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No sé si me equivoco, pero el cambio de visión hacia pequeñas ciudades o pequeñas concentraciones de densidades elevadas pero manejables en Norteamérica ha sido una respuesta relativamente reciente a los males de la ciudad obesa, hecha para carros y forrada de “sprawls” suburbanos cual adiposidades que confundían bienestar con autosuficiencia tan espaciosa como consumista. Este cambio de visión, y

a presente en los noventa, eficiente a nivel energético y ecológico, parece rescatar lo que ya los griegos intuían para la ciudad-estado: densidad aceptable, cantidades de población sustentables y un despliegue que no sólo favoreciera al peatón, sino a la interacción e intercambio -que en términos económicos es siempre mejor que el consumo- entre los ciudadanos, amén de los esclavos. Ante la pregunta, ¿por qué las ciudades petroleras no son buenas ciudades?, tal vez deberíamos pensar, a su vez, en lo que pasará con Chicago o L.A. cuando ya no la prefieran los trabajadores calificados, deseosos de irse a la China o a Omaha, o a ésa réplica de pueblito austríaco que los chinos están construyendo y que, quien sabe si algún día también se llame Bethseda. En pocas palabras, ¿no son estas pequeñas ciudades nuevos polos de migración? ¿y qué tan geográfica, histórica o paradigmática es esta migración? ¿Hablamos de migración o de una nueva retórica de consumo, más políticamente correcta al abandonar un sitio por otro bajo el slogan de “ahora lo pequeño, la sociedad del conocimiento y la extra-calificación es buena”? Ahora bien, ¿no están las ciudades, esencialmente, constituidas por inmigrantes, esos “indigentes” platónicos? Estas nuevas ciudades tal vez, a lo mejor, quizá, parecen pujantes y atractivas porque las pueblan quienes abandonaron alguna otra ciudad -el hecho de que carezcan de universidades en su seno, más que una loable peculiaridad, podría confirmarlo-, tal y como alguna de las antiguas ciudades fueron pobladas por inmigrantes ¿Se trata, sin embargo, de una auténtica migración o sólo de un costosísimo cambio de decorado? la ciudad cine, Detroit la ciudad carro, ¿y dónde están L.A. y Detroit hoy? Bethseda, Omaha, la ciudad del emprendedor en la era de la información, ecológico, eficiente y autosustentable… ¿es realmente una migración o, una simple re-edición, un “update” para emplear la jerga del software, del sueño americano -pionero, prometedor y autosuficiente- en un sitio (y un campo semántico) menos problemático y más Wi-fi? Si toda ciudad es, a su vez, un texto, el Borges que escribió las Ruinas Circulares, tal vez nos hablaba, no sólo de la escritura, sino de los vicios de “mi Buenos Aires perdido” en un disco rayado. En el caso de Caracas y muchas ciudades petroleras están más bien constituidas por emigrantes, sumas de abandonos y uno que otro rastro de un profunda visión y cariño que, en más de una ocasión, coincidió con alguna clase de bonanza, no necesariamente económica. La ciudad petrolera es una ciudad puertas adentro, de alcabalas innumerables, de centros comerciales, de caparazones, de partidarios radicales y más que de migraciones, de tránsitos discretos y marginaciones, pues el personal calificado en muchos casos no era llamado a compartir más allá de ciertos límites y pronto sería trasladado a otro sitio. Hay algo del comportamiento de algunos de los mejores alumnos de la USB que se asemeja al comportamiento de algunos habitantes de los peores barrios de Caracas. La ciudad petrolera se une a la ciudad colonial -de hacendados, muchos de ellos en busca de riqueza rápida en terreno difícil, licencias en mundos vírgenes o favores tras soportar duras encomiendas- y al “sprawl” americano, en tanto los tres modelos, en sus prácticas más cotidianas, menoscaban el espacio público, que no es simplemente algo que se diseña, se legisla, se estructura o se promueve, sino que acontece, y que, como acontecimiento, no puede ocurrir ni bajo las pautas de la eficiencia corporativa que todo lo anticipa o descarta según el riesgo, ni bajo las sibaritas desidias de alguna clase de “boom” que todo lo asimila a alguna nostalgia y, menos aún, en el marco de algún movimiento político totalitario que dictamina lo justo con no menor anacronismo, en cuyo caso estaríamos camino a una ciudad “ideología adentro”. No en vano, decir “mientras más personal calificado y emprendedor, más prosperidad, más calidad de vida”, suena deseable, la fórmula, a su vez, podría ser leída por alguno como un lema fascista… Goebbels no siempre viste de rojo. Si el emprendimiento, la calificación, y la prosperidad por si sola garantizaran ciudades buenas… vaya usted a saber ¿Qué pasó con la América que llamaba a sus abandonados, a los perdidos, a los fracasados y exilados? Si E.T. era la fábula de un Spielberg que dibujaba cómo el chico suburbano, el niño del “sprawl”, semi-huérfano, integraba un pasado que se le había vuelto alienígena -¿no parece el extra/terrestre un abuelito venido de otra/tierra, no es su jerga a veces semejante a alguna clase de yiddish transmutado?-, ¿qué pasa ahora con el Spielberg que produce ejecutivamente Falling Skies, esa “nueva” serie -ya el término es paradójico- de americanos refugiados en los suburbios y campos tras perder sus ciudades en manos de extra/terrestres, de gentes de otra/tierra, quién sabe si con acento maya, cubano o chévere? “Yo vengo en paz”, fue la política de inmigración la que hizo la ciudad americana, fue la que montó su mitología OVNI y ahora, a la vuelta de la esquina, le llega la hora de pensar la ciudad desde una política de emigración… interesante.

¿Bethseda, Omaha… ciudades del futuro o la arquitectura de cómo escurrir el bulto haciéndose pasar por responsable y astuto? Caracas, la ciudad revolucionaria, ¿o cómo escurrirle el bulto al pasado? Hasta cierto punto la interacción más humana no la hace la eficiencia, ni la caridad, sino la interlocución y, las más de las veces, la interlocución errada, el malentendido, el juego de ensayo y error, de encuentro, de celebración, desencuentro y conflicto en la cual la presencia de los ciudadanos escapa a todos los controles posibles, pues están allí por alguna clase de motivación que, incluso escapa a su propia persona -haciéndole “indigente”, extra-terrestre… ¿damnificado? hasta para él mismo- y que luego, y sólo luego del intercambio a lo largo de mucho tiempo -a diferencia del oneroso decreto tipo comida rápida-, se traduce en ley. A lo mejor, una buena ciudad llama al ciudadano a alguna clase de responsabilidad y presencia en el quehacer que trasciende su lugar de origen (el pasado, el extranjero, la propia personalidad, el interior, la familia, el barrio, el suburbio, el grado de la instrucción, el auge, la decadencia). Las ciudades que dependían del carro terminaron embotelladas y Detroit en sus vagos inicios se escamoteó esta verdad. Las que dependían de la industria del entretenimiento fueron pirateadas y Disneylandia fue tan sólo su más caro presagio. Caracas, alguna vez fue la sucursal del cielo y ahora es una de las ciudades más violentas del mundo, en pocas palabras: todo un éxito en su visión y misión. Y por supuesto, las que se ufanaban de sus universidades terminaron llenas de problemas dignos de examen. Por ejemplo, al ver a la ciudad universitaria que es Mérida, que si bien no pareciera estar acentuada por la explotación petrolera, más allá de muchos de sus fascinantes y exitosos esfuerzos, tiene campos de interacción desdibujados, en los cuales los estamentos: campesinado enraizado, academia cosmopolita y profesional migrante (muchos de ellos de capitales más populosas como Caracas o Maracaibo) no parecieran cruzarse del todo, pues, en muy pocos casos, han tenido que salirse “de sus casillas” e interactuar, en un juego entre autonomía/heteronomía, entre tradición/innovación, entre familiar/social, etc. Al fin y al cabo, a la ciudad la pautan sus espacios de transición, o mejor dicho, de migración. Tal vez, en vez de preguntarnos en qué clase de ciudad nos gustaría vivir, debemos preguntarnos en qué clase de ciudad es posible migrar o en qué clase de ciudad podemos vivir siendo siempre extranjeros, indigentes, seres abiertos al intercambio, aunque sea el intercambio de soledades. Y raras veces hace falta irse a otra ciudad para sentirse extraño o para descubrir el potencial de la extrañeza en el espacio que suponíamos propio. Sí, la ciudad no puede ser la del carro, la del conocimiento, la del color, ni pública, ni privada, ni revolucionaria, ni prometedora, ni próspera, decadente o correcta, sino impropia. La ciudad es del otro, incluyendo el otro que no fuimos, que no supimos cómo ser, que pensamos que podríamos llegar a ser o que nos descubrimos siendo ya, de antemano, como una ruina circular, pero en el canal de contraflujo.

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