25/05/2023
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CURIOSÍSIMA HISTORIA DE UN MALESTAR DE
CORAZONES NO NACIDO DE LA TRISTEZA
Sólo don Medardo de la Torre, el padre de don Migdonio, no desdeñó pasar la vida a caballo para conjeturar con sus ojos las inabarcables fronteras de la hacienda El Estribo. Don Migdonio de la Torre, altanera atalaya de músculos rematada en una cabeza española quemada por barbas imperiales, prefirió consolarse con la versión de sus títulos. Ni sus límites extraviados en tres climas, ni los avatares de las cosechas, ni los engordes de la ganadería le interesaban. Lo único que encendía sus azules ojos eran sus “ahijaditas”. Las tenía por cientos. Todas las hijas de la peonada le pertenecían. A los dudosos honores de una senaduría reiteradamente ofrecida, prefería la llanura de plumas de su gigantesca cama parada sobre cuatro empotradas garras de águila. Un disecado cóndor abría alas inmensas sobre su insomnio. Ni el Libro de Cuentas de la Tienda de Raya, ni el Registro de la Ganadería, ni el Mayor, ni el Menor, donde constaban sus abundancias, lo absorbía como el Libro de los Nacimientos. Ansiosamente hojeaba el registro donde se anotaba la fecha de nacimiento de cada una de las niñas nacidas en El Estribo. El día que cumplían quince años se las llevaban a la cama para que las mejorara. No era, desde luego, una novedad en las haciendas. Lo que se desconocía era la mitológica fuerza de su tercera pierna. Era inagotable. No le bastaban cinco
muchachitas diarias y una vez, tras derrenegar a la putería de un bu**el de Huánuco, salió a empapar las flores con níveo rocío. Era colosal. Sus mismos peones se enorgullecían del vigor se su serpiente y muchas veces apostaban cuantas ahijaditas descalabraría las noches en el que el sueño lo despreciaba. Fuera de los deportes nocturnos sólo le interesaban las pruebas de fuerza. Para demostrar el poderío de sus brazos de roble descendía raramente de su dormitorio. Ningún domador de caballos soportaba la tensión fe su garra. Sólo Espíritu Félix, un mozalbete capaz de sujetar un torillo por la cornamenta, igualaba, no superaba su fuerza.
De tan perpetuo orgasmo lo s**o la fama.
¿Qué razones movieron al Jefe de Línea a rastrear El Estribo en busca de conscriptos? Misterio. Un viernes, el Alférez apareció en El Estribo de uniforme y con pi***la de reglamento en busca de movilizables. Don Migdonio lo recibió con una sonrisa mechada de burla y buena educación, pero el Alférez se empecinó. Ni siquiera Las ahijadas que Don Migdonio le envió al dormitorio le torcieron la voluntad. Las instrucciones del Comando eran terminantes. Ninguna Hacienda debía exceptuarse del servicio. Ante una humeante pachamanca don Migdonio capituló a la mañana siguiente.
—Por lo menos — suspiró—, déjeme escoger los conscriptos.
—Eso si don Migdonio — concedió el Jefe de Línea.
Don Migdonio mandó a formar a la peonada en el gran patio empedrado. Les ordenó que abrieran la boca: para servir a la patria designó a las cinco mejores dentaduras: Encarnación Madera, Ponciano Santiago, Carmen Rico, Urbano Jaramillo y Espíritu Félix. Enormes lágrimas derramaron los muchachotes. El Alférez se los llevó de inmediato. Don Migdonio, que sólo se había vestido para recibir al Alférez volvió a la gigantesca cama de las patas de águila: ese día cumplían años dos de sus más deseadas ahijaditas.
Del rastreo sólo se acordó treinta meses después, el día que los reclutas volvieron del servicio militar a la hacienda con el deslumbrante espectáculo de sus zapatos nuevos. Todos salieron de Cerro de Pasco orgullosos de sus botas nuevas, pero Madera, Santiago, Rico y Jaramillo perdieron los ánimos de acercarse a El Estribo. Faltando una legua se descalzaron prudentemente. Sólo Espíritu Félix entró en el patio de la casa-hacienda taconeando. El cuartel lo había transformado. En la soledad de los torreones otros soldados le descubrieron el verdadero tamaño del mundo. En el frío de los retenes se enteró que existías algo así como una escritura de derechos, la Constitución, que incluía hasta rancheros de cerdos y jayanes. Y supo más: esa misteriosa escritura afirmaba que grandes y chicos eran iguales. Y más: una noche que festejaban en un callejoncito de Vitarte, el cumpleaños de Santiago, fiesta a la que atrevidamente invitaron a su cabo, un cuzqueño, el galoneado los asombró: en las haciendas del Sur un hombre llamado Blanco organizaba sindicatos de campesinos.
—¿Con qué se come eso, mi cabo?
—Es algo así como una hermandad para luchar contra los abusivos.
No lo entendió, pero cinco semanas después, no ya para festejar un santo sino para consolarse de los de los desaires de unas sirvientas ensoberbecidas de servir en Miraflores, solicitaron derecho de asilo en una cantinita de mala muerte, en Chorrillos. Ese sábado un sargento chinchino llamado Fermín Espino les arrancó la venda de los ojos.
—Sería bueno organizar esa hermandad en El Estribo —dijo Espíritu con ojos de candela.
—Nadie es tan hombre para hacerle eso a don Migdonio—gangueó Jaramillo borracho.
Espíritu dibujó una cruz con los dedos
—Por esta — juró y beso la cruz.
Cuando don Migdonio descubrió desde la ventana las botas de Espíritu embetunadas de asombro, bajó de tres en tres los anchos escalones de piedra.
—Buenos días, patrón —alcanzó a decir Espíritu con una sonrisa tímida inspirada en la memoria de las pruebas de fuerza.
—¡Ahora mismo te quitas las botas so mi**da! —bramó don Migdonio—.¡Que te has creído, so igualado! En esta hacienda sólo yo uso zapatos, ¿Me oyes, hijo de la gran p**a?
Espumajeaba al borde de la apoplejía.
A Espíritu se le cuajaron las lágrimas, pero no se atrevió a replicar ni volvió los ojos hacia la hoguera donde se consumían sus botas empapadas de querosene. A Madera, Santiago, Jaramillo y Rico los recompensó la prudencia. No les revisaron las alforjas y conservaron las botas. Para recordar sus tiempos de cuartel, época sumergida en el mar de trapo de la costumbre, de tiempo en tiempo, sacan sus zapatones, a escondidas, para admirarlos. Treinta años después Santiago solicitaría que se las mostraran a la hora de la muerte.
Pero Espíritu no cedió. Al fervor de su remoto juramento añadió la tristeza de sus botas calcinadas. Delicadamente, como quien palpa un tobillo quebrado, fue acariciando el ánimo de los peones. De los que habían compartido en Lima culatazos y melancolías, sólo se le extravió Santiago. Veintidós meses después de reunirse clandestinamente en cuevas o quebradas solitarias, deslumbró a una docena de peones con el sueño de la gran hermandad. Increíblemente aceptaron.
—Nos colgarán boca abajo! —se estremeció Jaramillo.
—De eso nadie se muere —sentenció Espíritu Félix.
Ese invierno se atrevió a lo increíble: solicitó hablar con don Migdonio. Los sirvientes escucharon el pedido y le cerraron la puerta. Insistió tres días. El cuarto lo anunciaron. Don Migdonio, que acaso recordara los desafíos de otros tiempos, accedió a salir al patio. Bajo uno de los arcos de piedra, Espíritu, uniformado de cabo, asombró a don Migdonio. Pero la rabia que consumió el medio cuerpo de don Migdonio no alcanzó a tostar sus ojos azules.
—¿Así que quieres formar un sindicato?
—Si usted lo permite patrón.
—¡Ajá!
—Así trabajaríamos más contentos.
—¡Ajá! ¿Y cuantos están de acuerdo?
—Hay varios, patrón.
—¿Cuántos?
—Doce, patrón.
—No es mala idea. Júntalos y búscame. Quiero hablarles a todos.
Se extraviaron en visiones. No sólo Espíritu no salía amarrado de la casa-hacienda, sino que el propio don Migdonio, con educada voz, perfectamente oída por los mayordomos, lo invitaba a volver. Se entusiasmaron. Félix citó a los conjurados. Ya no eran doce: eran quince. Una semana después comparecieron ante las imperiales barbas de don Migdonio. Quizá porque la noche anterior había encontrado alguna pepita de oro entre las piernas de una ahijadita o porque el diamante de la mañana lo invitaba a la benevolencia, don Migdonio mandó que entraran. Sintieron que se excedían. En la vastedad de la memoria nadie recordaba que peón alguno hubiera penetrado en la casa-hacienda. Pretender una hermandad es una cosa, alternar con los patrones, otra; pero porque lo visitaba el capricho o cumplía una manda en memoria de su santa madre, don Migdonio repitió la invitación. No tuvieron más remedio que pasar. La garganta les dolía. El mismo Félix insistía en recordar el mediodía en que, cuadrado a seis pasos de distancia, había dialogado con un coronel que es casi como un hacendado.
—¡Pasen hijos, siéntense! —invitó desde la puerta un don Migdonio transformado por los poderes de un bebedizo.
Casi en sueños columbraron los sillones de cuero rojo y los confortables salpicados de flores amarillas, muebles nevados por encajes tejidos por la marfileña mano de la madre del hombre que se proponían dañar. “Aquí no más patrón”, contestaron. En la boca les quemaba la salmuera de la traición.
—¿Qué quieren , hijos? —preguntó don Migdonio afablemente.
Espíritu sintió paludismo en las rodillas.
—Patrón yo…
—Mira Félix, para que no sufras te diré de una vez que yo no me opongo al sindicato. No hay inconveniente —dijo con la misma sencillez con que hubiera podido autorizar: “beban no más del río” o “pueden orinar en descampado”—. No, no me opongo, por el contrario, los felicito. Yo quiero que la hacienda progrese y cambie. ¡Vamos a celebrarlo!
Y se volvió a un sirviente.
—Oye, tráeme la garrafa de aguardiente del comedor.
El sirviente —¡había cerrado los ojos de don Medardo!— salió sin ocultar el asco que le merecía la apoteosis de la ingratitud. Volvió con la garrafa y sirvió las copas.
—Yo, brindaré con la pura copa. Anoche me excedí —dijo jovialmente don Migdonio—. Bueno, muchachos. ¡Salud!
Para escapar a los remolinos del delirio se zamparon de un trago las copas. Don Migdonio mandó rebosárselas de nuevo.
Vaciaron la segunda copa.
—No sé qué tengo —dijo Jaramillo llevándose las manos a la garganta—, me falta aire.
—Algo me ha caído mal —susurró Madera, lívido. Torciéndose sobre el vientre.
Fue el primero en derrumbarse. Rodaron otros tres fulminados y los demás revueltos en un agónico retorcimiento de tripas. Don Migdonio los abarcó con una mirada de cuero. Comprendiéndolo demasiado tarde, Rico, en el espasmo, derribó el retrato de la madre de don Migdonio, pero ya no pudo escupir sobre él.
—¡Hijo de p**a…! —alcanzó a decir Espíritu Félix antes de chorrearse con las tripas tostadas por el veneno.
Quince minutos después, desencajadas cuadrillas los sacaron con los pies para adelante y las retorcidas caras mal ocultas por sus ponchos. La plaza se agrietó de alaridos, pero los deudos no tuvieron ni tiempo de llorarlos. Ya estaban preparando los mulos. Y es que sobre todo don Migdonio temía el “Mal de Ojo”. Ese gigante que no se abatía ante ningún humano tiritaba bajo su frazada cada vez que los perros aullaban al paso de las ánimas. No toleraba entierros en su hacienda. No bien un moribundo exhalaba el alma, sus deudos se apresuraban a envolverlo en una sábana mechada con hierbas aromáticas. En un b***o o un mulo, los difuntos emprendían el verdadero último viaje hacia remotas sepulturas cavadas más allá de los límites de El Estribo, comarcas donde el amarillento rencor de los mu***os no asesinara las flores o emponzoñara las aguas. No quedaba tiempo de lloros. El velorio era una caminata. Pero como El Estribo casi era infinito, para sacar a los difuntos se cabalgaba días. Los primeros, el hielo de las cordilleras preservaban los cadáveres pero luego el calor de las quebradas vencía el desesperado esfuerzo de las narices taponadas con ruda. Los mismos mulos padecían el resentimiento de los difuntos enfurecidos por la privación de velas y rogativas.
Los sacaron a las doce. A las doce y media uno de los mayordomos salió al galope por el otro rumbo. Cinco días después colocó el siguiente telegrama: “Doctor Montenegro, Juez Primera Instancia, Yanahanca: Atentamente te comunico muerte quince peones hacienda El Estribo debido infarto colectivo. Migdonio de la Torre”.
—¡Cojones! dijo el doctor Montenegro.
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MANUEL SCORZA
REDOBLE POR RANCAS
(La Guerra silenciosa)
PEISA Biblioteca Peruana
Manuel Scorza es autor de la pentalogía "La guerra silenciosa" y murió en un fatídico accidente aéreo ocurrido en 1983.