08/05/2013
A 80 años de su muerte
Ortiz Guerrero
El Poeta del pueblo
Por Catalo Bogado
(Un resumen del material que será publicado en Guairá News, Nro. 19, Mayo-Junio 2013)
Este 8 de mayo se cumple 80 años de su partida a la inmortalidad. Conocer la vida de Ortiz Guerrero es beber en la fuente límpida y lozana que da fuerza y energía para enfrentar los embates de la lucha cotidiana, porque él enseñó con el ejemplo de su existencia estoica, lo que puede la voluntad en la militancia activa por la superación.
Manuel Ortiz Guerrero nació en Villarrica el 16 de julio de 1894 y murió en Asunción el 8 de mayo de 1933. Su padre fue el juez de paz don Vicente Ortiz, miembro de una familia acomodada e influyente de la capital guaireña, y su madre, quien falleció durante el parto, se llamaba Susana Guerrero, gallarda joven oriunda de un barrio del distrito de Villarrica llamado Ita`yvu.
De niño, si bien es cierto que la abuela Florencia hizo todo lo posible para mitigar la ausencia del cariño vital de la madre, ya presintió los vendavales de la adversidad: vio el rostro de la soledad desde el instante mismo de su primer vagido, al perder a la joven madre. Pero, paradigma de fortaleza espiritual, supo sobrellevar el sufrimiento con entereza, con dignidad, forjando sutiles versos que constituyen verdaderos cantos de esperanzas. Por eso, su pueblo que lo reconoce, generación tras generación, lo ha tratado siempre con respeto, cariño y lo ha coronado como el poeta paraguayo más nombrado, más leído, más querido.
Villarrica, la andariega ciudad guaireña, la de las casas solariegas y patios floridos, bordeada de encantadores cerros y de arroyos cantarines, dio a este hijo pródigo la prestancia de su historia y de su acervo para encontrar, tempranamente, su destino. Ya en la escuela primaria empezó a delinear lo que más tarde sería su robusta personalidad artística.
A Manú, como le llamaban cariñosamente sus amigos, de niño ya le gustaba la lectura de versos, los aprendía de memoria para recitarlos luego con acento propio y con ademanes adecuados.
Apenas adolescente, en el Colegio Nacional de Villarrica, ya perfiló su figura de poeta consumado. Su verbo era una nueva música que se nutría de las cosas sencillas de la tierra, pero él, con genio de artífice, lo elevaba hasta las misteriosas estrellas. Mas pronto, como ya dijimos, empezaron a torturarle los problemas cotidianos de la vida; y en aquella quietud de valle serrano, donde el ambiente pesa sobre los espíritus para aferrarlos a las viejas costumbres, él, adolescente apenas, se alistó, detrás de su padre, para participar como soldado voluntario de una de las facciones revolucionarias que convulsionaba al país.
Poco antes de cumplir los veinte años se aleja de su ciudad natal para trasladarse a Asunción, dejando atrás blancas amistades que supo conquistar a golpe de poesías, el cariño de los compañeros que reconocían en él cualidades superiores y las frescas sonrisas de las jóvenes que solían agasajar su presencia en las fiestas, en las plazas, en las calles.
Asunción, la capital de la Conquista, la recibió a inicios del año 1914. Había que superarse por el camino del estudio. El Colegio Nacional de la Capital le señalaría nuevos rumbos a sus inquietudes. En 1915, el Colegio Nacional organiza un concurso de poesía para homenajear al poeta uruguayo Juan Zorrilla de San Martín, quien se encontraba de visita; sobre este evento, Facundo Recalde recuerda: “cuatro fuimos los premiados: Fausto Jiménez Pecci, con sus vuelos herrumbrados pronto; Justo Pastor Sosa, desde hace tiempo en Buenos Aires o ambulando por las provincias argentinas con su cómoda profesión de contador – quien sabe si olvidado de que quiso ser poeta, o tal vez rumiando con remordimientos o nostalgias sus pecados en verso, por cierto veniales – Ortiz Guerrero y yo”.
Ortiz Guerrero gana el concurso y recibe de las manos del Dr. Bruno Guggiari, Alejandro Guanes y Juan E. O’Leary el primer premio testimoniado en la entrega de un ejemplar del libro de Gualberto Cardús Huerta “Arado, Pluma y Espada”. Luego, con las publicaciones de sus poemas Loca, Ofrendaria y Aromas en la revista Letras le llega, en el año 1915, la definitiva consagración y, también, comienza sus largas vigilias en aras de su ideal.
Pero, ¡oh destino cruel! Cuando la primavera de su juventud aún no terminaba de florecer, de repente, el mundo se le volvió un páramo. El desaliento y la soledad, sin dimensiones de tan altos y profundos, cayeron como piedras sobre el horizonte de su vida, aplastando el arco iris de sus sueños juveniles, cegando con negros nubarrones los rayos de cualquier esperanza de felicidad fincada en la tierra.
¡La lepra!, palabra maldita, sinónimo de rechazo, de soledad, de desesperación, de deseo de morir, de desaparecer...; más que por la enfermedad en sí, por lo que significaba para la sociedad de aquel entonces; el Mal de Lázaro se había apoderado de su piel y de la reputación de su nombre.
¡La lepra! Su existencia siempre manifestó a Dios, puesto que es marca, a la vez, de la cólera y de la bondad divina. El ritual de la iglesia de Vienne-Francia-, en el mismo momento en que el sacerdote y sus asistentes arrastraban fuera de la comunidad al leproso decía: “Amigo mío, le place a Nuestro Señor que hayas sido infectado con esta enfermedad, y te hace Nuestro Señor una gran gracia al quererte castigar por los males hechos en este mundo.” Y seguido, para consuelo, le amonestaba: “Y aunque seas separado de la Iglesia y de la compañía de los Santos, sin embargo, no estás separado de la gracia de Dios..., pues si tienes paciencia te salvarás... ”.
Corrían los últimos días de 1916, cuando, una mañana, después de meses de confusa existencia, languidecida por el miedo a lo desconocido, se operó en Manú un saludable pero, terrible despertar. Entonces, su orgullo mayestático, su virginal pudor, su espanto ante la sola idea de inspirar piedad..., todas aquellas vanidades que le hacían silenciar su grito más trágico, auténtico e imprecador y, su ufana naturaleza que le imponía acallar su horadante grito de infinita recriminación al destino, ceden ante la cruel realidad y, decide volver a su ciudad natal para volver a encontrarse consigo mismo, enfrentarse a la adversidad, erguirse ante la vida y triunfar sobre su único digno adversario: la muerte. Su campo de batalla iba ser el lugar que él mejor conocía y, el cielo que lo vio nacer iba a ser testigo de aquella lucha que, por sombrío y atroz, se insinuaba feroz.
Aquí, como en un paréntesis, es bueno recordar que Ortiz Guerrero, en su segunda venida a la capital paraguaya (1920), a pesar de su enfermedad militó activamente en la Agrupación Patriótica Guarania. Esta agrupación estaba conformada por selectos jóvenes como Juan Natalicio González (el 15 de enero de 1920 había empezado a publicar su revista Guarania), Facundo Recalde, Leopoldo Ramos Giménez, Ortiz Guerrero, Pablo Max Insfrán, Arturo Alsina, José Concepción Ortiz, Darío Gómez Serrato, Manuel Cardoso, Félix Fernández, Rivas Ortellado, Agustín Pío Barrios, Fontao Meza, Herib Campos Cervera y, más tarde, Herminio Giménez, José Asunción Flores y Julio Correa; amparados todos ellos por el “paraguas” justiciero del anarquismo de Delfín Chamorro y del aliento nacionalista de Juan O’Leary. El grupo se había organizado con la propuesta de avanzar nada menos que sobre la construcción de un nuevo Paraguay, poniendo como base los siguientes objetivos: 1) reivindicar la figura del Mcal. López; 2) dignificar el idioma guaraní; 3) llamar la atención sobre la situación de los mensúes en los yerbales; 4) denunciar el crimen contra los nativos, quienes eran cazados como animales en el campo, y, 5) sacar a la música paraguaya de su chatura.
Y, si hacemos una retrospectiva o estudio sobre las producciones de los integrantes de aquella agrupación mencionada, encontraremos que cada uno de ellos aportó su talento, su “grano de arena” para cumplir a cabalidad con los objetivos señalados; de aquél grupo surgieron las primeras obras de teatro de “denuncia”; los mejores poemas de vanguardias - “sociales”- en guaraní y en castellano y, de uno de sus integrantes, nada menos que un nuevo género musical denominado guarania; ellos aportaron los mejores cantos para reivindicar la desairada figura del Mariscal López.
Ortiz Guerrero, sin duda es el POETA PARAGUAYO; sólo un auténtico poeta pudo haber escrito aquellos mensajes de tan perdurable belleza como son muchas de sus obras.