme y apenas puedo soportar el dolor, consigo cortar la c4rn3 de mi pierna y colocarla en la olla. El aroma llena la cabaña, y en sus sueños, ellos comienzan a olfatear, a murmurar con esperanza.
Cuando despiertan, pongo los trozos cocidos frente a ellos, manteniéndome en silencio.
—Coman, mis amores. Alguien ha respondido a nuestras oraciones, —les digo, sonriendo aunque el dolor me atraviesa hasta los hu3s0s.
***
Días después, un vecino del pueblo encuentra la cabaña. Empuja la puerta congelada, y al abrirla, su mirada se encuentra con los dos niños, aún acurrucados junto a los restos del fuego, con los rostros pálidos, pero vivos. Entre ellos, mi cuerpo yace sin vida, pero con una expresión de paz en el rostro. El hombre los toma en brazos, susurra oraciones y los cubre con su abrigo, llevándolos al pueblo mientras ellos aún balbucean sobre el calor de mamá y las historias de un lugar sin sufrimiento.
Y aunque ya no esté para verlos crecer, sé que mi amor vive en ellos, más fuerte que el hambre, más eterno que el frío....