12/12/2023
Aquí les comparto una probadita de mi novela histórica "El códice Guadalupe". Espero lo disfruten.
CAPÍTULO 1. MULIER AMICTA SOLE
Mi nombre es Marcos Cipac de Aquino, único y verdadero autor de la imagen de la mujer vestida de sol que se yergue, incólume e impoluta, justo como la describe el Apocalipsis de San Juan, sobre la Luna de marfil negro que yace bajo sus pies; con mi pincel de indio novohispano tracé, como sólo podría hacerlo una mano llevada por el pulso de los ángeles, el sereno rostro por cuya belleza esplendente he vivido cegado, desde entonces y hasta ahora.
Sépanlo: no fue otro más que yo, un simple indio de origen nahuatlaca, quien una ardiente tarde del mes de mayo, extasiado y pleno de inspiración, comenzó a delinear el menudo cuerpo de la diosa madre gestante; luego pinté sobre él, para cubrir su falda de serpientes entrelazadas, su desnudez perfecta e inquietante y su collar de manos mutiladas y de corazones sangrantes, un fino manto hecho de pita de maguey bordado con hilos de oro, tachonado de estrellas de plata.
¿Por qué dudar que las potestades del cielo pueden servirse de simples manos humanas para obrar prodigios materiales que reflejen la onmipotencia de su esencia divina? ¿Por qué dudar de que los dioses, como hizo Xipe Tótec el desollado, pueden cambiar de piel como lo hacen los humanos al renovar prendas y vestidos, o la misma naturaleza al mudar las estaciones?
Mi nombre es Marcos Cipac de Aquino, nacido en el centésimo quincuagésimo quinto día del año de nuestro Señor de 1557, a quien por obra de mi arte han apodado 'el Griego', vecino de Santa María Tlacuechincan a la que también se le nombra 'La Redonda', y quien, digan lo que digan por ahí, dibujó uno a uno y con paciencia que no podría ser de este mundo, pero a la vez sí lo es, los cabellos negros que mi dama lleva sueltos, nacidos de su Inmaculada testa; con destreza los hice peinar hacia los lados debajo del manto, no por capricho u ostentosidad, sino a la usanza de las indias nobles de mi raza orgullosa.
Admírenlo: mi señora, la madre que es río de amor, nodriza de la humanidad, progenitora Virgen, patrona de los nacimientos y de las mujeres muertas en el parto, ya lo habrán notado, inclina la cabeza hacia la derecha en señal de humildad, mientras la tenue barbilla, casi triangular, apunta hacia su pecho, triunfante sobre la sediciosa Coyolxauhqui. Los rasgos de mi dama celestial evidencian su juventud, lo mismo que su boca pequeña, de labios finos, encendidos como el color de la flor de cuetlaxóchitl; tanto la piel de sus manos, en actitud de orar, como la de su tez, es morena ceniza y brilla al sol como el bronce sin pátina.
Si observamos con atención, y si además lo hacemos sin atenernos al paso de los siglos que todo lo carcomen, incluyendo a los objetos divinos, aunque estén protegidos como Ella dentro de su mandorla rodeada de nubes, podemos ver que ciñe su cabeza una corona de oro bruñido. Un día, lo he visto en sueños, este adorno será borrado por manos humanas; pero de acuerdo a los devotos, que ya desde ahora no son pocos, su luz divina logrará persistir igual que el reino de Anáhuac prevaleció, magnífico y contumaz, aún bajo el filo de la espada sangrienta del conquistador.
Pero hay más; más de lo que yo puedo decirles, más de lo que pueden ver, e incluso más de lo que deberían saber, y que será un misterio, de aquí hasta siempre. Por ejemplo: bajo el manto se esconde también un vientre gestante que augura el inminente nacimiento de Huitzilopochtli, el dios sol. De la expresión de mi doncella (mía, de vosotros, de todos) tenemos mucho más qué admirar, como lo admiten mis maestros: sus ojos entrecerrados le confieren una serenidad muy distinta a la de los rostros acartonados de las madonnas europeas que por estos días proliferan en nuestras iglesias y ermitas de la Nueva España, muchos de los cuales yo he pintado también, como las seis escenas del gran retablo dorado de San José. La sonrisa de mi señora luce plena pero no ostentosa, se adivina un gesto de compasión ungido por las potencias de los cielos, un bálsamo para las tribulaciones de esta Tierra.
Mi nombre es Marcos Cipac de Aquino, Tlacuilo nacido indio y educado como cristiano, bachiller versado en la pintura en el colegio de San José de los Naturales de Pieter van der Moere, quien se hizo llamar fray Pedro de Gante pero que otros conocen mejor como Pedro de Mura, emisario del emperador Flamenco Carlos V, quien a muy temprana edad me acogió bajo su tutela en la escuela de artes y oficios de San José de los Naturales, en sustitución del Telpochcalli de mis ancestros, del que habría egresado hábil en la guerra en lugar de ducho en las artes gráficas. Aunque, si bien dicen los maestros peninsulares que la guerra también es un arte, cierto es que yo no habría podido hacer lo mismo en esta vida sosteniendo un pincel en la diestra y una paleta en la siniestra, que un átlatl o un macuahuitl para atacar y un chimalli de piel de jaguar o de venado para defenderme de la agudísima alabarda de Castilla.
(NOVELA: EL CODICE GUADALUPE, DE ÁNGEL VEGA. FRAGMENTO)