20/02/2012
No parece justo que nos hagan regalos cuando cumplimos años, el mejor y más inmerecido regalo es que nos sigan queriendo, que comprendan nuestras debilidades, que se alegren de que sigamos vivos y nos den unos besos y unos abrazos que creemos merecer pero que, a decir verdad, no nos engañemos, nunca merecemos del todo. Ya es un regalo estar vivos, g***r de buena salud, disfrutar de una existencia sosegada, confortable, comer lo que nos da la gana, ya bastante afortunados somos aunque no siempre nos demos cuenta de ello, que luego vengan a darnos regalos solo porque existimos parecería un exceso, un engreimiento, una cosa inmoderada.
Somos nosotros quienes debiéramos dar regalos el día que cumplimos años, en primer lugar a nuestros padres si tenemos la suerte de que sigan vivos, gracias a ellos estamos aquí, respirando, fastidiando, pidiendo más y más, quejándonos casi siempre, celebrándonos como si fuéramos gran cosa, fueron ellos quienes, amándose, deseándose, permitieron ese hecho accidental, azaroso, insólito (insólito al menos para nuestros ojos) que llamamos la vida, una vida que supo existir sin nosotros y que seguramente se las arreglará para seguir existiendo cuando ya no estemos, aunque tal cosa, la vida sin nosotros, nos parezca insensible, inhumana, atroz, del todo improbable, no puede ser que la humanidad tenga el mal gusto de olvidarnos así, tan rápido, tan insensiblemente, y no extinguirse de la pura tristeza porque ya no estamos, cómo podría alguien tener el mal gusto de soportar la vida sin nosotros.
Nos hemos acostumbrado a que sean otros quienes se acuerden con cariño del día en que nacimos, nos hemos hecho a la idea de que siempre nos deben más elogios, más efusiones de afecto, más y mejores regalos, nos parece lógico y natural que nos quieran mucho, sin reservas, desmesuradamente, sin que en verdad lo merezcamos, nos parece espantoso, una atrocidad, casi un delito, que alguien se atreva a no querernos, que tenga una mala opinión de nosotros, pero sobre todo nos parece imperdonable que alguien se olvide de nuestro cumpleaños, cómo puede ser tan bestia esa persona de no advertir lo únicos y especiales y enormemente divertidos y supremamente talentosos que somos, quién se ha creído para pretender que el tiempo puede transcurrir sin interrumpirse para celebrar como corresponde nuestra singularísima existencia.
Y que no vengan luego con la majadería de pedirnos que nos acordemos de sus cumpleaños, que los llamemos a saludarlos, que les hagamos regalos, que festejemos sus vidas, esas cositas minúsculas, grisáceas, ordinarias no, por favor, cómo podríamos tener tiempo de pensar en ellos y recordar sus natalicios, sus aniversarios, sus fechas especiales, cuando estamos tan atareados y contentos pensando en nosotros mismos, que es una ocupación que nos parece noble, virtuosa, moralmente insuperable, el tiempo mejor empleado, el que gastamos en atendernos y complacer nuestros más desaforados caprichos y apetitos. Esto es algo que nos resulta incomprensible: que los demás no entiendan que su función primordial como seres vivos es hacernos compañía, darnos aliento, celebrarnos, sonreírnos, aplaudirnos, que tengan la absurda pretensión de que ellos son más importantes que nosotros, que no adviertan que han venido al mundo no para ser felices, qué ocurrencia, sino para propiciar nuestra felicidad, cuándo se van a dar cuenta de que lo que de veras importa no es que ellos estén vivos o tengan sus ridículos cumpleaños, cuándo por ventura se van a dar cuenta de que lo mejor que les ha pasado es vivir para conocernos, que ellos son el decorado, la corte, los extras en esa película apasionante que es nuestra vida.
No se diga que todos los cumpleaños son iguales y todas las vidas valen lo mismo, qué chiste, qué insolencia, es evidente que el mundo comienza el día en que uno nació, todo lo anterior es una abstracción, una quimera, datos enciclopédicos, pura fabulación de historiadores, y terminará el día en que uno por desgracia muera, y por lo tanto el cumpleaños de uno mismo es un día fundacional, un parte aguas, una fecha que nadie debería olvidar o pasar por alto como si fuera un día más. Y no es cuestión de egolatría o narcicismo, es cuestión de estar despiertos, atentos, despabilados, y saber distinguir la paja del trigo, lo que es bueno, lo mejor, la excelencia natural. No lo digo yo, lo diría cualquiera: qué día tan lindo es mi cumpleaños, es una pena que solo dure un día, debería extenderse un poco más, qué bonito es cuando la gente se da cuenta de lo importante que soy.
No deja de sorprenderme cumplir un año más, me he esmerado bastante para impedirlo, he saboteado mi quebradiza salud todo cuanto he podido, he aguardado perezosamente la muerte que de momento me ha burlado, esquiva, y sin embargo estoy aquí, sigo aquí, mi cuerpo se resiste a apagarse a pesar de las numerosas invitaciones que le he extendido. Por eso veo los cumpleaños con estupor y perplejidad, porque me parece disparatado seguir respirando cuando me he tratado con tanta saña y no deja de asombrarme que una mujer divertida y encantadora insista tercamente en quererme cuando ella se merece algo mejor. Lo insólito de este cumpleaños no es solamente seguir en pie y estar rodeado de cariño y recibir tantos regalos preciosos, lo más raro es sentir a ratos, como un viento persistente que viene del mar, que tal vez estoy aprendiendo a verme con paciencia y compasión.
Tonto probado. Perdedor. Hombre feliz.